Conjura en palacio
En 1963, al regreso de un viaje al extranjero por motivos de salud, el entonces rey Saud bin Abdulaziz, segundo hijo de Abdulaziz bin Saud (1876-1953), fundador de la Arabia Saudí moderna, recibió una ingrata -aunque quizá intuida- sorpresa. Aprovechando su ausencia, su hermanastro y príncipe heredero, Faysal bin Abdulaziz, un hombre afamado por su piedad y sus ceñidos lazos con la influyente aristocracia clerical wahabí, había agigantado el desafío que mantenían casi desde la cuna y convencido a la mayoría de sus hermanastros de que había llegado el momento de destronar a un monarca al que culpaban de la profunda crisis económica que la plutocracia petrolera atravesaba en aquellos años de zozobra. A la intriga palaciega, que desembocó en el exilio forzado de Saud un año después, se sumaron los príncipes Fahd, Sultan y Nayaf bin Abdulaziz, máximos representantes de la poderosa rama conocida como "los siete sudairis", hijos todos ellos de Hassa bin Ahmad al Sudairi, favorita del primer rey y madre de la estirpe que desde la década de los setenta controla los resortes políticos y económicos del reino.
Fahd ascendería al trono en 1982, tras el asesinato de Faysal a manos de un príncipe de que ansiaba vengar la muerte de su padre y el breve reinado de Jalid, miembro del poderoso clan Al Jilawi y bruñidor de algunas de las políticas actuales. Sultan y Nayef ya controlan por entonces los ministerios de Defensa e Interior, el llamado "estado profundo", las cloacas en las que se gestaron y alimentaron -aun hoy lo hacen- los grupos salafistas de ideología radical yihadista, como la red terrorista internacional Al Qaida y la organización Estado Islámico, y desde las que se reprimieron en 2011, a sangre y fuego, los esquejes de "primavera árabe" que se intentaron cultivar en uno de los países que con más contumacia viola los derechos humanos. Tras la muerte en 2012 de Nayef -entonces príncipe heredero-, el ministerio de Interior pasó a manos de su hijo Mohamad bin Nayef, desposeído de sus títulos -incluido el de sucesor- el pasado 14 de junio.
La insólita decisión del rey Salam, el último de los hijos del fundador de Arabia Saudí moderna que ostentará la corona, de apartar a su sobrino de 57 años de la sucesión y entregar el futuro de la gerontocracia saudí a su joven y bisoño vástago, el príncipe Mohamad bin Salman, de apenas 31 años, es uno de los episodios más trascendentes ocurridos en Oriente Medio en el inicio de este siglo. Y la maniobra más arriesgada y potencialmente más desestabilizadora ejecutada en el seno de la casa de Al Saud desde el éxito golpe de Estado contra Saud en 1962, por encima incluso del regicidio de Faysal en 1975. Razones políticas y económicas, pero también dinásticas, explican una maquinación emprendida por el actual monarca hace dos años, nada más heredar el poder de Abdulah, el único "no sudairi" que ha gobernado Arabia Saudí en las cuatro últimas décadas. Primero, apartando de la sucesión al entonces príncipe heredero Muqrin bin Abdulaziz, el más joven de los hijos del primer soberano que queda aún vivo. Nacido en 1945 de la 18 esposa de Abdulaziz, una cortesana de origen yemení, Muqrin -piloto de combate- fue designado en 2005 jefe de los servicios de Inteligencia y fue clave en la represión de las protestas que azotaron el reino en el albor de 2011, al socaire de las ahora ajusticiadas "primaveras árabes". Al igual que su hermanastro, el entonces rey Abdalá, que le eligió para el puesto, no pertenece al clan de los "sudairis", que ahora lidera Salman. Como señala el analista norteamericano Bruce Riedel, la caída de Muqrin -opuesto a la guerra en Yemen-, marcó el primer hito histórico de esta aparente conjura: fue el primer príncipe heredero saudí apartado de la línea de sucesión sin tener disminuidas sus facultades.
