Con el tiempo, sí, todo se va

Con el tiempo, sí, todo se va

Ella me prestó dos discos y yo tres casetes. Para los dos, la música era un elemento imprescindible en nuestras vidas. Teníamos quince años. Ella acababa de regresar al pueblo, mis padres habían comprado un poco antes una casa cerca. Los suyos fueron emigrantes en Francia, trabajaron mucho. El padre, creo, en el campo. La madre había llegado a ser cocinera con una familia adinerada. Ella se desenvolvía mal en un español gutural que me recordaba al de algunos humoristas cuando imitaban a los turistas. Yo quería estudiar francés como mis amigas de clase, casi las únicas que tenía en todo el instituto. Era un idioma mucho más intelectual que el inglés, dónde iba a parar, y yo quería ser escritor.

La noche que nos conocimos todo el mundo bailaba Ma baker de BoneyM. El dueño del local aseguraba que era una discoteca, pero la gente que se reunía allí dos domingos sabía que antes había sido un almacén, sin ventanas, umbrío. En aquella España de 1977, cuando todo parecía que se iba a venir abajo de un momento a otro, los cafés de la mañana y los chatos de vino no dejaban apenas ganancia. Al Paco se le ocurrió que con una mano de pintura su viejo tocadiscos, los pilotos traseros de un R4 y una espesa cortina en la puerta, el trastero se podía transformar en un garito para los pocos jóvenes que no se habían ido a la mili, a la vendimia o a la universidad. Y lo fue. Ni siquiera tuvo tiempo de ponerle un nombre. Para la clientela, Lo de Paco o, simplemente, Pacoones, como se conocía al tabernero en la zona, era un buen sitio donde quedar.

Por allí me debí dejar caer una tarde de otoño, con los primeros fríos, aburrido de pasar las horas muertas en mi dormitorio escuchando Rockolection de Laurent Voulzy, Cuéntame de The Manhattan Transfer o un disco muy apagado y serio con las primeras grabaciones de Joan Baez. Sí, estaba harto de leer a Gloria Fuertes y a Umbral, de no hablar con nadie, de no tener un amigo cerca. No conocía a nadie en el pueblo. Di unas cuantas vueltas por las calles y, sin pensármelo dos veces, entré en Lo de Paco. Tampoco hay sitio aquí para mi, pensé. Los muchachos estaban pegados a la radio, ellas se arremolinaban en una o dos mesas y las parejas ocupaban el resto de la barra. Escuché la música que llegaba del fondo. Pedí un cubalibre y un paquete de Ducados y aparté la cortina.

Ella bailaba con sus primas, yo me movía con dificultad. Llevaba una trenza alrededor de la cabeza, como un turbante, y unas llamativas gafas redondas, parecidas a las de Rosa León. Antes de que Paco le diera la vuelta al elepé, ya estábamos hablando. Yo no conocía ninguna de las películas que había visto, ni a los actores que nombraba ni mucho menos los programas de televisión con los que se entretenía. Ella llamaba liceo al instituto, no tenía mucho interés en aprender a conducir y le aburría, o al menos ahora me lo parece, montar en bicicleta. Por ahí debimos enredarnos en una conversación que no continuó el domingo siguiente porque, cuando volví al sitio de moda, me contaron que su padre había muerto esa semana. Las primas estaban consternadas: el hombre se deja la piel en Francia con el sueño de montar un negocio en el pueblo y nada más regresar muere en un accidente de tráfico.

Durante algún tiempo nos limitamos a dar paseos por el pueblo. Ahí fue cuando empezamos a hablar de música y a sentirnos cerca, mucho más que al bailar los temas lentos en Lo de Paco. Ella tarareó Que reste t’ill de nos amours que cantaba un tipo del que no había oído hablar nunca, Mouloudji, y yo comencé a darle la tabarra con Mari Trini, que en esa época había publicado Te quiero con locura. Ella aseguró que era una versión de un artista francés llamado Serge Lama, del que en las tiendas de discos no tenían ni idea, y prefería Non, je ne regrette rien por Edith Piaf antes que la versión renovada de mi cantante favorita. A los dos nos encantaba Jacques Brel, aunque yo me emocionara con La chanson des vieux amants y ella con Le plat pays

Una tarde nos invitó a mi hermana y a mí a merendar en su casa. La madre preparó una cosa que nos pareció deliciosa, una raclette de queso, y unos sándwiches rellenos de algo muy rico. Ella me prestó dos discos pequeños que todavía conservo. El de Julio Iglesias tenía una cara B con mucha garra: Dicen. Con el tiempo, descubrí que la letra era de Cecilia. El otro no dejé de escucharlo mañana y tarde: La nuit, de Leo Ferré. Con su caligrafía redondita, ella me apuntó en una hoja la traducción.

