Cuando llevar a tu abuela a una residencia parece como llevarla al matadero
Terminar la jornada sin oír una mala noticia sobre las residencias se ha convertido en misión imposible.
“En plena pandemia” es una expresión ya tan manida que ha perdido su fuerza inicial. Pero esas tres palabras recuperan todo su significado cuando tu madre te cuenta que han decidido llevar a tu abuela de 92 años con demencia senil a una residencia de ancianos.
Esa madre es la mía, y no se atrevió a decírmelo por teléfono porque es un tema que le resulta “desagradable”. Qué habría dicho si no fuera tan correcta, si en su vocabulario incluyera palabras como mierda o putada.
Esa madre es la que lleva años cuidando a su propia madre mientras trabaja dentro y fuera de casa, y la que dice que ya no puede más. Esa madre es la que no deja de repetir, con gesto serio, que mi abuela “no va a durar dos días”.
¿Qué respondes a eso cuando justo acabas de escribir un artículo sobre el tema y has hablado con expertos que te cuentan que la pesadilla que se vivió en las residencias puede repetirse en esta segunda ola?
Seguramente te callas y bajas la mirada. Te dices, y le dices, que no tiene por qué estar mal allí, que la gran mayoría de cuidadores (cuidadoras, mejor dicho) se desviven por los residentes y que, además, no nos queda mucha alternativa.
Después de muchos meses de deterioro físico y cognitivo, de incidentes y caídas, la situación de mi abuela no es buena, pero tampoco lo es la de mi madre, que tiene su propio historial médico con varias enfermedades crónicas y que a base de trabajo, renuncias y sacrificios ya ha pagado un precio bastante alto.
Llevar a mi abuela a una residencia es algo en lo que todo nuestro entorno lleva insistiendo desde hace tiempo y, sin embargo, mi madre no se ha atrevido hasta ahora a contar la noticia. El lamento de “ya lo sabe medio pueblo” nos acompaña estos días y ella se siente culpable. Culpable por haber respondido ‘sí’ (después de varios noes) a la llamada de Servicios Sociales en la que le ofrecían una plaza en la residencia del pueblo de al lado, donde conocemos a varios trabajadores e internos y sabemos que está bien. Culpable por dejar llorando a su madre en una habitación que no es la suya, en una cama que no es la suya, sin sus macetas y sin sus gallinas, a las que ya prestaba poca atención pero ahora echará en falta.
Terminar la jornada sin oír una mala noticia sobre las residencias se ha convertido en misión imposible. Un día sale el informe de Médicos Sin Fronteras que cuenta cómo durante el confinamiento los residentes arañaban las puertas pidiendo salir y acababan muriendo solos. Otro día sale un vídeo en el que se ve cómo dos trabajadoras humillan a una mujer en un centro de Terrassa. Cada día, el telediario hace recuento de todos los casos que, otra vez, se han colado en centros de medio país. Y entonces apagas la tele, huyes de Twitter y, de nuevo, te repites que eso no tiene por qué pasarle a tu abuela.
Llega el día y sabes que tu madre va a llorar en esa despedida, igual que ha llorado a escondidas los días y las noches anteriores. Y sabes que va a rezar y, aunque tú ya no lo hagas, puede que también reces por esa mujer a la que no puedes besar desde hace meses y que ya no pregunta por ti, pero que todavía te reconoce.