Coronavirus: por qué no hay que hacerle la ola a China
El secretismo es una de las señas de identidad del Gobierno chino. Nunca se ha tenido acceso a estadísticas gubernamentales fiables.
Llevamos varios días asistiendo a cómo el Gobierno chino está intentando dar la vuelta a la historia de esta pandemia de coronavirus con la inestimable ayuda de algunos medios de comunicación y participantes en tertulias. Resulta que ahora China es la gran benefactora porque ha desplegado una especie de “plan Marshall” para ayudar a países en serias dificultades con la progresión de la pandemia, como Italia o España, apareciendo ahora como la solución en tiempos de crisis. China es un “país serio” y “organizado”, que ha sabido hacer frente a la crisis con una firmeza ejemplar, poniendo por delante la salud de sus ciudadanos a la economía. China es un modelo a seguir.
Nada más lejos de la realidad. Empecemos por cómo inicia la gestión de la crisis: El Gobierno chino, para “salvaguardar la seguridad del Estado”, decide no solo no comunicar el brote de la enfermedad, sino que castiga a quienes hablan de ella, empezando por Li Wenliang el médico que alertó de su existencia. Fue una decisión que no solo violó el derecho a la libertad de expresión del médico sino que, al ocultar la enfermedad y no tomar las medidas necesarias a tiempo, facilitó el peor de los escenarios posibles poniendo en grave riesgo el derecho a la salud de millones de personas dentro y fuera de China.
No es la primera vez que el Gobierno chino toma decisiones de este tipo en temas de salud. Ya lo denunció Amnistía Internacional en el año 2008, durante la crisis de la leche infantil envenenada, cuando miles de niños tuvieron que ser ingresados mientras se castigaba a quienes se atrevían a hablar de ello.
La censura sobre la información se mantiene intimidando y acosando a activistas que tratan de difundir información, cuando no expulsando del país a periodistas extranjeros, lo que a su vez favorece el crecimiento de noticias falsas, así como el rechazo a las personas de la provincia de Hubei, foco de la epidemia, dentro del propio país. No disponer de una información fiable y completa hace que la población no pueda colaborar eficazmente en una situación de alto riesgo real.
China es uno de los países más opacos del mundo, y reprime ferozmente cualquier disidencia política o cualquier opinión crítica con los medios gubernamentales o que ponga en duda la legitimidad del régimen. La libertad de información no existe en China. Y a tenor del largo historial de secretismo de las autoridades del país, no nos podemos fiar de los datos que dan de la epidemia para poder compararlos con los de otros países. No sabemos nada de la respuesta del Gobierno chino a muchas personas que han perdido su medio de vida o si, por poner un ejemplo, al suprimir los transportes se ha habilitado una forma alternativa para que las personas tengan asistencia sanitaria, como las mujeres embarazadas.
El secretismo es una de las señas de identidad del Gobierno chino. Nunca se ha tenido acceso a estadísticas gubernamentales fiables, por ejemplo, sobre el número de personas ejecutadas todos los años en el país, que Amnistía Internacional cuenta por miles, y que el Gobierno chino considera “secreto de Estado”, y nada nos hace pensar que en este caso tengamos datos reales tampoco.
El Gobierno chino mantiene en funcionamiento su maquinaria represiva muy bien engrasada, como son ejemplos notorios los campos de reeducación para minorías en el Sin-kiang, la reciente detención de Li Qiaochu, una activista por los derechos de las mujeres recluida en paradero desconocido, o la condena a diez años a Gui Minhai, un librero de Hong Kong que vendía libros sobre escándalos políticos y dirigentes chinos. Ambos por cierto, Li y Gui, están en peligro de tortura. Sin contar con la vigilancia masiva que las autoridades ejercen sin piedad a través de la Red sobre 1.400 millones de personas de forma omnímoda.
No, no hay que hacerle la ola a China. Lo que necesita China es aplicar más y mejor los derechos humanos, su gran asignatura pendiente. Al contrario de lo que defiende su Gobierno, la violación de los derechos humanos de unas personas no beneficia a los derechos de la mayoría, sino que, como se ha visto en esta situación, perjudica también a la mayoría. Si lo hubiera hecho desde el principio, quizá la humanidad no se encontraría en esta gravísima situación.