Y después, socavando paso a paso el poder del segundo obstáculo en disputa, el ahora también depuesto príncipe heredero Mohamad bin Nayef, que se ha resistido a claudicar pese a su frágil salud, deteriorada desde que en 2009 sufriera un fallido intento de asesinato cuando era viceministro de Interior. En estos dos primeros años de reinado, Salman ha creado una estructura superior -el Consejo de Seguridad Nacional- y hurtado al todavía influyente ministerio de Interior una de sus principales prerrogativas: la capacidad de abrir procesos. Además, y en paralelo al golpe definitivo, Salman lanzó la campaña de acoso y descrédito de Qatar, país con el que Bin Nayaf mantenía lazos próximos. La cartera ha quedado en manos ahora de Abdelaziz bin Saud bin Nayef, un miembro de tercera generación de la rama Sudairi, poco influyente y tan inexperto como el nuevo príncipe heredero. Algunos medios han apuntado a esa quebradiza salud como la razón última del ataque de Salman, obsesionado con conservar el poder dentro de su rama. Incluso se han difundido informaciones que aseguraban que el ya desposeído príncipe heredero estuvo ausente del reino casi todo el pasado año -viviendo principalmente en Argelia, enfermo y deprimido-, tiempo en el que desatendió sus obligaciones como ministro. Pero lo cierto es que todo apunta a que su expulsión es una pieza más en la estrategia del actual jerarca para blindar el futuro reinado de su hijo, al que muchos de los príncipes más veteranos observan aún con sospecha.
Esta campaña de imagen saudí promociona el ascenso de Mohamad bin Salman como el audaz y necesario proceso de renovación y rejuvenecimiento de una autocracia dominada hasta la fecha por una estirpe de señores feudales en edad de jubilación. Y trata de presenta al príncipe heredero como un joven moderno, proclive a la apertura cultural y la promotor de la llamada Visión 2030, un programa reformador que pretende trocar el sistema económico del país y desprenderlo de su clientelista dependencia del petróleo. Pero lo cierto es que desde que ha accedido, junto a su padre, a la sala de máquinas de la férula wahabí, su quehacer se resume en una sucesión de decisiones controvertidas, más en la línea del cesarismo tribal de trincheras que en un posible camino hacia la apertura del hermético reino del desierto. La primera de ellas, la guerra en Yemen, una campaña bélica diseñada, entre otras cosas, para elevar el prestigio de un Bin Salman elevado a ministro de Defensa cuyo mérito, a ojos de los críticos, es simplemente ser el hijo predilecto del rey.
A día de hoy, la ofensiva es un fracaso político, económico y militar para Arabia Saudí. Una fuente de problemas para los Bin Salman y un motivo de escarnio y vergüenza para los aliados occidentales de Riad, incluida España, que le proporcionan las armas. Miles de civiles yemeníes han muerto en bombardeos indiscriminados en los que participan los propios príncipes; se ha desatado una epidemia de cólera y escasean los alimentos en uno de los estados ya de por sí más pobres del mundo. Los houtis -miembros de una rama minoritaria- resisten en el norte junto a los seguidores del depuesto presidente Alí Abdula Saleh, armados con misiles que casi a diario penetran en territorio saudí y siembran el pánico entre la población y entre un Ejército de tierra reticentes al combate, pese a que su Gobierno es el segundo importador mundial de armas. En el sur, las fuerzas pro saudíes y emiratíes aún resisten en Adén, pero ya sin la compañía de Abdel Rabu Mansur Hadi, el presidente impuesto por la Casa de Saud tras la revuelta de 2011, ahora refugiado en Riad. Salman ni siquiera ha logrado concitar el apoyo de Pakistán, un viejo aliado evasivo ante la petición de que envíe tropas al avispero yemení.
Críticas similares suscitan su polémica Visión 2030 y la política intervencionista seguida en los últimos dos años en conflictos regionales, como las guerras en Libia y Siria, donde apoya a organizaciones extremistas violentas, caso de la plataforma salafí-wahabí Ahrar Shams. Uno de los pilares estrella de la pretendida reforma económica es abrir al mercado y a la inversión extranjera la joya de la corona saudí: la compañía estatal de petróleo y gas ARAMCO. Distintos asesores han advertido ya del riesgo que podría suponer la entrada en mercados de divisas como Estados Unidos o el Reino Unido, donde hay asociaciones de víctimas del terrorismo deseosas de emprender acciones legales por las supuestas conexiones de los servicios secretos saudíes y de diversas organizaciones religiosas del reino con atentados como el del 11 de Septiembre de 2001. Espantado ante el creciente desinterés de Estados Unidos por el petróleo saudí -cordón umbilical de la relación bilateral- el régimen saudí, y en particular el actual príncipe heredero desde su despacho en el ministerio de Defensa, ha optado por el comercio de armas como sustituto del crudo. Armas que en muchos casos acaban en conductos secundarios -es decir, alimentado otras guerras- o en el mercado negro, del que se nutren los grupos yihadistas. En el terreno político, el cambio de estrategia de Washington frente a Teherán -que el rey Salmán ha perseguido desde que ascendió al trono- amenaza con convertir el tablero sirio-iraquí en el escenario de una guerra total con consecuencias a nivel planetario.
Analistas y expertos coinciden en calificar de acto pirómano final la tercera decisión, que amenaza con incendiar definitivamente la región de la mano de la militariza Administración Trump y de su quimérico deseo de replicar el Oriente Medio polarizado que fomentó en la década de los pasados ochenta el entonces presidente Ronald Reagan. Alumno en algunas de las escuelas militares mas prestigiosas del orbe, uno de los hombres que más han influido en la educación del joven Mohamad bin Salman es Mohamad bin Zayed, actual príncipe heredero de Abu Dhabi, uno de los siete emiratos que conforman la federación de Emiratos Árabes Unidos. Firme defensor de la normalización de lazos comerciales con Israel, Bin Zayed tiene dos fobias, dos obsesiones contra las que lucha desde hace años: el espíritu de cambio de las "primaveras árabes" y el llamado Islam Político, encarnado en las tesis de los Hermanos Musulmanes.
Analistas como David Hearst, antiguo periodista de The Guardian, aseguran que esta aversión a las tesis de la cofradía subyace en la campaña de hostigamiento desatada contra Qatar. El creso emirato es un actor emergente en la zona, asido a la imagen que le concede su célebre televisión por satélite Al Jazeera y sostenido en el poder económico y financiero que le otorga poseer la mayor reserva mundial de gas, compartida con el otro gran enemigo de Riad, el régimen de los ayatolás. En el albor de las primaveras árabes, Doha apostó por respaldar económica y militarmente a grupos vinculados con los Hermanos Musulmanes egipcios, cuya ideología el wahabismo saudí considera su principal enemigo sistémico. El primer asalto del pulso por influir en la región acabó en 2014, año en el que Emiratos y Arabia Saudí optaron por retirar sus embajadores en la capital qatarí. El segundo arrancó hace apenas dos semanas, con la decisión de ambos países de cortar los lazos diplomáticos, aislar el país y presionar a otros estados para que se sumaran a las medidas punitivas bajo el pretexto de que Qatar apoya a los Hermanos Musulmanes, cofradía a la que Riad vincula con el terrorismo. Una operación en la que la monarquía saudí cuenta con el apoyo incondicional de la cúpula religiosa wahabí y que amenaza con disparar el voltaje de una región explosiva. Si una consecuencia real ha tenido la oleada de protestas que en 2011 sacudieron el mundo árabe es la floración de un tercer eje político y diplomático, constituido por Qatar y la islamista Turquía de Recep Tayeb Erdogan, que ha obligado a una reconsideración de las viejas alianzas.
En esta atmósfera de mudanza, una de las preguntas recurrentes es si el novel heredero podrá, llegado el momento, sostener un trono en el que probablemente se sentará -a juzgar por la longevidad de su predecesores y si ningún acontecimiento extraordinario lo impide- cerca de medio siglo. Algunos pequeños detalles, como la fecha elegida para su ascensión, ofrecen indicios sobre su actual fortaleza dentro de la intrigante casa de Saud. El golpe palaciego se ha ejecutado en pleno mes de Ramadán, y la investidura del nuevo príncipe heredero se escenificó en la noche más especial del calendario lunar islámico: la conocida como Leila al Qadar (Noche del Destino), en la que según la tradición comenzó a revelarse el Corán y en la que cualquier plegaria -y por extensión cualquier acto- multiplica por cien su valor a los ojos de Alá. La clave parece estar, sin embargo, en el lapso de tiempo que se consuma antes de que Mohamad Bin Salman sustituya a su padre, aquejado de problemas de salud. A principios de junio, su discurso de bienvenida a Donald Trump, plagado de imprecisiones y palabras ininteligibles, desató las alarmas. Una sucesión temprana, con la conjura palaciega aún reciente, podría agitar una herencia envenenada.