Cómo es en realidad ayunar durante el Ramadán
Son las tres de la madrugada. Estoy a punto de engullir suficiente proteína para resistir una maratón. No obstante, la medida de mi éxito no la dictarán los kilómetros, sino si seré capaz de pasar las siguientes 17 horas sin comer, sin beber y sin maldecir al conductor de delante.
El Ramadán puede llegar a ser muy exigente en el aspecto físico, agotador en el emocional y abrumador en el mental. Es un duro entrenamiento durante todo un mes para el cuerpo, la mente y el alma. Los artículos de recetas para un suhoor saludable ―probablemente escritos antes de los días de ayuno― son útiles. Lo que no es útil son las noticias sobre los deportistas profesionales musulmanes que logran entrenar, competir y ganar habiendo dormido poco y sin reponer agua, cargados de energía solo mediante la fe. ¿Es eso humano siquiera?
En los últimos años, como editora digital, siempre aviso a mi equipo cuando se acerca la fecha del Ramadán. La energía que transmito en la voz por esos 30 días en los que los musulmanes como yo ayunamos desde el amanecer hasta el anochecer no es de emoción. Sino de temor inminente. Estaré más irritable, y no habrá concesiones respecto a las exigencias de los proyectos o a las fechas límite. Los días de gratificante paciencia, con tentempiés y sorbos de agua durante las reuniones, con cuidado de no decir nada demasiado precipitado, están contados. Mi energía está a punto de convertirse en un producto básico muy limitado, como la batería del móvil: cada paso, cada decisión o palabra pronunciada me van dejando vacía.
Llevo más de 25 años ayunando y aún no he experimentado el ayuno más duro. Ya es muy duro, y durante los últimos años ha sido aún más complicado, y no porque me esté haciendo mayor. El calendario islámico se rige por el ciclo lunar, lo que significa que el Ramadán empieza 10 días antes cada año. En los buenos tiempos en los que el Ramadán se hacía durante el invierno (hace 15 años), los días eran más cortos y el tiempo para comer, mayor. Mis amigos y yo solíamos terminar el ayuno al llegar a casa del colegio, íbamos a la mezquita y después nos reuníamos para tomar el postre con tiempo suficiente para relajarnos y hacer la digestión.
Ahora intento comprimir la comida, el sueño y la oración en las pocas horas que hay entre la puesta del sol y el amanecer en pleno verano. Mi estrategia ahora consiste en moverme lo menos posible y tomar decisiones crudas y utilitarias como: "¿Empiezo antes mi turno de trabajo para poder irme a casa y dormir?" o "¿Me echo la siesta antes de ir a casa o me arriesgo a quedarme dormida durante los 40 minutos que tardo en llegar?". Tras dos semanas de Ramadán estoy con la energía bajo mínimos y solo concibo ponerme a cocinar recetas de dos pasos: descongelar y comer. Mis conversaciones con Dios ya parecen algo más de este estilo: "Dios mío, ¿me estás tomando el pelo?".
Tengo amigos que empiezan a desengancharse del café semanas antes de que empiece el ayuno para prevenir los dolores de cabeza y la ansiedad por la abstinencia de la cafeína. Otros ayunan durante medio día o incluso durante un día a la semana para acostumbrarse a funcionar con muy poca comida. Sinceramente, no sé cómo superan este mes los fumadores. Deben llegar a un estado de yogui o de ayuno zen que desconocemos las personas que, como yo, somos incapaces de pasar más de una hora sin comer chocolate.
En Internet he encontrado algunos trucos útiles (como las semillas de chía para mantenerte hidratado o tomar Midol para una liberación paulatina de cafeína) y otros no tan útiles (como ponerte pimienta de cayena bajo los orificios nasales para curar los dolores de cabeza o no ir al baño por la mañana para hacer creer al organismo que estás lleno).
Pero, ¿por qué hacemos ―yo y los otros 3,4 millones de musulmanes que viven en Estados Unidos [1,8 millones en España]― el ayuno durante el Ramadán si se sufre tanto? La respuesta breve es que eso es lo que hacemos los musulmanes. Es uno de los cinco pilares de nuestra religión, junto con la profesión de fe en Dios y en el profeta Mahoma, la oración cinco veces al día, la donación del 2,5% de nuestra riqueza a la caridad y la peregrinación a la Meca.
También porque ayunar voluntariamente durante el Ramadán nos ayuda a apreciar nuestras riquezas y a sentir empatía por las personas que tienen que ayunar no por voluntad propia.
Podría considerarse algo extremo, pero me he dado cuenta de que una de las virtudes del Ramadán es que es uno de los pocos actos de adoración que suceden enteramente entre Dios y yo. Podría tomarme a escondidas un pastelito y nadie se daría cuenta ni le importaría. Cada acción, pensamiento y palabra está guiado por un sentido superior de conciencia de que Dios está siempre ahí, algo a lo que nosotros, los musulmanes, estamos muy acostumbrados.
El Ramadán es duro, como debe ser. Pone a prueba cada pedacito de mi paciencia y de mi sentido de supervivencia al tiempo que intento encontrar oportunidades de ser mejor persona. Estar sin comer y sin beber hace que la vida parezca melaza. Las horas se ralentizan; pensar, motivarte y tener paciencia suponen un esfuerzo. Noto el hambre en los huesos, en el cerebro y en el cuerpo. Sin embargo, la verdadera empatía es complicada de obtener y más difícil de retener, aunque trates de ponerte en la piel de otra persona. Aunque logre arrastrarme hasta el final de este mes, cada año siento que entre que ayuno con mis amigos y combato a mi yo interior gruñona, fracaso a la hora de darme cuenta de lo afortunada que soy realmente.
Este blog fue publicado originalmente en el 'HuffPost' Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.