Con la música a otra parte
Un pícaro entre partituras que escuchaba lo que nadie era capaz de escuchar en las imágenes silenciosas.
Dejó anotado un crítico que Sergio Leone se paseaba por el Festival de Venecia con el aire condescendiente de quien siente que la historia del cine le debe algo. Y no le faltaban motivos para mostrar semejante actitud. Más allá de sus desquiciados movimientos circulares, de los planos cerrados a cal y canto, de su confusión entre crepuscular y mugriento (pecados de los que haría penitencia en la maravillosa, aunque excesiva Érase una vez en América), los que pagamos con dinero, tiempo y agujetas culeras por ver una película, le debemos a Ennio Morricone. No nos habría faltado su música, pero sin el relieve que el director dio a la banda sonora, ni la libertad que entregó a su amigo del colegio, me temo que apenas habríamos vislumbrado una fracción de una de las mayores potencias creativas de los últimos cien años.
Así lo veo, así lo siento yo, melómano de Villaconejos.
Ennio Morricone ha muerto a los noventa y uno, debido a las complicaciones que sufrió tras una caída en la que se rompió el fémur.
Tan atareado ando que hasta hoy no me he enterado de la noticia. Atado a los fogones como un ermitaño (más cerca de Fernando Fernán Gómez en El anacoreta que de Claudio Brook en Simón del desierto, ese récord del morro -pues mucho hace falta para presentar una película inconclusa. ¿Se imaginan publicar El viejo y el mar hasta la página treinta y siete, digamos?) apenas leo los periódicos, consciente de que solo lo ilegible sucede.
Repaso su vida (que no repetiré aquí. En este mismo medio pueden encontrar crónicas mucho más atinadas y hermosas que la que yo pudiera pergeñar) y encuentro al infante romano excepcionalmente dotado para la música, ingenuo y malévolo a la vez, fullero y elegante (como siempre son los romanos. Se cuenta que Rómulo y Remo cuando crecieron mataron a la loba a palos y se la comieron), un pícaro entre partituras que escuchaba lo que nadie era capaz de escuchar en las imágenes silenciosas.
Y pienso que, curiosamente, la banda sonora de su vida debiera haberla compuesto Nino Rota, el músico que más sabía de carcajadas tristes.
Cada composición de Morricone recorría su correspondiente película buscando las historias paralelas a la historia. Si en El bueno, el feo y el malo convocaba al pasado de los tres duelistas, en La misión hallaba la claridad de la derrota, la calidez del fin.
Nunca hemos sentido el poderoso juego de reflejos en el que nos enredamos desde el patio de butacas como cuando la crueldad se muestra en un simple silbido, la despedida en una guitarra rasgada y el valor en una nota de trompeta.
Yo, que no saco más provecho de mis orejas que sujeción para la mascarilla (cuando me la quito me encuentro en el espejo a Arias Navarro), he bebido la música de Morricone larga y tranquilamente, como hay que dar cuenta de las mejores botellas de barolo. Cuando haya olvidado travellings, panorámicas, tiroteos y hasta los ardorosos besos que el cura me robó (sí, también a mí. Especialmente a mí) seguiré asistiendo a la hermosa ceremonia de verdades ocultas y sentimientos rotos que es cada una de sus obras.
Incluso me permití celebrar sus noventa cumpleaños con un texto que publiqué en este rincón y cuyo enlace les dejo aquí, antes de irme con la música a otra parte.