Cien años
Cien años. Cien años de espacio y distancia para la memoria de la Gran Guerra y de la Revolución Rusa de 1917. Numerosos medios académicos han dedicado últimamente estudios voluminosos para examinarla, en su impacto y en sus efectos, en el contexto de otras grandes revoluciones de la historia contemporánea, como la francesa (1789-1799) o la china (1925-1949).
Los viejos dogmas de la doctrina estalinista sobre el "partido de los bolcheviques" (derivación, por cierto, del partido Socialdemócrata Ruso fundado en 1895) han sido luego reemplazados por el estudio de las causas de la desintegración de la sociedad estamental rusa o el papel de los militares en el desastre ruso en el curso de la I guerra Mundial. Los debates ahora reabiertos abordan cuestiones clave, tales como la aportación de la Revolución a Rusia y al mundo, y el coste de largo alcance de ese experimento social.
Con todo, lo razonable ahora es dejar ese debate a la historiografía especializada, para centrarnos, en cambio, en su proyección sobre el auge del populismo en la Europa de hoy, y en sus corrosivas consecuencias para el proyecto europeo.
En la dramática historia europea, esa fuerza desatada e irrefrenable del populismo guió, innumerables veces, a delirantes visionarios que condujeron a Europa a sus peores cataclismos en la primera mitad del siglo XX: los populismos rusos (naródniki) fueron también precursores de las agitaciones que allanaron el camino a la Revolución de Octubre.
En el Parlamento Europeo he explicado muchas veces mi honda preocupación por la deriva fascistizante que muchos europeístas entrevemos en la proliferación de episodios de odio y hostigamiento, acoso, violencia y discriminación contra categorías enteras de personas previamente señaladas como "diferentes" al resto. Son erupciones regresivas que vienen abriéndose paso a lo largo y ancho de la UE, y que victimizan, frecuentemente, a las personas y colectivos más vulnerables de nuestra sociedad como es el caso de los "pobres", las minorías, los refugiados y migrantes.
Suenan todas las alarmas ante el rebrote de signos de intolerancia y de negación virulenta de la dignidad de los "otros" y de las diferencias en particulares segmentos de sociedades complejas en cada Estado miembro de una UE que solo se fundamenta y explica como civilización en Derecho y valores democráticos compartidos.
Lo hemos visto con el Brexit. Y lo hemos visto agravado, últimamente, a resultas de la situación en Cataluña, donde el nacionalismo y el populismo se abrazan; y lo hacen, por cierto, al calor de la proliferación de las llamadas "fake news", noticias falsas fabricadas masivamente, cómo no -"desde Rusia" o "desde Venezuela"- con el declarado objetivo de fomentar la división y la fractura en Europa y socavar la estabilidad en los EE.MM y, consiguientemente, minar el proyecto europeo y la integración de la UE.
Cien años después de 1917, un fantasma recorre Europa. Pero no es el fantasma del comunismo del Manifiesto de Marx que inspiró a los bolcheviques. Es el fantasma del populismo, a menudo teñido de nacionalismo reaccionario. Lo que, por cierto, nos recuerda algunas lecciones importantes.
La primera es que nunca ningún derecho ni ninguna libertad están conquistados para siempre. Tampoco en la Unión Europea.
La segunda, que es una triste paradoja mantener la resistencia a un régimen fenecido resucitando sus fantasmas. Y eso le puede pasar a quien mantenga una retórica antisoviética o antirrusa imitando al régimen de Putin, o al que mantenga una retórica antifascista o antifranquista ¡cuarenta y dos años después de muerto Franco! mientras practica desde alguna instancia de poder político una restricción del pluralismo, de las libertades, o una negación de las diferencias y del derecho a convivir bajo la ley y el Derecho, rompiendo el Estado de Derecho. Como ha sucedido en Cataluña bajo la irresponsable deriva hacia la frustración que ha surfeado el delirio de la DUI del Govern de Puigdemont.
De modo que lo más importante, si es que hay una lección, es que nada hay tan antieuropeo como la negación del Derecho como técnica de resolución pacífica de conflictos y como conquista democrática de la civilización.
En el Parlamento Europeo lo he sostenido muchas veces. Respondiendo a convicciones. Pero también a innegables y aleccionadoras evidencias de la historia: ninguna conquista de la libertad ni de la igual dignidad está asentada para siempre. Todas son frágiles, y todas deben ser preservadas activa y militantemente contra la tentación de la involución regresiva que nos atenaza en cualquier curva del camino y ante cualquier revés, infligido en cualquier parte, contra la igual libertad y dignidad de las personas en una sociedad abierta.
Cualquier concesión a la estigmatización y/o a la humillación que conduce al desprecio o al odio a la diversidad en una sociedad abierta es el principio del fin. Principio de la pendiente por la que rebrota el espectro de la fascistización.