El país de las madres y las mujeres que no quieren serlo
En una década o menos rebasaré lo que suele llamarse “mi edad fértil” y me encontraré en ese espacio blanco y confuso.
Hace unos días la actriz Emma Watson declaró que estaba feliz con ser una mujer soltera sin hijos. A punto de cumplir treinta años, su declaración despertó una desconcertante polémica, sobre todo por el hecho que, al parecer, la curiosidad mundial alrededor de su vida sentimental radica, en esencia, en el hecho que casi en la tercera década de su vida, a la mayoría le resulta inexplicable que la actriz tome semejante decisión sobre su vida personal.
“No entiendo por qué muchos crean un escándalo cuando están a punto de llegar a los 30. Me siento estresada por todos los mensajes que hay a mi alrededor. Si aún no has construido un hogar, no te has casado, no tienes un bebé o aún están descubriendo cosas por tu cuenta entonces realmente no tienes nada seguro en una edad en la que se supone que ya deberías tenerlo, simplemente esto genera una gran cantidad de ansiedad”, señaló la actriz a la revista British Vogue. También agregó que en la actualidad se encuentra pasando tiempo de calidad consigo misma: “Me llevó tiempo, pero ahora soy feliz estando soltera. Yo lo llamo estar autoemparejada″.
Por supuesto, semejante punto de vista reavivó el habitual debate sobre la libertad personal de una mujer pueda estar soltera, sólo porque puede y quiere, algo a lo que he tenido que enfrentarme durante buena parte de mi vida o, mejor dicho, desde que tomé la libre y voluntaria decisión que mi vida emocional no era la prioridad inmediata en buena parte de mis proyectos futuros. Si a eso agregamos que eso incluye no tener hijos, la situación se hace aún más extraña, mucho más en un país (continente) como el mío, donde hablar de no contraer matrimonios o tener hijos es tan impensable como para que de inmediato seas cuestionada, tu opinión minimizada, tu punto de vista reducido a una especie de “confusión pasajera”, como si el valor de tu identidad dependiera por completo de esa noción sobre lo fecundo — o no — que puede ser tu vientre, además del hecho del hombre que te hace compañía. Una cultura adolescente donde la maternidad es una institución, un deber, una obligación, una insistencia cultura. De hecho, no ser madre puede ser un tabú. También lo es la soltería, como si ambas cosas combinadas fueran por completo inexplicables e incluso, cuestionables. Porque en nuestra cultura machista, engendrar un bebé o caminar hacia el altar es un acto simbólico y de estatus social, más que una decisión personalísima. Y como tal se juzga.
Tal vez por ese motivo, la mujer que opta por encontrarse soltera siempre parece encontrarse a mitad de camino entre un tipo de curiosa región marginal. En medio del matiz de un planteamiento que nadie puede admitir puede ser absoluto. Porque decir “nunca tendré hijos” o “no me casaré” resulta incluso una grosería en una sociedad que lleva a los altares a las madres sufridas y mira con desconfianza a la mujer independiente. Hay docenas de formas de matizar la idea: Soltera que “atraviesa una etapa”, si pasar por vicaría no es una de tus opciones. O casada “que necesita tiempo”, si todavía no eres madre cuando se supone deberías serlo. Treintañera “que debería sentar cabeza”. La maternidad y el matrimonio como un objetivo, lo sepas o no. Una meta que se supone inevitable. Mucho más, cuando la mujer se encuentra en ese terreno impreciso de no calzar en ninguna denominación. Y allí, empiezan los problemas. Como si una vez que cruzaste esa línea imprecisa de la “soltera indecisa”, de la casada “de luna de miel” o de cualquier otra justificación con que la que se trata de explicar el motivo por el cual no eres madre cuando deberías serlo, empiezan a multiplicarse las formas de presión, el ataque hacia esa decisión que debería ser privada pero que al parecer no lo es tanto.
“Pero, ¿de verdad no quieres tener hijos?”, “¿cómo lo sabes?”, “es imposible tomar una decisión así”, “concebir es algo natural”, “toda mujer desea tener hijos”, “ya te vendrán las ganas”, “te vas a arrepentir”. Palabras más, palabras menos, toda mujer soltera y sin hijos de más de treinta años ha tenido que sostener un debate semejante en algún momento con todos los que por alguna razón consideran que tienen el deber de aleccionar sobre la necesidad de tener hijos. Se trata de una percepción tan común que la gran mayoría considera normal hacer preguntas invasivas sobre la decisión que una mujer toma sobre su cuerpo, matizarla para hacerla comprensible pero sobre todo, quitarle el peso de lo notorio. Trasladarla al terreno de la incertidumbre. Como si fuera más sencillo lidiar con la mujer que podría querer ser madre en el futuro que con la que no desea serlo en absoluto.
