Controlar lo controlado: Gobierno de los jueces, independencia y democracia
No queremos dejar de plantear que quizá haya llegado el momento de hacer una propuesta de ruptura democrática.
Uno se pierde, no es fácil seguir en esta especie de eterna política del relato digital de qué va esto del tema de la independencia de los jueces. Lo acabamos de ver en EEUU. Estamos hartos de verlo aquí. Los defensores de la independencia judicial respecto de los poderes democráticamente elegidos lo son en tanto en cuanto no se les elige a ellos. En cuanto eso ocurre, el sistema es perfecto. Por el camino, patrimonializan la independencia en la labor de juzgar como si fuera una cosa que les perteneciera y la esgrimen contra su legítimo propietario, el pueblo del que emana la justicia.
Tampoco son, por desgracia, demasiados los casos en los que desde el Gobierno se refuerza la independencia de la justicia y menos los que desde la mayoría legislan en ese sentido, y no es extraño que los pocos que hay, pertenezcan a la intensa y olvidada tradición republicana en España.
“En ningún caso debe restaurarse la antigua involucración del Poder Judicial con el Ejecutivo, de cuya tutela urge por completo emanciparlo, no sólo en el ejercicio de su autoridad, sino también en el nombramiento e investidura de sus representantes”, proponía desde la Gaceta de Madrid, hace ya siglo y medio Nicolás Salmerón, ministro de Justicia durante la primera República, frente a la regia mirada a los jueces como personal al servicio de su Corona, llamando a superar la “triste herencia de la institución monárquica” a fin de que “se cumpla en lo relativo al nombramiento, ascenso, traslación y separación de los funcionarios del Poder judicial, sin el dañoso arbitrio del ministro, y deshacer las ilegalidades que en este punto hayan podido cometer las administraciones anteriores”.
El siglo XX no trajo, como sabemos, precisamente ese deseo. Tras cada “restauración” la justicia fue, si cabe, un poco más dependiente, hasta que hiciera fama la doctrina franquista de que con la ‘Justicia’ no se jugaba a los aperturismos. No se jugó.
A veces decimos que nuestra democracia es heredera del franquismo fruto de una transición. No desde la justicia. Entre los jueces, los magistrados, los fiscales, no hubo herencia básicamente porque nadie “murió”. Se cambiaron los carteles, las banderas, los nombres, pero no la idea de independencia, no el lugar institucional, no el método de elección, no los criterios de ascenso ni -por supuesto- un solo juez se cambió.
Y es verdad que lo importante no son tanto los nombres -¡qué también!-, la ideología -¡qué vaya!- o las relaciones prexistentes con el poder -¡qué importan!-. Pero convengamos en que lo realmente determinante al final son las estructuras y los procedimientos. Las garantías. Y en este sentido hay que convenir que la democracia se calzó sin molestia alguna los zapatos judiciales del franquismo y descubrió -como con tantas otras cosas- que se ajustaban perfectamente al caminar de quienes ostentaban el poder ejecutivo de turno.
La institución judicial franquista se fundamentó en la división entre jueces “especiales”, aquellos dispuestos a mancharse las manos -en este caso de sangre- con la política y los “ordinarios”, aquellos que sin dar un ruido -y mirando para otro lado si fuera preciso- gozarían de todas las prebendas y ninguna responsabilidad social sobre su proceder.
Desde las primeras promociones de jueces -con sus cupos de excombatientes- hasta las últimas -las que han ocupado en nuestra democracia los máximos lugares del escalafón- el franquismo ha inoculado esa “triste herencia monárquica” que decía Salmerón.
En otra “entrega de despachos”, la de la primera promoción después de la victoria de los sublevados en el golpe de estado del general Franco, los nuevos jueces fueron recibidos por parte del nuevo Poder Judicial con mandato claro de establecer su independencia en los límites no de la lealtad a la Ley sino de la fidelidad al poder, de la adhesión a la nueva dictadura. Así se lo recordó el entonces presidente de sala del nuevo Tribunal Supremo: “el juramento que se presta al ingresar en la carrera judicial, no es meramente ritual, sino un juramento de adhesión incondicional al caudillo”. No les costó demasiado. Al fin y al cabo, pasar de un rey a una caudillo o de un caudillo a un rey no resulta tan difícil.
