Corrupción e incompetencia política: la España contemporánea vista por Preston
Quizá premonitoriamente al momento actual, el último párrafo del libro está dedicado a Juan Carlos de Borbón...
Por Miguel Ángel del Arco Blanco, profesor de Historia, Universidad de Granada
La pandemia mundial de la COVID-19 ha coincidido con un aluvión de inquietantes noticias sobre la monarquía española. Miles de familias todavía muestran su dolor y duelo por la muerte de sus seres queridos, mientras que los primeros efectos de la crisis económica empiezan a hacerse evidentes en España. Y al mismo tiempo, los medios de comunicación no cesan de recoger los negocios nada transparentes de Juan Carlos I, antiguo jefe del Estado y actual rey emérito, que ha abandonado el país tras las investigaciones abiertas sobre supuestos fondos en paraísos fiscales.
Como siempre, el presente es un lugar óptimo para reflexionar sobre el pasado. Marca la agenda de los historiadores que, como parte de la sociedad, se hacen preguntas sobre determinados problemas, preocupados por el futuro que está por venir.
Ejemplo paradigmático de todo ello es el último libro de Paul Preston: Un pueblo traicionado. España de 1874 a nuestros días: corrupción, incompetencia política y división social (editorial Debate). La obra, aparecida poco antes de la pandemia mundial, no puede ser más oportuna, y quizá no ha recibido la atención que merece.
Se trata de un libro imponente sobre la corrupción y el mal hacer político desde el último tercio del siglo XIX hasta nuestros días. Adoptando una perspectiva política desde arriba, Preston analiza el poder y su ejercicio durante casi siglo y medio de la historia de España. La tesis central es, siguiendo las palabras de Antonio Machado insertadas en el prefacio y escritas durante la guerra civil española, que en “España lo mejor es el pueblo”, frente a una clase política que generalmente no ha estado a la altura.
Tiene razón Preston al comenzar su análisis en los días de la Restauración (1874-1923). El régimen construido por Antonio Cánovas ha sido identificado por algunos historiadores conservadores como un precedente de la democracia actual. Alaban el supuestamente tardío liberalismo en España y la estabilidad política.
El análisis del periodo de Un pueblo traicionado deja en evidencia estas aseveraciones: chanchullos, escándalos, pelotazos y corrupción generalizada de una clase política a la que, a pesar de sus pomposos discursos nacionales, poco parecía importarles la sociedad para la que, desde luego, no gobernaban.
Es la época del caciquismo y de las corrupciones electorales, pero también del enriquecimiento de buena parte de las élites en el contexto de una difícil modernización del país.
Preston asume la tesis de historiadores como Francisco Romero Salvadó, evidenciando que en la larga crisis de este sistema político, la clase política (y el rey Alfonso XIII) apostaron por una solución autoritaria para poner a salvo sus intereses e impedir la democratización del sistema.
En este punto, causa sonrojo contemplar la despreocupación de Alfonso XIII hacia su pueblo. Mientras que el sistema se descomponía, su pasión por el ocio y los deportes (especialmente por los automóviles) convivían con sus caprichosos manejos políticos.
También con sus sospechosos negocios (baste citar su relación con el Desastre de Annual de 1921), que le permitirían acumular una espectacular riqueza para cuando marche al exilo.
La Dictadura de Primo de Rivera (1923-1930), instaurada mediante un golpe de estado con la aquiescencia del rey en 1923, no supuso un cambio de rumbo, a pesar de las promesas del general jerezano de acabar con el caciquismo.
Es este un periodo de grandes inversiones públicas y de cierta bonanza económica lo que, en un marco de censura y de dictadura, dio pie a una corrupción más que destacada. Como siempre ocurre, la falta de transparencia y de independencia de los poderes públicos redunda en el aumento espectacular de la corrupción y de la discrecionalidad política.
Para Paul Preston la II República es un momento de cambio y de renovación en la historia de España. El régimen de 1931 traza un ambicioso programa político de reformas pendientes con el fin de modernizar el país.
No obstante, este también es tiempo de incompetencias y de corruptelas. De las primeras nos relata el historiador británico algunas, revisando un periodo difícil y controvertido que tan bien conoce. De las segundas también hay bastante en sus páginas: es demoledora la reconstrucción que hace de la figura de Alejandro Lerroux, el líder durante décadas del Partido Republicano Radical, presentado como un auténtico campeón de la corrupción política y del lucro personal y familiar.
