El coronavirus ha dado la vuelta a los roles de género en mi casa, y yo encantada
Durante un tiempo, soy yo la que podrá encontrarse la cena caliente y a mis hijas contentas por verme después de trabajar.
Casi ha atardecido y estoy reclinada sobre mi portátil en una habitación de mi casa que antes usábamos de almacén y que ahora es mi oficina. Parece que el espacio de trabajo de todo el mundo ha cambiado con respecto a hace un mes, pero mi caso es diferente. Normalmente trabajaba en el piso de abajo, justo debajo de esta habitación, en una oficina abierta que han conquistado mis dos hijas pequeñas ahora que no van a la guardería ni al colegio.
Estoy confinada en esta habitación para escapar de ellas. Oigo a mi marido abajo con ellas, alegre o estresado, según cómo se estén comportando y cómo esté él de humor. Se le dan muy bien los niños y disfruta con ellos, pero tampoco está acostumbrado a mantener entretenidas a dos niñas durante semanas. Antes de la cuarentena tenía jornadas de trabajo muy largas y horarios raros, así que normalmente, cuando nuestras hijas llegaban a casa por la tarde, él estaba en el trabajo y yo, cuidando de ellas. Pero en el universo alternativo en que se ha transformado la vida por el coronavirus, mi marido se ha convertido en amo de casa a jornada completa y yo soy la que gana el dinero.
Antes de que todo cambiara, era yo la que me encargaba de cualquier cita médica, emergencia o imprevisto, ya que era la que menos dinero ganaba de los dos. Antes de empezar mi carrera como divulgadora autónoma de ciencias, era bióloga investigadora. Me encanta mi trabajo y me gustaría hacer proyectos cada vez más grandes, escribir artículos que supongan una aportación importante en el mundo. Soy ambiciosa, pero mi carga de trabajo tiene que mantener suficientes huecos y flexibilidad para poder encargarme de imprevistos como cuando mis hijas enferman, cuando nieva, cuando los profesores hacen huelga o lo que sea.
Mi ambición siempre ha tenido que hacer frente a obstáculos como el del virus estomacal que mantuvo dos semanas en casa a mi hija pequeña, que pese a estar enferma era muy activa, y tuve que trabajar de madrugada para seguir al día con mis tareas.
Mi marido, a quien conocí cuando terminábamos nuestros respectivos doctorados, es optometrista. Gana mucho más dinero que yo y trabaja muchas más horas atendiendo a sus pacientes y rellenando papeleo. Jamás se le ocurriría salir del trabajo antes de tiempo por algo que no fuera una catástrofe. Ambos valoramos nuestras carreras, pero las matemáticas indican que la suya es más importante.
Hace cuatro semanas, al ver el cartel que colgaba de la fachada de su edificio, mi marido tuvo que cerrar su consulta por precaución y despedir a sus trabajadores. Pocos días después, las autoridades hicieron oficial que tenía que cerrar. De la noche a la mañana, todo cambió. En un instante, un hombre que trabajaba 60 horas a la semana o más se tuvo que quedar en casa sin pacientes y yo me convertí en la única fuente de ingresos de mi familia de cuatro miembros.
Ahora, es él quien prepara los sándwiches y cambia los pañales, mientras que mi trabajo tiene una importancia que nunca antes le había podido dar. Y eso me encanta. Da miedo, pero también es extrañamente empoderante. Ahora se respeta a rajatabla mi horario de trabajo.
En vez de estar en el despacho abierto del piso de abajo donde me pueden encontrar fácilmente —símbolo de la fragmentación de mi vida laboral— estoy encerrada tras una puerta que mis hijas entienden que no deben abrir porque mamá está trabajando. Por primera vez en mi vida como madre, mi trabajo tiene prioridad.
El privilegio de poder pagar la guardería significa que antes mis hijas apenas me veían trabajar. Solo entienden por encima lo que hago en mi trabajo, pero no lo conciben como un trabajo tan serio como el de su padre, que se ponía corbata y salía de casa todos los días. Sin embargo, una semana después de que nuestros roles se invirtieran, mi hija de cuatro años construyó su propio portátil de Lego y empezó a pasearlo por casa “como hace mamá”.
Hace unas pocas semanas, su padre podía estar a menos de un metro de ellas, pero cuando tenían un problema, acudían a mí aunque estuviera en la otra punta de la casa, porque es mamá la que se encargaba de sus problemas. Ahora, por primera vez en su vida, sus riñas y la leche derramada son problemas de los que se ocupa papá. Espero que este cambio en la percepción de la importancia de mi trabajo perdure tras el confinamiento.
Ha habido otros momentos en la historia en los que el trabajo de la mujer ha cobrado más sentido de repente. Me viene a la mente la II Guerra Mundial, cuando las mujeres se hicieron cargo de los trabajos esenciales mientras los hombres marchaban al combate. Por primera vez, las mujeres vieron lo valioso que podía ser su trabajo y muchas no se tomaron bien que las devolvieran amablemente a sus antiguos roles cuando acabó la guerra. Creo que a mí me pasará lo mismo.
¿Es necesario que se produzca un acontecimiento perturbador en todo el mundo para que se valore el trabajo de la mujer? ¿Servirá esta pandemia para que las personas que hemos mejorado nuestra situación laboral logremos que el cambio sea permanente?
Tengo la suerte de estar casada con un hombre que disfruta cuidando de sus hijas, pero me pregunto cuántos hombres hay ahora mismo por ahí dándose cuenta de que las horas que su pareja dedicaba a sus hijos no eran tan sencillas como pensaban. Estoy segura de que este no es el único hogar en el que el marido se ha quedado sin trabajo y la mujer sigue con el suyo desde casa. Sin embargo, me estoy encontrando con otro problema típico en la carrera profesional de muchas mujeres: como no cobro ni de lejos tanto como mi marido, aunque quisiera ser la única encargada de traer dinero a casa mientras él cuida de nuestras hijas, no sería sostenible.
Estamos en una pequeña burbuja temporal en la que ambos nos damos cuenta de que lo que deseamos no puede durar. Tengo la esperanza de que mis hijas interioricen algo de lo que está pasando, aunque no lo lleguen a recordar con claridad; que sepan que los padres también pueden solucionar riñas entre hermanas y que las madres pueden ser las que traen el pan a la mesa. Quizás algún día pongan en práctica en su vida lo que han aprendido en este tiempo de crisis.
Oigo el sonido de los platos: mi marido está poniendo la mesa para cenar. Me imagino sus movimientos. Está terminando de hacer la cena y está lavándoles las manos a las niñas antes de subirlas a la trona y a la silla. Hoy estoy emocionada y, durante un tiempo, soy yo la que tendrá la suerte de salir de trabajar y encontrarme la cena caliente en la mesa y a mis hijas contentas por verme después de una dura jornada de trabajo.
Este post fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.