Y recuérdese, dado que vivimos en un mundo sin memoria, la importancia de esa adhesión en medio de la doctrina de la expresa “justicia al revés”, preconizada expresamente por el abogado nazi Ramón Serrano Suñer, muñidor del primer ejecutivo golpista, ministro del Interior y cuñadísimo, que expresamente declaraba leales a los rebeldes a la ley y traidores a quiénes la habían defendido.
Como era de esperar, nadie, desde la judicatura, desde las universidades, desde las familias del franquismo, alzó una palabra para defender la independencia judicial. Los militares hicieron sus procesos militares, los jueces especiales hicieron sus procesos especiales, y los ordinarios sus cosas ordinarias. Juzgar en nombre del poder, para el poder y desde el poder. Y sobre este contexto, es más fácil entender los escándalos, las actitudes y las declaraciones en y tras la ausencia de Su Majestad en la “entrega de los despachos” a esta última promoción.
Ni que decir tiene que todas las normas jurídicas de nuestra historia recogen y recogerán el principio de la independencia judicial. Tan cierto como que desde siempre el poder ejecutivo ha intentado influir en esa independencia. Como pasa con tantas otras cosas, no es que en nuestro país no se han llevado a cabo las batallas correctas. El problema es quién ha acabado ganándolas siempre.
Pero aun así la historia, los pueblos, siguen su difícil camino, avanzando también en la reclamación de sus derechos y libertades. La razón sigue reclamando su derecho y la sociedad comienza a no entender una Justicia que no esté a su servicio, al servicio público de quienes pagan sus togas y su lugar privilegiado. Al fin y al cabo y pese a las derrotas, la visión de progreso, de igualdad y democracia frente al resorte “natural” de los privilegiados también es y será una tensión constante.
Y claro está que son los momentos de crisis institucionales, económicas y sociales donde esos privilegios exigen una más profunda justificación, y se escudriñan, y se contestan. La pulsión transformadora -el hartazgo social- que este país arrastra desde que a finales de la pasada década nos dijeran que teníamos que renunciar al futuro de nuestros jóvenes, de nuestros hijos, de nuestros mayores, para pagar las deudas de nuestros ricos acreedores, nos prestó la fuerza para dotar de sentido histórico a las transformaciones institucionales tantas veces repetidas y olvidadas de nuestro país.
No fueron precisamente los jueces y magistrados, los grandes operadores jurídicos -salvo felices y honrosas excepciones- los que nos acompañaron a acometer estas reformas, a defender un Estado de derecho fuerte, una separación de poderes real, una material legitimación democrática de todos los poderes, la primacía del derecho público en la acción política y el fundamental concepto de servicio público para todas las instituciones públicas.
Está claro que el Consejo General del Poder Judicial no es el “poder judicial” como unos de los poderes del Estado, pero de alguna forma no sólo lo quiere representar (y a veces suplantar) sino que resulta determinante especialmente en el mantenimiento de la escisión de los jueces “especiales”, es decir, de los que aún hoy se van a ocupar de “la política” y, por supuesto, de los políticos, que -desde luego- no pueden estar al margen de la ley.
Y está claro también que el actual sistema de elección no funciona. No debiendo olvidar que la independencia depende en última instancia de quién te cesa y no de quien te nombra, es indiscutible que los partidos en la oposición bloquean los nombramientos esperando llegar al poder y los acuerdos rara vez se producen sino es sobre el sistema de cuotas, defraudando la institución de la mayoría cualificada que debiendo servir para evitar a los perfiles más partisanos, acaba pervertida en un mero juego de mayorías de quien tiene más “de los suyos” en cada momento. Eso sin hablar de los procesos de acceso, la extracción social, el método de ascensos.