En la época de la guerra civil española, auténtica cesura en nuestra historia, se produce un cierto viraje en la temática del libro. Preocupado por las consecuencias humanas, económicas, sociales, culturales y políticas de la guerra desencadenada por el golpe de estado fallido de julio de 1936, Preston no se centra tanto en la corrupción, sino en las terribles consecuencias que tendría la contienda para los españoles.
Su retrato del general Franco y de sus allegados, obsesionados desde el principio por sus ambiciones de poder y enriquecimiento, conviven con el sufrimiento de buena parte de la sociedad y con la destrucción de la democracia en España.
Mención aparte merecen los negocios de Franco y de su esposa “Doña Carmen”, un verdadero clan dispuesto al enriquecimiento con impunidad absoluta, desde homenajes que escondían las sombras de la represión (como el “regalo” del Pazo de Meirás), a visitas a joyerías de la esposa del dictador que dejaba en la estacada por no pagar lo que retiraba, pasando por la implicación en negocios de estraperlo (citar la venta de café en el mercado negro, donado al pueblo español por el dictador brasileño Getulio Vargas, con el que el general obtuvo unas ganancias de 7,5 millones de pesetas), y la constitución de empresas pantalla tras las que estaba el “Caudillo” y su familia.
Preston derrumba la imagen de Franco y de su círculo como persona honesta y ajena al lujo o al lucro que durante años cinceló la dictadura. Además, nos ofrece una descarnada imagen del poder, a medio camino entre la denuncia y el esperpento de una clase política mediocre a la que las dificultades de las clases bajas importaban realmente poco.
Esta forma de gestionar el poder y la persistencia de la corrupción unen los años de posguerra y las décadas siguientes de la dictadura. Los años del desarrollo y del crecimiento económico fueron enarbolados por el franquismo para construir el mito del progreso y de la modernización.
El libro vuelve a cuestionarlos, dando buenas pruebas de cómo el crecimiento económico español convivió con unos niveles de corrupción y de enriquecimiento que fueron posibles, otra vez, por la existencia de una dictadura. Y por supuesto, se evidencia otra de las ideas sostenidas por Preston: Franco y su régimen hicieron de la corrupción un arma implacable para generar adeptos y mantenerse en el poder. A costa, claro está, de las dificultades de la mayoría de la población.
Los años de la transición son recogidos en el libro como un momento clave en la historia de España. Preston reconoce la capacidad de los políticos (y de la ciudadanía) por alcanzar un consenso para construir una democracia fuerte y sólida que trajese la ansiada modernización al país. No obstante, la corrupción continuó, si bien de manera muchísimo más atenuada que durante la dictadura.
Ahora los escándalos (como los de los años del gobierno del PSOE de finales de los 80 y primeros 90, como los del PP durante buena parte del siglo actual) saltaban a una prensa libre y, a pesar de todas las imperfecciones del sistema, eran juzgados por los tribunales.
No cabe duda que el nacionalismo ha sido, en todas sus variantes, un pretexto perfecto para justificar la llegada al poder y su desempeño caprichoso. Desde la Restauración a nuestros días los discursos nacionales se convierten en verdaderos pretextos para justificar el ejercicio del poder, actuando de auténtica pantalla que apela al “bien del pueblo” pero que esconde los intereses más oscuros de parte de la clase política. Es algo que no es privativo del nacionalismo español: ahí está el ejemplo del nacionalismo catalán y de los Pujol, que Preston también relata.
Un pueblo traicionado concluye con unas desgarradoras páginas sobre la crisis de 2008 y sus consecuencias sociales. Aún así, los escándalos derivados de la corrupción fueron moneda común en esos años, utilizando los recursos públicos para fines políticos y el lucro personal (caso ERE en el PSOE, casos Púnica y Gürtel en el PP, entre otros). Y todo, en un ambiente de división y polarización política que se aleja de las verdaderas necesidades de los ciudadanos, como los días en los que vivimos también confirman.
Quizá premonitoriamente al momento actual, el último párrafo del libro está dedicado a Juan Carlos de Borbón, quien para Preston ha dejado de ser “un héroe nacional”. Está claro que es así, y que quedan no pocas páginas por escribir sobre la corrupción y la incompetencia política en el futuro.
Seguramente la historia de España no es distinta de la del resto de países europeos. La corrupción y la mala gestión política forman parte de la naturaleza del poder. Pero es evidente que la democracia (siempre a perfeccionar) es la mejor herramienta que tenemos para controlar al poder y asegurarnos que, realmente, mire por el bien público. Quizá esta es la vía más segura para que ningún pueblo sea “traicionado” por sus clases dirigentes. En tiempos de pandemia, no es una vacuna frente a todo ello. Pero sí una buena y necesaria práctica de medicina preventiva.