El verano que tuve mi primer coche fuimos a la playa los tres, mi hermana, ella y yo. Intento recordar el viaje y se me encoge de nuevo el estómago al entrar en la curva cerrada que daba paso a un valle de naranjos. Ella llevaba sobre la falda el cassette con los éxitos del momento que había grabado de la radio la tarde antes. Entre risas, seguíamos el estribillo de Don Diablo, de Miguel Bosé, de Chiquitita, de los ABBA y, por supuesto, de Estoy bailando, de aquellas hermanas italianas, las Goggi. Nos acogieron con todo el cariño unas amigas lesbianas. Ella se intoxicó con algo que comió y volvimos entre vómitos y diarreas para llevarla a toda prisa al hospital. Para que se entretuviera, le dejé tres de mis cintas: Amor de medianoche, de Cecilia, ¿Quién?, de Mari Trini y Nacha de noche, de Nacha Guevara.

Aquél otoño, llegamos los dos a la facultad. En la cafetería hablábamos de Cortázar, de Marsé y de Carmen Martín Gaite, íbamos al teatro, dábamos paseos. Nos gustaba matar el tiempo juntos  entre la confidencia y la camaradería, entre la ternura y la complicidad. Sin otras pretensiones. En enero, cumplí los dieciocho. A la fiesta no vino casi nadie, sólo ellas y sus primas. Intentamos copiar la recetas de los sándwiches que había preparado su madre tiempo atrás. Antes de la tarta, quisieron que dijera algo. Supongo que pensaban que contaría algún chiste pero, no se por qué, cuando iba a hablar me embargó una pena inmensa. “Igual nos cambia la vida, igual no nos volvemos a ver -empecé a decirles-, todo pasa deprisa, quién sabe dónde estaremos…”. Por fortuna, no dejaron que terminara la frase.

Ella se alegró de verme y yo la noté cambiada. Hacía tiempo que vivía fuera de mi ciudad, tenía un hijo y me dedicaba al periodismo. Mi hermana me contó que se casaba y que le haría ilusión que fuéramos. Nos plantamos en el pueblo a tiempo de ver a los novios salir de la iglesia. Cruzamos unas palabras en la plaza. Preparaba oposiciones, su marido era funcionario, seguramente los mandarían destinados lejos. Tengo que devolverte las cintas, dijo. Y yo los discos, respondí. Sé que alguna vez preguntó por mí, que quiso mandarme un mensaje cuando escuchó que había muerto mi padre. Sentí mucha pena al enterarme que la suya padecía alzhéimer. Esta semana una de sus primas llamó a mi hermana, le contó que ella había muerto, el cáncer se la había llevado muy joven. Alguien les había dicho que he publicado un libro y al parecer les hacía ilusión que escribiera algo sobre ella. Algo bonito, insistió, sobre nuestra juventud y los felices que éramos.

No, no se me ha ocurrido nada. Sólo he buscado una canción. Quizás a ella le gustaría escucharla en la voz de Leo Ferre. Yo, ahora, prefiero la de Mari Trini. Avec le temps, va, tout s’en va… Sí, con el tiempo, todo, todo se va.

MOSTRAR BIOGRAFíA

Miguel Fernández (Granada, 1962) ejerce el periodismo desde hace más de treinta y cinco años. Con 'Yestergay' (2003), obtuvo el Premio Odisea de novela. Patricio Población, el protagonista de esta historia, reaparecería en Nunca le cuentes nada a nadie (2005). Es también autor de 'La vida es el precio, el libro de memorias de Amparo Muñoz', de las colecciones de relatos 'Trátame bien' (2000), 'La pereza de los días' (2005) y 'Todas las promesas de mi amor se irán contigo', y de distintos libros de gastronomía, como 'Buen provecho' (1999) o '¿A qué sabe el amor?' (2007).