Como la espiga después de la siega
Quieren enfrentarnos contra nuestros hermanos. Quieren.
Dicen que la sangre huele a metal. Que lo último a lo que se enfrenta uno en esta vida es a una especie de nebulosa que huele a pólvora, mientras que los oídos dejan de resonar y retumba en tu interior el ansia, la sequedad, el aire que se precipita sobre tu garganta. No podrás articular ni una palabra. Permanecerá congelado el tiempo. Mientras mantienes el control, mientras haces un reseteo de todo lo que sucede a tu alrededor. Pasarás lista y pensarás: Ok. Puedo moverme, ok. Buscarás la verticalidad. Intentarás retomar la dirección del abismo. El norte. La exactitud. El saberte vivo.
Quieren enfrentarnos contra nuestra misma sangre: la humanidad. Quieren.
Dicen que el olor de la sangre no se olvida tan fácilmente. Lo mantienes entre los labios. Tragas y sientes el mercurio en el metal. Sientes cómo te cercena las sienes. Las mandíbulas. El estómago. Mientras decides cuál va hacer el próximo movimiento -no llores, madre, volveré, piensas-. Aunque en verdad no lo creas.
Quieren el conflicto. La muerte. La devastación. Quieren.
Nos quieren como la espiga, después de la siega. Depositados en el suelo, en el hueco, en el ataúd. Nosotros somos su moneda de cambio. El precio que hay que pagar, para que algunos sigan manteniendo su nivel de vida. Mientras que en otros campos, en otros territorios, en otros lugares son las vidas de los otros las que se van, las que se ejecutan, las que se eliminan.
Quieren la confrontación. Las manos en alto. La vuelta de la cal en las cunetas. La división de los hermanos. Las muertes de nuestros hijos. En ellos están el pan de su mesa. La zozobra nuestra. Nuestra rendición. Somos la pasta, la estirpe, la raza que sanarán sus heridas.
Su único objetivo: quebrantar a su rival, suprimir a su oponente, eliminar el obstáculo. No dudarán en utilizar la mentira, la persecución, la persuasión, la patraña. El enfrentamiento, primero, será verbal, para lograr así el motivo o la razón que motivará la confrontación.
Sólo admito un único conflicto: el del yo. El del yo en Mi mayor; el del ego, el del yo contra el propio yo. El del hombre contra el propio hombre. Íntimo, secreto. Donde poder expiar nuestros pecados. Donde poder redimir nuestra soledad y nuestro dolor. Con el íntimo deber de respondernos a nosotros mismos y a nadie más. Donde no hay lugar para dos, ni tres. Donde honestamente nos presentamos ante nosotros, al único culpable oficial de nuestras derrotas. Pero no contra tuya, amigo, hermano, compañero mío. No contra el pueblo, ni contra las ciudades. No contra los países o contra las naciones. Aquí no existe ni un solo lugar donde poder odiarnos y alzar las manos los unos en contra los otros. No contra ti, amigo. Tú, que empuñas la amistad y la concordia, la hermandad y la humanidad, como quien proclama el pan para sus hijos. Tú, hermano y hermana mía, sangre de mi sangre, cuerpo de mi cuerpo. Tú, amor, con los mismos que emprendimos este viaje hace tiempo, después de todo lo ocurrido, después de todo lo pasado. Pues en nosotros está esta hogaza de pan con la que poder uncir nuestra hambre. Tú, amigo y compañero, que siempre blandiste la paz para nuestras agónicas banderas. Tú, que siempre estuviste a nuestro lado cuando más te necesitábamos.
No olvides, compañera y compañero mío, que quieren enfrentarnos contra nuestros mismos semejantes y que el precio será nuestras vidas, nuestra sangre. Para no terminar aprendiendo que no, que no valió la pena, que nada ni nadie vale la pena. Que nunca existirá un ser humano encima de nadie, ni nadie encima de ningún otro ser humano.