Con la soja al cuello
La maldad de los avarientos nos niega el futuro a cambio de un poco más de soja con la que alimentar las hamburguesas de todo a un euro.
Este ha sido, sin duda, el verano del fuego. En realidad, todos lo son, pero pareciera que nunca le habíamos dado importancia a los miles de hectáreas quemadas que, antaño, pasaban a ser pesadilla de labriegos, pastores, madereros ...
Total, si el miserable árbol que, para no dejar mal a Casona, sobrevive de pie en el alcorque de la acera, resistiendo como puede la contaminación, las meadas de los perros y las decisiones del alcalde, luce tan fresco y tan molesto a la hora de soltar polen…
Recuerden a quien taló el frondoso y centenario abeto que presidía su jardín, y que, al ser interpelado por los municipales, soltó este hachazo:
-¡Bah! Daba sombra y estaba infestado de ruiseñores…
Pero en este agosto inmisericorde, en el que ni siquiera cedió el calor cuando las granizadas intentaron ahogarnos (claro que, comparado con las Bahamas, lo nuestro fue un buchito), nos tropezamos con tres palabras que nos hicieron temblar como si Hacienda nos hubiera quitado los calzones: la Amazonía arde.
La selva, convertida en un infierno digno de la cámara de Sebastiao Salgado.
No sólo la jungla brasileña; también Siberia (y yo que suponía que allí sólo ardía el vodka en las gargantas) se ha roto en humo y en brasas estériles. África, Malasia, las ya clásicas fumarolas de California (coherentes con un presidente que echa chispas), y, especialmente dramático, el que ha arrasado Gran Canaria (¿a qué sabe el gofio ahumado amasado con lágrimas?).
Más allá del drama humano de quienes lo pierden todo y de aquellos que se juegan la vida para contener la hecatombe, y por más desolador que resulte un paisaje quemado, quizás podamos tranquilizarnos pensando que la naturaleza ha aprendido a reencontrarse consigo misma cuando las llamas se extinguen y vuelve la lluvia, y el otoño y la vida continúan.
La cuestión es si nosotros tenemos sitio en la nueva población de las tierras abrasadas.
No pude reprimir las lágrimas, en Galicia, hace unos años, cuando desde la autopista pude contemplar, en medio de un mar de cenizas, las cornamentas chamuscadas de ciervos y corzos que no huyeron a tiempo. Y poco me consoló pensar que los entrometidos eucaliptos, más cantosos en el paisaje de Cunqueiro que una parabólica en la muralla de Lugo, cederían su sitio usurpado a la vegetación autóctona.
En mi aldea no había verano sin su “rosa roja”, para biendecirlo con Kipling, con la gran diferencia de que aquellos jamás eran intencionados. A veces, bastaba con que el rayo caprichoso, tras desnudar un alcornoque, siguiera jugando con su serpentina de llamas por el feraz paisaje. El viento hacía el resto.
Naturalmente, no faltaban “Celtas” mal apagados, o negligencias como ésta que aún chisporrotea en mi memoria:
Debía de ser un festivo (Santiago, digamos) y bien se ocupaban el cura y los civiles de que no trabajara ni Dios para asistir al sacrificio de la misa. Como no había más cosas que sacrificar (los corderos eran ajenos, las gallinas contadas y el guarro escuálido a la espera de su San Martín), mi padre y algún que otro vecino, descolgaron sus escopetas y liberaron los perros.
Los zarzales que circundaban el huerto eran tan tupidos que no penetraban su espinosa maraña ni los ladridos de los chuchos. Mi tío, rascándose la boina, dijo en mala hora: “¿Y si les damos yesca?”. Y, sin más preámbulos, arrimó el mechero.
Ni él ni yo sabíamos el poder de combustión de las zarzas, que se incineraron como la bíblica. En un santiamén, el fuego fue casi tan rápido como los conejos en evadirse. Por más que intentamos disuadir a las llamas a golpe de jara verde, su voracidad era imparable.
A resguardo del huerto había tres corchos de abejas que, encabronadas por el calor, se vengaban en nuestra enrojecida y acalorada piel con más inquina que la de Rumasa ante Boyer.
A la desesperada, mi padre disparó reiteradamente al aire, lo que, unido a la columna de humo, fue suficiente mensaje para que acudieran los vecinos, todos, con sus grandes escobas (en los pueblos, la gente, ignoraba la palabra “solidaridad” pero la practicaba).
Ya fue tarde. El huerto (tomateras, patatas, pepinos, judías verdes, pimientos, berenjenas…) pasó a mejor vida. Y las zarzamoras asadas no tienen el menor interés culinario, se lo aseguro.
Aún más bárbaro lo que recientemente me relató un carnicero asturiano con perfecta impunidad, reconociendo, y ufanándose de ello, que él, en los albores del verano y para proteger su cosecha de patatas y cebollas, nada más llegar al pueblo “daba chispa” a lo que circundaba su parcela, a sabiendas de que el jabalí no sale a terreno abierto ni aunque le atenace el hambre o le persiga una jauría.
Sentenció Borges, cuando ya no veía, que nadie puede dejar de mirar el chisporroteo, la trémula llama y la brasa hipnotizadora sin un asombro antiguo.
El fuego es destructor y creador. Nos entrega la ceniza y el barro vuelto cerámica; asa las carnes con la misma indiferencia con la que mata rebaños. Tan sólo la maldad de los avarientos nos niega el futuro a cambio de un poco más de soja con la que alimentar las hamburguesas de todo a un euro.
Nada bueno cabe esperar de quienes especulan con la comida. Ni de los retrógrados fascistas (disculpen el pleonasmo) que achacan los incendios en Brasil a una conjura marxista, mientras los indígenas, auténticos dueños de la tierra, se quedan con la soja al cuello.
Más nos vale ser optimistas como mi colega Dabiz Muñoz, que ha escogido este año abrasador para publicitar un helado con frambuesa, chile y pétalos de rosa. Antes se agotarán los bosques del mundo que su imaginación.
Aunque me pregunto, teniendo en cuenta la belleza incandescente de su mujer, si no sería más lógico que anunciara barras de hielo.
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