Concepción Figuera o Luis Larmig. Un identidad ocultada
Cada vez toma más fuerza la teoría que afirma que las mujeres estuvieron presentes desde los albores del arte, concretamente en las pinturas rupestres.
En el mundo de la creación existen muchos casos en los que, detrás del reconocimiento, se descubre una identidad diferente a la que parece querer significar su nombre; se trata de la utilización de un seudónimo.
En el caso concreto de las creadoras, sus nombres pueden esconderse tras unas iniciales o adoptar directamente uno masculino, pero también parece curioso que cuando bajo un nombre de varón se encuentra el trabajo de una pareja, generalmente está formada por un hombre y una mujer. En esas circunstancias, el de ella suele terminar olvidado. El razonamiento es bien conocido: la autoría de una mujer devalúa el trabajo.
En el campo de la literatura los ejemplos son bastante conocidos y difundidos. Muchas escritoras se vieron obligadas a la utilización de seudónimos, unas veces escondiendo su identidad para poder ser consideradas en el mundo editorial, y otras a propuesta de la propia editorial para facilitar el éxito de ventas.
A lo largo de la historia existen numerosos ejemplos. Un caso especialmente llamativo fue el de la escritora francesa Aurore Dupin que publicó centenares de libros con el seudónimo George Sand. Pero Aurore fue más allá. Adoptó la vestimenta y la identidad masculinas en las formas, lo cual le permitió circular más libremente y tener acceso a lugares vetados para las mujeres. Uno de los casos recientes más notorios es el de la autora de Harry Potter, que tuvo que publicar con sus iniciales, ya que la editorial Bloomsbury, con la que trabajaba Joanne Rowling, consideraba que los lectores más jóvenes desconfiarían de la credibilidad de un libro firmado por una mujer.
El uso del seudónimo también es común en el mundo masculinizado de las artes visuales, donde las mujeres artistas fueron obligadas a permanecer en el anonimato por imposición, o bien fueron arrinconadas como sujetos pasivos y limitadas a la categoría de modelos o musas. Pese a toda clase de reticencias, cada vez toma más fuerza la teoría que afirma que las mujeres estuvieron presentes desde los albores del arte, concretamente en las pinturas rupestres, ya que la impronta de las manos femeninas es cada vez más incontestable, con el añadido de que pudieron formar grupos, iniciando lo que tradicionalmente conocemos como taller.
Por otra parte, y dando un salto en el tiempo, en el manuscrito iluminado del siglo X, conocido como “El Beato de Gerona”, aparecen los nombres de dos personas ilustradoras: Ende, que se define como “pintora y sierva de Dios” y Emeterio, como “monje y sacerdote”. Cabe recordar que era costumbre medieval citar los nombres en orden decreciente de importancia. Por lo tanto, se puede afirmar que Ende gozó de mayor prestigio, siendo una de las pocas artistas femeninas con nombre en la Edad Media, hasta el punto de poder ser considerada como la primera artista española.
Margaret Keane, debido a su timidez patológica, permitió que durante 12 años cundiera la idea de que los cuadros eran pintados por su marido, ya que los firmaba como Walter Keane. Su extensa producción gozó de un merecido éxito. Tras el divorcio, Margaret reclamó una compensación y la restitución de su autoría, hecho que pudo demostrar fácilmente con una sesión de pintura y que le facilitó, con todo mérito, el sobrenombre de la pintora de los “Ojos grandes (Big eyes)”. Pero hay historias más recientes. Solo por citar una, merece la pena comentar que hace tan solo unos años conocimos que la japonesa Fumiko Neguishi demandó al reconocido artista Antonio de Felipe, tras 13 años pintando muchas de las obras que De Felipe firmó.
En estos momentos, está de actualidad una interesante historia que, hasta hace poco tiempo, había pasado desapercibida para el gran público. En la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1887 un pintor desconocido, Luis Larmig, discípulo de Alejo Vera, se presentó por primera vez con una obra titulada Estudio del Natural, la cual, para sorpresa general, obtuvo una tercera medalla. La obra fue adquirida por el gobierno y en circunstancias normales puede admirarse en el Salón Vergara del Teatro Real de Madrid, formando parte del llamado “Prado disperso”, que es el nombre con el que se conoce la distribución de obras del Museo del Prado en depósito en más de medio millar de instituciones de toda España.
Diez años después de la adquisición de Estudio del natural, la prensa comenzó a desvelar un misterio. La obra había sido realizada, como tantas otras, por la madrileña Concepción Figuera Martínez y Güertero, que firmó durante años con el seudónimo que había utilizado su tío, el malogrado poeta y diputado Luis Antonio Ramírez Martínez y Güertero que se suicidó en 1874. Luis Antonio firmaba sus escritos con el pseudónimo “Larmig”, que corresponde a las iniciales de su nombre completo. Nos encontramos, así, ante un hecho interesante, ya que, tras consultar en varias fuentes los nombres Luis Larmig y Concepción Figuera, aparecen con dos biografías independientes, como si de dos personas diferentes se trataran.
El pasado 30 de marzo, el Museo del Prado debería haber inaugurado la exposición Invitadas. Fragmentos sobre mujeres, ideología y artes plásticas en España (1833-1931), que fue aplazada por la pandemia de la covid-19. No obstante, en la actualidad una enorme lona muestra un fragmento del “Estudio al natural” engalanando la fachada principal del museo, tras la figura de Velázquez. La obra, que ocultó una identidad durante muchos años, luce ahora a tamaño gigante en uno de los escenarios más deseados para artistas de cualquier época. Ahora la imagen de referencia de todo un siglo de pintoras españolas, reconoce públicamente a la pintora con su auténtico nombre y apellido: Concepción Figuera.
Con ocasión del 8 marzo, Día internacional de la mujer, varias trabajadoras de diferentes ámbitos del Museo del Prado rindieron su particular homenaje a la artista decimonónica con el siguiente vídeo: