Cómo hemos cambiado: lo que separa a un español medio de 1920 de otro de 2020
La esperanza de vida se ha duplicado y la fecundidad se ha dividido por tres. Se ha estrechado la brecha entre campo y ciudad, y entre hombres y mujeres, pero no hay igualdad real.
Faustino Serrano nació en 1921 en un pequeño pueblo de Ciudad Real, empezó a trabajar con su padre cuando todavía no había cumplido los 6 años haciendo ‘piconcillo’ (carbón menudo para los braseros), a los 18 años se fue a la mili, con 28 se casó, al año siguiente tuvo una hija, se quedó viudo con 33.
Dos años después, se casó con otra mujer de su pueblo, Rufina Amores, que, a sus 28 años, también se había quedado viuda. Según su libro de familia, Faustino era jornalero y Rufina se dedicaba a “sus labores”. Juntos tuvieron un hijo y una hija, y más adelante dos nietas y dos nietos. Faustino se jubiló con 65 años y murió a punto de cumplir los 88 en el mismo pueblo que le vio nacer.
Faustino era el mayor de seis hermanos. Cuando él nació, el índice de fecundidad por mujer era de casi cinco hijos y la esperanza de vida en España rondaba los 40 años. A lo largo de su vida, la primera cifra se hizo tres veces más pequeña y la segunda, dos veces mayor. Faustino sólo salió una vez del país, y fue para hacer la mili en Marruecos, cuando todavía estaba bajo protectorado español; en cambio, pudo conocer España, y el mar, gracias a los viajes del Imserso.
“Hace un siglo, los desplazamientos eran mínimos. La gente solía morirse en el lugar donde había nacido”, explica Jaume Claret, doctor en Historia y profesor de los Estudios de Artes y Humanidades de la UOC. “Tu mundo se reducía a allí donde podías desplazarte a pie”, apunta.
Cuando Faustino ya era mayor y tenía que coger el autobús o montarse en un coche para recorrer los 17 kilómetros que separan a su pueblo de Ciudad Real capital, seguía diciendo que ese día iba “de viaje”.
Sus nietos ya no asemejan ese trayecto a “irse de viaje”. Ellos, que han vivido tanto en el pueblo como en la ciudad, no han notado la brecha entre lo rural y lo urbano de la misma manera que sus abuelos.
“Hace cien años, había muchas más diferencias entre el campo y la ciudad”, señala Jaume Claret. “Es cuando las tareas del campo se empiezan a mecanizar, pero hay muchas zonas donde este trabajo no está todavía mecanizado. En el centro y el sur de España, los latifundios funcionan con mucha mano de obra, que se contrata por temporadas. Y hay hambre. Es una época de hambre”, afirma.
“Mientras las ciudades se estaban modernizando y urbanizando, si te desplazabas 300 kilómetros, en el campo la gente seguía viviendo como habían vivido sus antepasados: con técnicas agrarias atrasadas, poco acceso a la propiedad, muchísimos hijos, falta de acceso a la educación. Los índices de analfabetismo en España eran de los mayores de toda Europa”, expone el historiador. A principios del siglo XX, aproximadamente el 64% de la población española era analfabeta; el porcentaje superaba el 70% en el caso de las mujeres.
Si Faustino hubiera nacido mujer, su vida habría sido muy diferente. “Hace un siglo, los derechos de la mujer eran casi nulos”, explica Jaume Claret. “No eran sujetos de derecho, no tuvieron derecho a voto hasta 1933, y su presencia pública era anecdótica. La vida de la mujer siempre estaba sometida a la voluntad del hombre, primero su padre y después su marido”, recuerda el historiador.
En los pueblos, las mujeres trabajaban en el campo y en la casa; en las ciudades algunas sí tenían trabajos remunerados, principalmente en fábricas, pero cobraban menos que sus compañeros masculinos porque los empresarios consideraban que el sueldo de la mujer era “un complemento”.
A día de hoy, la brecha salarial sigue siendo una realidad, aunque alejada de la de hace cien años. Según los últimos datos de 2017 del Instituto Nacional de Estadística (INE), las mujeres en España cobran un 21% menos que los hombres. Los datos de Eurostat de 2018 son algo más ‘generosos’, y sitúan esa brecha en el 14%, un panorama que se replica en toda Europa, donde se calcula que, de media, las mujeres cobran un 15,7% menos que los hombres.
Y, sin embargo, “las mujeres tienen en la actualidad un nivel educativo superior al de los hombres” en España, recuerda la socióloga del CSIC Teresa Castro. “En cuestión de educación, y por tanto de expectativas laborales, las mujeres no sólo se han igualado sino que han superado a los hombres”, señala.
Faustino aprendió a leer y a escribir gracias a que de pequeño pudo ir por las noches a la escuela. En su pueblo, Alcolea de Calatrava, se había establecido un máximo de 36 niños y de 20 niñas por clase, respectivamente, a raíz de la epidemia de sarampión sufrida en 1908 y 1911, que llevó a las autoridades a cerrar las escuelas una temporada.
