Corbata de esparto
El miedo a la ruina deshace, desde luego, muchas amistades.
Tanto o más que los muertos, me duelen los lisiados, aquellos que, como el albañil de Goya, herido para siempre en el cartón, o el pescador de Sorolla, maltrecho por el mar, vislumbran en sus laceraciones un futuro renco y miserable.
A los accidentes, les hemos dado el nombre de “siniestros”, atribuyéndoles un carácter que no tienen, pues la crueldad y la mirada torcida son, ya se dijo, dudoso privilegio de los humanos; el destino, por el contrario, nos golpea con la indiferencia de un camello ciego (gracias, Borges).
Sabemos que la palabra “siniestro” hace referencia a lo que está al lado izquierdo. La deriva de su significado a lo oscuro y terrible supone otra muestra de lo avezado que es el poder para dirigirnos hasta al hablar. El diablo, al parecer, es zurdo.
Pero, si agria es la pérdida accidental de un miembro o de una función, que la provoque el salvajismo interesado (ni el más loco inicia una guerra sin previsión de beneficios) ha de desquiciar al que dejó su pierna o su vista en el cráter de una bomba.
Nada me impresionó más que la criatura que, cegada tras una explosión propiciada por Pablo Escobar, repetía incansable en la cama del hospital: ”¡Mami, no puedo despertarme!”.
Lo escribió, y me lo ratificó, García Márquez. ¿Vamos a decirle al hombre sin manos, sin casa, sin familia, que la venganza carece de sentido, que solo si dejamos de desear el mal de los otros lograremos avanzar?
Al menos, los que pueden escapar se encuentran con los fogones de José Andrés, en los que borbotea el más honesto y nutritivo guiso. Tan rápido sabe organizarse el buen asturiano (aún mejor persona que cocinero, por difícil que parezca), que estoy seguro de que, exhaustos tras su nomadeo, San José y
María se lo encontraron en el portal de Belén con el cachopo a punto y la sidra fresca.
Una comida modesta, eso sí, que el local aún no tenía estrella.
Pienso también en tantas economías que ya iban justitas y que ahora tiemblan arrasadas por una guerra que no quisieran suya. Quiero decir las de los habitantes de Rumanía, o de Hungría, o de cualquiera de los países europeos que aún denominamos “del Este” con cierta prevención.
Me da lo mismo su balanza de pagos, no los precipicios a los que se asoman sus pobladores, condenados a no ganar más allá de cuatrocientos euros al mes mientras el precio de cualquier artículo crece con la robustez de sus primos alemanes o españoles.
La próxima vez que su chacha eslava (¿que la palabra es ofensiva? No más que el trato que algunas reciben) se guarde los sesenta euros que le dan por seis horas de trabajo a la semana; recuerden que con lo suyo y otras dos casas se pagan un cuarto, la comida, la tarjeta de transporte, y todavía lo estiran para mandar algo a su aldea de origen.
Normal que no fumen. Buena está la hebra para tratar con ella.
Ellos son ya los daños colaterales de esta guerra, y lo eran antes de tantas y tantas situaciones críticas que les han caído sobre las espaldas. Y nunca han aparecido en una estadística.
Tampoco lo harán ahora.
No en vano, algunos de los tiranos de urna atemorizada que campan por allí (¿tengo que decir Orbán?) forman parte del club de admiradores de Putin, aunque el desarrollo de los acontecimientos quizás les lleve a quitar las fotos que empapelan sus dormitorios.
Ellos saben, con Vladimir, que nada esconde la miseria mejor que una bandera y una cuantas soflamas patrióticas.
Y pienso que el nuevo zar (“Tsar” significa padre en ruso) castiga a los que antaño fueron sus hijos por la osadía que tienen de querer irse de casa.
Cioran, rumano, escribió, dijérase que pensando en un tipo tan perverso: “Alguien del que Dios no podría ocuparse sin perder su inocencia”.
Dentro de su megalomanía, Napoleón se preocupó de que la Ilustración avanzara con sus tropas. Salvo la peor versión de la tiranía, ignoro qué llevan los soldados rusos en su mochila.
Y hay un millonario, eso se dice, que, en la mejor tradición del Far West, ha puesto precio a la cabeza de Putin. Una fortuna a cambio de un balazo certero.
El miedo a la ruina deshace, desde luego, muchas amistades.
Si no deseamos la corbata de esparto para Vladimir es porque, como humanos, nada nos es ajeno; tampoco la injusticia del asesinato en diferido y orlado de pompa y boato.
Cierto es que el animal depredador tampoco desea la muerte del herbívoro; la necesita. Y sus ataques se rigen por principios económicos que nuestra inteligencia no ha asimilado.
Un león, que ni siquiera precisa rugir para mostrar su poder, jamás se planteará diezmar inútilmente un rebaño de gacelas para inspirar temor.
Mientras que algunos, acostumbrados a no buscar soluciones sino culpables, se conforman con determinar si Putin y los suyos encarnan lo diestro o lo siniestro y así poder endosárselos al adversario, yo recuerdo aquel proverbio árabe que compara la vida con el filo de un cuchillo: a la izquierda está el infierno.
A la derecha, el infierno.