Y es que ese “nunca tendré hijos” o “no deseo contraer matrimonio” escalda la moral del país de la madre abnegada. Ese “jamás seré madre” abruma a esa percepción provinciana que limita lo que una mujer puede aspirar, hacer o desear hacer con el derecho que ejerce sobre su capacidad para concebir. O lo que es aún peor, las opciones entre las que puede elegir para asumir su futuro. Cómo si la mujer soltera que decide seguir siéndolo, que basa su vida y sus expectativas en otras aspiraciones más allá del anillo en el dedo, el paseo hacia el altar y el bebé en la cuna, se rebelara no sólo contra la idea más común sobre lo que se espera de ella sino contra sí misma. De allí la insistencia en lo natural — imprescindible — del deseo de ser madre y la sorpresa — censura — cuando la respuesta no es tan sencilla como un instinto maternal inmediato, natural e inevitable.
Pienso en todo lo anterior mientras visito la sencilla página de la organización DINK (Double income, no kids) cuyas siglas resumen esa nueva visión sobre la maternidad con el que cada vez más mujeres comulgan. “Doble ingreso, no niños”, es una premisa cuya honestidad parece insultante: no sólo es egoísta sino que además contradice esa imagen idílica de la mujer abnegada en la cual se sostiene la madre ideal cultural. Aun así, resume una postura que libera a la mujer de la atadura del deber social. Y lo hace porque reconoce que lo femenino en la actualidad se concibe desde el individuo, antes que esa generalidad del estereotipo que por años sofocó cualquier atisbo de pensamiento independiente. Reivindica el derecho de la mujer a pensar en sí misma sin culpabilidad ni tampoco temor a la censura cultural que solía acarrear romper el esquema que la limita. La organización — que también se hace llamar Childfree y propone un tipo de mirada renovada sobre la soltería — plantea la opción de nunca ser madre. No sólo reflexionar sobre las motivaciones para no ser madre de inmediato o en un futuro cercano, sino directamente priorizar otras opciones — viajes, proyectos, profesión, principios, ideales — a la maternidad. El concepto resulta revolucionario e incluso antipático, pero sin toda abarca toda una nueva etapa en la percepción de las opciones de la mujer y su capacidad reproductora. En otras palabras, descarta que la maternidad sea la única posibilidad que pueda permitir a la mujer la satisfacción de ideales culturales y sociales.
Incluso la forma de concebir el proyecto medita sobre ciertas percepciones de la maternidad optativa que hasta ahora no habían sido analizadas. La organización insiste en llamarse “Childfree” (libre de hijos) en lugar de “sin hijos” porque no se trata de una liberación del canon de la concepción como una insatisfacción, sino del hecho simple que para una considerable cantidad de mujeres alrededor del mundo, tener hijos no es una opción ni lo será en un futuro. Una nueva generación de mujeres que no se definen por su utilidad biológica.
Claro está, se trata de un concepto que aún no cala en buena parte del mundo hispano, donde la discusión se queda rezagada y el debate se torna retrógrado, incapaz de abarcar todo ese nuevo fenómeno mundial como lo es una nueva percepción de la maternidad. Mientras más allá de nuestras fronteras comienza a debatirse si es lícito incluir en clases de educación sexual la opción de no tener hijos o lo que puede significar eliminar el cuestionamiento sobre la maternidad futura en una entrevista de trabajo, en Venezuela la maternidad sigue siendo una especulación incierta. Un deber que acompaña a la mujer desde su nacimiento y sobre el cual se presiona a través de un sutil mecanismo social que parece provenir de todas partes.
Por supuesto, en nuestra cultura la idea de una mujer libre es poco menos que incómoda. En el continente en el que vivo, la percepción de la mujer continúa siendo egoísta, la mayoría de las veces basada en un sistema de valores que parece sostenerse sobre cierto tipo de angustia cultural que nunca se consuela. Una y otra vez, la mujer debe batallar contra la insistencia de una intención de maternidad que no existe. Contradecir esa idea naturista y darwiniana que somete sus intereses y posibilidades a esa estructura sofocante donde un bebé — el hecho de la maternidad — es la única meta aceptable.
Pienso en eso con frecuencia. Lo hago porque con treinta y tantos años, estoy alcanzando ese límite biológico donde la decisión de no tener hijos pasa de ser una abstracción a una realidad concreta. En una década o menos rebasaré lo que suele llamarse “mi edad fértil” y me encontraré en ese espacio blanco y confuso que ocupan quienes no pertenecen a ningún estrato de la sociedad, quienes no encajan en ese mecanismo estructurado que intenta explicar la complejidad de la mujer actual. Y lo haré porque la decisión — como la de tantas otras mujeres que deben lidiar con los comentarios, la presión insistente, la peregrina idea que toda mujer debe parir porque desea hacerlo — no depende del tiempo, ni tampoco de las etapas en que transcurra mi vida, sino del hecho que la maternidad no forma parte de mis prioridades. Ni antes ni después, ni gracias a una fertilidad aparente, sino gracias a esa percepción de la mujer que no necesita de la maternidad para concebirse. Quizás ese valor insistente de las ideas — y mi mente — por encima de lo que mi útero puede — o podría — significar en mi manera de definirme. Una nueva forma de comprender la identidad femenina, más allá de la tradición y la insistencia del deber cultural que se le achaca a la mujer.