Con hasta 70 niños y 60 niñas matriculados y unas aulas muy precarias, era imposible mantener esa reducción de ratio, “así que se establece media hora de ejercicio en el exterior para permitir que se ventilen las aulas”, se explica en el libro Legados de la Tierra. Alcolea: Historia en imágenes (1870-1939).
Salvando las distancias, recuerda a lo vivido en 2020 en todo el mundo por la pandemia de coronavirus, que también provocó el cierre de escuelas, y luego una reapertura escalonada en la que la ventilación de las aulas ha cobrado protagonismo.
El historiador Jaume Claret explica que este no es el único paralelismo entre la España de 1920 y la de 2020. La crisis económica es otra similitud. Durante la Primera Guerra Mundial (1914-1918) España se convirtió en país exportador, ya que se había mantenido neutral en la contienda y carecía de competidores, pues el resto de potencias europeas estaban en guerra. El problema viene cuando esta se acaba.
“España sufre una contracción económica bastante importante, hay despidos masivos, cierres de fábricas, se dan momentos de mayor conflictividad…”, enumera Claret. Es entonces cuando se origina la primera oleada de migración del campo a las ciudades, pero al mismo tiempo tiene lugar el fenómeno contrario debido a la epidemia de gripe, algo que también resuena en este 2020.
Entre 1918 y 1920 tiene lugar una pandemia de gripe de origen estadounidense —aunque conocida como ‘española’—, que golpea sobre todo a las grandes ciudades. “Esto provoca cierta huida hacia el campo o hacia las segundas residencias por parte de las clases adineradas, las que se lo pueden permitir”, apunta el historiador, que lo asemeja a aquellas personas que durante la pandemia actual se han podido permitir teletrabajar o han decidido aislarse en su segunda residencia.
“La diferencia es que hace un siglo la fractura social era mucho más marcada, y no había una clase media. Tampoco existía el estado de bienestar, no había una mínima cobertura social, derecho a paro o a jubilación. La gente o trabajaba o no comía”, explica Claret.
Precisamente la comida era donde iba a parar la mayor parte del salario. “Hace un siglo la gente destinaba aproximadamente un 40% de su sueldo a la alimentación”, cuenta el historiador. Y esto, pese a que la dieta era mucho más limitada que ahora, y basada principalmente en pan, tubérculos y legumbres, con poco producto fresco.
“En esa época era habitual que se produjeran motines por la subida del pan, porque una subida ligera del precio de la harina provocaba hambre”, apunta Claret. “La gente vivía al día. De hecho, los sueldos no se pagaban al mes, sino a la semana. Normalmente la gente funcionaba porque tenía una tienda de confianza que le fiaba y, al final de la semana, la persona pagaba la deuda que había acumulado”, añade.
Ahora lo que más cuesta no es comer, sino poder hacerlo bajo un techo que no sea el de tus padres. De media, los jóvenes españoles abandonan la casa familiar con 29 años, ocho años más tarde que sus colegas suecos. Para una persona de menos de 30 años, alquilar una vivienda supone destinar el 90% de su sueldo, según el último informe del Observatorio de Emancipación del Consejo de la Juventud de España. La opción de compra es casi una quimera.
De ahí que, en España, tan sólo el 18,7% de la población de entre 16 y 29 años resida fuera del hogar familiar, cuando a esa edad lo más probable es que nuestros abuelos, o incluso nuestros padres, ya estuvieran casados y con algún hijo. De los ‘afortunados’ que pueden emanciparse en la actualidad, sólo el 17,4% vive solo; el resto tiene que compartir piso.
La periodista Noemí López Trujillo es una de esas ‘superafortunadas’. “Vivo sola en un piso de treinta y cinco metros cuadrados por el que pago 575 euros sin gastos. Casi el 40% de mi sueldo. Soy una privilegiada porque tengo una nómina. Aunque mi contrato de trabajo, por obra y servicio, acaba en dos meses y no sé si me renovarán”, escribe en su libro El vientre vacío. Relato de una generación precaria y sin hijos (Capitán Swing).
“La única puerta de mi piso es la de entrada y la que separa el baño del resto de la casa. Cocina, comedor y habitación son prácticamente un espacio único donde las estancias están divididas de manera imaginaria. Apilo los libros que voy acumulando en la mesa donde también como, ceno, veo series y escribo este libro. [...] Si no puedo hacer la compra para más de dos días porque no tengo espacio donde guardar los alimentos, ¿dónde pondría las cosas del bebé?”, plantea López Trujillo.
Su pregunta no es casual. El bebé que menciona no ha sido concebido (todavía), pero sí está en sus pensamientos a futuro, en sus miedos y en sus anhelos. La precariedad juvenil actual va íntimamente ligada a otro de los aspectos que más han cambiado en el último siglo en España: la natalidad. Actualmente la tasa de fecundidad en España se sitúa en 1,23 hijos por mujer, la más baja desde 2001 y una de las más bajas del mundo.
