Contra viento y marea
El sombrero es elegancia, atrevimiento, abrigo y consuelo.
En mi aldea no estaba bien visto que se saliera a la calle con la cabeza descubierta. Mitad superstición, mitad sentido práctico (si no era el sol, era el frío, pero nunca faltaban enemigos para la pelambre), la verdadera señal de que uno había atravesado la niñez y llegaba al terreno de las palabras mayores era el sombrero que le encasquetaban al principio de un determinado verano, porque la canícula traía el crecimiento desmedido y el rastrojo de barba. Tras el sombrero, venían los sorbos de vino y los pitillos, cedidos por el padre, las fiestas de guardar.
Aunque hablar de sombreros puede resultar exagerado. Los mayores podían permitirse, como mucho, un chambergo blando y deslucido a fuerza de estrujarlo entre las manos o de guardarlo en el bolsillo para liar el cuarterón. Los demás nos valíamos de la boina para cualquier ocasión, y solo nos la quitábamos al paso del cura o para darnos un chapuzón en el Gévalo.
Siempre he sido fiel al sombrero. No me importó que en aquel Madrid en el que me dejé caer apenas se vieran por la calle. No tardé en encontrar las sombrererías que resistían en la Plaza Mayor, y que se convirtieron en el escaparate de pastelería al que, goloso y fantasioso, pegaba la nariz. En ellas aprendí palabras más evocadoras que los cuentos de Sherezade: fedora, trilby, porkpie, borsalino, panamá…
Y más de una vez fui insultado por exhibir un sombrero colorido y amplio en medio de la grisura imperante. De maricón p´arriba, que diría un castizo.
Me acordaba, en tan violentos trances, de aquel ominoso anuncio que recogía a la perfección el lodazal en que España se convirtió en 1939: Sombreros Brave. Los rojos no usaban sombrero.
Por suerte, con los años ochenta llegó Indiana Jones y las alas anchas volvieron a conquistar el mundo. La Gran Vía se llenó de arqueólogos valientes y los bares de Malasaña pasaron a ser tabernas del Tibet.
Aunque su fedora no es el tipo que más aprecio. Demasiada ala y demasiada flexibilidad. Prefiero un punto más de rigidez y un punto menos de vuelo. El del aventurero me recuerda demasiado al borsalino (al decir de muchos, ambas palabras designan al mismo sombrero, pero estos suelen ser más anchos, más triangulares y más lacios).
Reservo los panamás para el calor y para el daiquiri que los disipa.
Y guardo como mi mayor tesoro el porkpie color crema con el que asistí a mi primer Derby de Kentucky. También me hubiera gustado traerme alguno de los mint jullep que me ayudaron a jalear al caballo elegido, pero no estuvieron en mi cuerpo ni un segundo más de lo preciso.
Me he permitido el sombrero de copa, estrambótico y excesivo, en alguna fiesta, aunque he cedido al bueno de Sabina la exclusiva del bombín, que en mi cabeza más parece una bombona de gas.
En Londres, el dependiente de una sombrerería se molestó cuando puse en duda la resistencia de la caja en la que iba a empaquetar mi adquisición. Por toda respuesta, tiró la sombrerera al suelo, se subió a ella y comenzó a taconear.
Los mejores sombreros ingleses llevan un hilo invisible que termina en una presilla con la que atarlos discretamente al abrigo. Una hermosa manera de censurar al viento.
Y no quiero olvidar aquella maravillosa conversación que mantuve con los sabios sevillanos Fernández y Roche cuando decidieron abrir tienda (provisional y mágica) de recuerdos y deseos en un piso madrileño. Durante casi una hora estuvimos comparando las diferentes argucias con que Cagney y Bogart vestían sus cabezas, y brindamos por el momento en que Humprey dejaba de ser un mojigato y se transformaba en un lobo con solo bajar el ala y aplastar la copa de su fedora.
El sombrero es elegancia, atrevimiento, abrigo y consuelo. No llego al extremo que traspasaba Dean Martin en Como un torrente, donde ni siquiera la cama del hospital le impedía su uso, pero no entiendo las calles de esta ciudad si el ala ligeramente curvada no las encuadra.
Bien puedo recitar el estribillo de aquella canción que se ha convertido en salmodia: “Donde dejo mi sombrero, ese es mi hogar.”
Salvo que yo no lo dejo en ningún lado.