Corea del Norte no va a ir a la guerra
Como bien es sabido, las dos únicas ocasiones en que se ha usado armamento nuclear con objetivos militares las bombas arrasaron Hiroshima y Nagasaki y empujaron a la claudicación del Imperio japonés en 1945. Hace solo unos días, el pasado día 3 de septiembre, Corea del Norte detonó un artefacto con una potencia ocho veces superior a Little Boy, la bomba lanzada sobre Hiroshima. Para EE. UU. —según lo expresó su embajadora ante las Naciones Unidas en la reunión del Consejo de Seguridad convocada de urgencia tras el ensayo—, hay que dar por cerrada cualquier vía diplomática que quedara: Corea del Norte quiere ir a la guerra.
Pero no se engañen: ni EE. UU. va a mantener una guerra con Corea del Norte..., ni tampoco Corea del Norte va a dejar de probar su arsenal balístico y nuclear. Cada ensayo y cada provocación hacen aumentar el poder de negociación de Pyongyang; cada declaración acalorada de los estadounidenses —como aquella del presidente Trump asegurando que responderían con "fuego y furia"— los aleja más de la resolución del conflicto.
Durante décadas, el objetivo primordial de los líderes norcoreanos —Kim Jong-un hoy y antes su padre y abuelo, que le precedieron— ha sido el desarrollo de capacidades nucleares de uso militar. A pesar de ser el país más aislado del mundo —o quizá precisamente por eso—, Corea del Norte es un país orgulloso. En su cosmovisión, una vez acabada la Guerra Fría, quedó como el último baluarte de una ideología enfrentada con el capitalismo liberal, encarnado en la superpotencia que es Estados Unidos.
Es por ello que a Kim Jong-un le preocupa la supervivencia de su régimen y la suya propia. En su cabeza debe guardar, temeroso, el recuerdo de Sadam Husein y del coronel Gadafi, dirigentes que vieron revertido su intento de desarrollar armamento nuclear a través de sanciones y acuerdos internacionales, que en algún momento se enemistaron con Occidente y que acabaron muertos mientras su régimen colapsaba. El programa nuclear norcoreano no significa necesariamente que Corea del Norte desee atacar ningún país, más bien al contrario: busca defenderse.
Las terribles consecuencias de los bombardeos sobre Japón hicieron ver al mundo lo poco deseable que era el uso de estas armas en guerras futuras. Eso no impidió que las potencias —en primer lugar los EE. UU. y la URSS, seguidos de otros países, hasta sumar ocho hoy, sin contar a Corea del Norte— desarrollaran armas nucleares cada vez más avanzadas, y en mayor número, en una peligrosa carrera armamentística basada en una idea: el miedo a una represalia nuclear desincentivaría cualquier ataque contra una potencia con esa capacidad de respuesta. Defenderse sin llegar a las armas, solo con la amenaza de su uso, para que nadie use las suyas contra nosotros.
Y Pyongyang ya puede sentirse cómoda, pues ha llegado a ese nivel: podría desplegar su armamento nuclear contra Corea del Sur y Japón, y pronto podrá hacerlo también contra territorio estadounidense. Se entiende así lo desatinado de la postura de Washington, que pasa por forzar la desnuclearización de Corea del Norte. Alcanzar esta capacidad militar era su objetivo prioritario —por encima, por supuesto, de consideraciones hacia su población civil, por ejemplo— e irrenunciable, y hoy nada puede impedir que se una al selecto concierto de potencias nucleares.
Claro está que esto no es un motivo de celebración: que crezca el número de países con capacidad nuclear militar o que los ya existentes la aumenten no es en ningún caso una buena noticia. Sin embargo, aunque China o Rusia podrían bombardear perfectamente EE. UU., no es algo que deba preocuparnos demasiado a día de hoy; se espera de los líderes de estas potencias que entiendan la catástrofe que resultaría de ello.
Washington debe entenderlo así también con Pyongyang y viceversa, puesto que en realidad, nadie quiere la guerra. Ni Corea del Norte, que sabe que, de atacar primero, sería arrasada por la muy superior respuesta militar estadounidense, ni tampoco Estados Unidos, que sabe que, aunque saliera victorioso, arriesgaría en ello millones de vidas surcoreanas y japonesas, además de la de decenas de miles de ciudadanos estadounidenses que viven en estos dos países —incluidos varias decenas de miles de militares desplegados allí—. Tampoco la quieren Corea del Sur ni Japón, por supuesto, que además dependen de EE. UU. para su defensa; ni tampoco la quiere China, por cierto, puesto que haría desaparecer a un peón clave en sus juegos de poder en la región y aumentaría la influencia de sus adversarios.
Es por ello que en primer lugar impera abandonar la retórica belicista, que solo aumenta la tensión y la posibilidad de que alguien haga algo desafortunado. Por si fuera poco, cada amenaza no cumplida por Washington les resta credibilidad de cara a Pyongyang.
Por otro lado, las sanciones se han probado ineficaces en los últimos años por varias razones: la falta de escrúpulos de los norcoreanos para violar los acuerdos una y otra vez, lo que se explica entendiendo su plan marcado desde hace décadas; la dificultad de encontrar unanimidad en la comunidad internacional de cara a imponerlas —recordemos que China apoyó esta política de sanciones por primera vez hace solo unas pocas semanas, y poniéndose de perfil—, y el hecho de que, incluso cuando se han impuesto, Corea del Norte ha seguido abasteciéndose por vías irregulares como el contrabando.
¿Qué hacer, pues, con Pyongyang? Por encima de todo, conviene hacerles entender y convencernos de que entienden ese delicado baile de la disuasión que ya funciona entre otras potencias nucleares. Debe quedar muy claro para las dos partes que una eventual guerra supondría daños inaceptables para todos.
Ello pasa por un acercamiento diplomático para el cual es imprescindible dar cierta sensación de seguridad a los norcoreanos, es decir, reducir las maniobras militares en la zona y cuidar mucho las manifestaciones belicosas desde Washington. Eso, sin dejar de tranquilizar a surcoreanos y japoneses, preocupados porque el presidente del "America First" pueda ver pocos incentivos en defenderlos. Y todo ello de la mano de China, actor imprescindible en lo concerniente a Corea del Norte. Probablemente lo más acertado sea potenciar las conversaciones entre las dos Coreas como mejor forma de apaciguar los ánimos.
En resumen, despreocúpense: no va a haber guerra nuclear. Y preocúpense también: está por ver si el desnortado gabinete Trump está a la altura de la siempre peligrosa paz nuclear.
El autor forma parte del equipo de El Orden Mundial".