Desde un punto de vista pragmático, se puede defender la letra del actual sistema desde 1985 para subrayar perfiles de juristas que hayan demostrado competencia, integridad, solvencia e independencia de criterio conscientes de que, afortunadamente, hay muchos perfiles así. Eso es, por ejemplo, lo que algunos tratamos de impulsar en la anterior legislatura. Era la primera elección del Consejo en un Congreso de los diputados con el bipartidismo roto y entendimos que lo práctico era poner en marcha lo que había interpretado el Tribunal Constitucional al validar aquella reforma: garantizar el pluralismo y el prestigio profesional.
El Partido Popular lo dinamitó. Para la derecha monárquica suponía un cambio de paradigma para el que no estaban todavía preparados. No para atentar contra la reserva espiritual de la judicatura como agente del lado del poder y no de la sociedad.
Y esa posición se mantiene: lo único que cabe hacer con la justicia es esperar que el PSOE vuelva al “consenso” de negociación bipartidista clásica, a los perfiles cómodos, al intercambio de comisarios, a los jueces especiales y al control de togas que tanto daño acaba haciendo a una institución que no solo nos es necesaria sino que además nos pertenece.
El veto a Podemos en la negociación en realidad es el veto a una negociación plural. Y ahí seguimos. Jugando a la hipocresía en el terreno de juego del tacticismo.
Por eso no queremos dejar de plantear que quizá haya llegado el momento de hacer una propuesta de ruptura democrática: Cambiemos la forma de acceso a la carrera judicial para democratizarla, aseguremos la igualdad de oportunidades y acabemos con los oligopolios ideológicos heredados de la dictadura. Elijamos a los miembros del órgano gubernativo de la judicatura por sufragio universal directo y secreto.
Tomemos las medidas para hacer una elección prudente, regulemos el sistema electoral, la forma de financiación de las campañas, obliguemos a la transparencia del discurso y de los apoyos.
Pero liguemos sin miedo, en definitiva, la orientación del servicio público de la justicia a la orientación política de la sociedad. Serán juezas y jueces independientes quienes sepan que no dependen para nada del poder ejecutivo, quienes sepan que no dependen para nada en su carrera de los favores que puedan hacer y recibir, quienes exhiban públicamente sus méritos y su currículum para acceder a puestos de relevancia.
Y sí, sabemos lo que nos van a decir: Que no estamos preparados, los límites de su idea de democracia, que no es propio de nuestra tradición (como si nuestra tradición judicial fuera una joya a preservar), que se puede convertir en una competición en la que gane el más fuerte o el que más dinero le pongan para su campaña. Al final son siempre los mismos argumentos que se han puesto en todos los momentos de la historia contra la democracia, la transparencia y la partición, da igual el ámbito de la propuesta, su lugar geográfico o su momento histórico: “esta institución no os pertenece”.
El lugar de la Justicia como marco de la democracia, como tensión entre el derecho y la representación, como poder independiente frente al poder político y los poderes privados es quizá la nota distintiva de la idea republicana que atraviesa la historia de la libertad de los pueblos desde el inicio de la modernidad. Y es una posición compleja que debe ser metodológicamente encuadrada y regulada dentro de un sistema legal previo y orientado a la libertad y la justicia como valores superiores de su ordenamiento.
Pero la institución sí nos pertenece. A todas y a todos. Es nuestra, está a nuestro servicio, necesitamos que funciones social, económica y también políticamente para regular los abusos y combatir una corrupción deudora de su ineficacia. No hay, quizá, a estas alturas un sistema perfecto. Todo es mejorable, regulable y reformable. Pero si elegimos el camino de la democracia, con sus obstáculos, sus curvas y sus cuestas, al menos sabremos hacia dónde vamos.
El otro, el camino de la obediencia al poder, las cuotas, las intrigas palaciegas, la independencia de las calles, del servicio público, altos funcionarios que en nombre del rey dirimen las cuentas a los poderosos ya está demasiado transitado, hemos ido y hemos vuelto demasiadas veces. Sabemos donde conduce. Si seguimos por ahí está claro que es porque no queremos avanzar.