“Hace un siglo había una base tremenda de nacimientos en la pirámide poblacional; ahora se ha producido una especie de pirámide invertida, con la forma más bien de una peonza”, ilustra Jaume Claret. Y esto se debe a varios motivos.
Por un lado, a medida que las sociedades van avanzando tiende a disminuir la cantidad de hijos que se tienen. “En el largo plazo, el desarrollo económico y educativo de la mujer lleva a un descenso de la fecundidad en todo el mundo; es una tendencia normal, que se acentúa sobre todo a partir de los años 60, con la aparición de los métodos anticonceptivos modernos, que a España llegan casi dos décadas después”, explica la demógrafa Teresa Castro. Es entonces cuando se empieza a tener “un control sobre la reproducción”.
La paradoja, comenta Castro, es que “antes se tenían más hijos de los deseados, y ahora se tienen menos de los que se desean”. “Las razones son diferentes, pero principalmente se debe a la precariedad laboral, que lleva a las parejas, o a las mujeres, a retrasar mucho el tener hijos”, razona. A veces hasta que ya es demasiado tarde.
¿Qué diferencia a España del resto de países? “Su mercado laboral, que es muy precario, un alto índice de paro juvenil y falta de conciliación”, responde Teresa Castro. Entre los problemas para conciliar se incluyen la falta de ayudas sociales para el cuidado infantil y una desigualdad de género todavía muy pronunciada, por la que la mujer sigue principalmente haciéndose cargo de los hijos, y por la que le cuesta compatibilizar su carrera profesional con la maternidad, enumera la experta.
Entre 1960 y 1970, el índice de fecundidad se mantuvo cerca de 2,9 hijos por mujer en España. Entre 1970 y 1980, cae seis décimas, de 2,8 a 2,2 hijos. Diez años después, en 1990, la fecundidad baja otras ocho décimas, hasta 1,4 hijos por mujer. Si ahora se mantiene en 1,23 y no más baja es en buena medida gracias a la inmigración que recibe el país. En 2019, uno de cada cuatro nacimientos en España fue de madre extranjera.
“Desde los años 70 ha habido pequeñas subidas y bajadas. Pero cuando llega la crisis de 2008, la fecundidad vuelve a caer y no se recupera. A pesar de que, en teoría, el país salió de la crisis, la fecundidad no se recuperó. Fue algo más que un retraso de nacimientos”, afirma Castro.
En España, sólo cuatro de cada diez jóvenes de entre 16 y 29 años trabaja. El 46% está inactivo y el 12,9%, en paro, según datos del Observatorio de Emancipación del Consejo de la Juventud de España. Pero, además, uno de cada cinco jóvenes de los que sí tienen trabajo está en riesgo de pobreza y exclusión social, y más del 55% tiene contratos temporales.
“Ahora mismo no podemos proyectarnos a largo plazo, porque como no tenemos una estructura mínima asegurada, no podemos pensar más allá de cumplir la semana de trabajo y que no nos despidan dentro de seis meses”, sostiene Noemí López Trujillo. “Esto condiciona mucho las decisiones de la persona”.
El escenario actual de pandemia tampoco hace presagiar nada bueno en un futuro próximo. “A la incertidumbre económica se suma ahora la incertidumbre sanitaria. En países que elaboran informes mensuales sobre la natalidad se ha visto que con la pandemia ha descendido un 15%. La gente lo ha puesto en standby, ya sea como un retraso temporal o indefinido”, describe Teresa Castro. “Lo más seguro es que haya otra bajada importante de la natalidad. Y ya se encadenan dos crisis”, augura la demógrafa.
Al margen de este panorama de precariedad, López Trujillo alude a una “ruptura de expectativas” entre generaciones. Con ello se refiere a que los jóvenes de ahora no buscan en la vida lo mismo que buscaban sus padres, y mucho menos sus abuelos. Por tanto esperan a tener cubiertos unos estándares básicos en la vida antes de lanzarse a tener hijos, y además esperan poder ofrecer a sus hijos algo más de lo que ellos tuvieron, del mismo modo que hicieron sus padres con ellos.
“Es cierto que nuestras madres y nuestras abuelas salían adelante como podían y seguían teniendo hijos. Pero también es cierto que nuestras expectativas son diferentes. No es que vivamos peor que nuestros padres, es que vivimos muy mal en relación a lo que ellos han peleado para que nuestras expectativas, nuestra idea de bienestar, pudiese mejorar. E igual que yo aspiro a vivir mejor que mis padres, también aspiro a que si un día tengo hijos puedan vivir mejor que yo”, señala la autora del ensayo El vientre vacío.
De los hijos de Faustino Serrano, ninguno llegó a la universidad, pero antes de cumplir la mayoría de edad ya trabajaban. Tres de sus cuatro nietos sí han estudiado en la universidad, aunque encontrar trabajo les ha costado bastante más. Ninguno de ellos, de edades entre los 23 y los 32 años, tiene hijos.