Cervantes, Felipe II y la posverdad
En su Cervantes y los casticismos españoles, Américo Castro ilustró con esta sentencia la discriminación de casta en la España en que vivió Cervantes. Castro mezcló esta discriminación con la segmentación estamental, cuando el caballero le dice a su escudero: "Haz gala, Sancho, de la humildad de tu linaje, y no te desprecies de decir que vienes de labradores" (El Quijote, II, 42).
Pero solo el filtro de ser cristiano viejo, y no judío converso ni morisco, es propiamente una discriminación de casta, ya que la condición de labrador, y en general la de dedicarse o provenir de linaje dedicado a lo que entonces se denominaban "oficios viles", era en realidad la forma de segmentación propia de una sociedad en la que cada grupo social (aristócratas-hidalgos, clérigos y pecheros) permanecía anclado sin movilidad alguna en el cumplimiento de las grandes funciones sociales asignadas a cada estamento: defensa-gobierno, religión y producción.
Lo que sucede es que frecuentemente lo uno y lo otro se mezclaba, y también la condición de quien no había sido procreado en legítimo matrimonio, que se aducía igualmente por Chanfalla como impedimento para poder ver las maravillas de su retablo (privilegio reservado exclusivamente al linaje de los pata negra, por así decir).
A Sancho no le faltaban las enjundias de cristiano viejo ni de hijo legítimo, pero provenir de linaje de labradores se venía considerando desde Carlos V como impedimento para acceder al gobierno, aunque don Quijote no respetara tampoco esa convención —siendo muy probablemente él mismo de linaje impuro—, porque "la virtud vale por sí sola lo que la sangre no vale". De ahí que, en la novela, Sancho pudiera ir a gobernar su ínsula, contra todo lo que se estilaba en la época.
El del casticismo es precisamente uno de los objetos de la gran parodia que se contiene en buena parte de las novelas ejemplares y, sobre todo, en El Quijote. No podía ser menos, viniendo de alguien cuyo abuelo y bisabuelo maternos habían muerto en 1520 y 1521 probablemente como líderes de la sublevación de los comuneros en Maqueda y en Arganda —vale decir que eran cristianos nuevos, al igual que buena parte de los líderes de la primera revolución nacional de Europa, estudiada por José Antonio Maravall—. Esto es algo cuidadosamente ocultado por los panegiristas de un Cervantes a quien se ha querido hacer prototipo de la ortodoxia. ¿Y qué decir de la filiación legítima, si tanto su prima Martina como su sobrina Constanza o su hija Isabel no lo eran, algo que nadie ha podido ocultar?
El otro gran objeto de su magna parodia es obviamente la locura de una monarquía y de unos dirigentes que pretendieron imponer a todo el orbe cristiano el ideario de un mundo medieval completamente fenecido, como hace el caballero manchego exigiendo a todos los contendientes imaginarios a quienes derrota que vayan a rendir pleitesía a su idolatrada Dulcinea, de quien Cide Hamete Benengeli se encarga de afirmar, en nota al margen, que fue la mujer que "tuvo la mejor mano para salar puercos de toda la Mancha". ¿No es esto un trasunto de la pretensión de los Austrias de imponer a sangre y fuego en toda Europa el dogma de la Inmaculada?
Cervantes eligió el estilo burlesco —como han hecho después los críticos del poder totalitario — para dar rienda suelta al profundo disgusto que le producía la sociedad en que vivía. Y cabe afirmar que lo hizo con gran maestría, pues no consta que tuviera problemas con la censura, que en su tiempo no solo utilizaba el lápiz sino herramientas algo más contundentes, como los quemaderos de la Inquisición.
El maestro Maravall me desaconsejó que tratara de hacer una obra académica sobre la mentalidad de Cervantes como tesis de doctorado: "Si él tenía ideas erasmistas y rechazaba la política belicista de intolerancia religiosa y la discriminación de castas, como establecieron Marcel Bataillon y Américo Castro, así como la sociedad estamental, como yo pienso —me dijo—, se cuidaría muy mucho de afirmarlo abiertamente para no incurrir en la persecución de los inquisidores ni sufrir la discriminación a que se veía sometida la gente de sangre impura. De modo que, para demostrar su tesis, usted tendría que interpretar los textos de Cervantes en segundo o tercer grado y les será muy fácil a los académicos apologistas de la España imperial descalificar su trabajo diciendo que sus interpretaciones son arbitrarias, del mismo modo que tratan de hacer con mi obra. Por eso es preferible que lo escriba en forma de novela, de modo que, cuando le critiquen por hablar de cosas inventadas, usted pueda decir que eso es precisamente lo que se espera de una obra de ficción. Además, si hace algo coherente, instructivo y ameno, poco importarán esas críticas porque sus lectores lo apreciarán y su objetivo quedará cumplido".
Siguiendo su consejo, acabo de presentar la novela Cerbantes en la casa de Éboli. Ciertamente, en la etapa de formación a que se refiere esta obra, el joven Cervantes apenas tiene que acudir al estilo irónico y guasón que desarrollará más tarde como disfraz para su crítica. En cambio, quien acude constantemente a todos los medios de encubrimiento mendaz para ejecutar sus propósitos más inconfesables es Felipe II. Eso es lo que hizo al ejecutar al barón de Montigni —legado de los flamencos y hermano del conde Horn—, dándole garrote pero simulando que su muerte fue natural (algo que sabemos porque excepcionalmente el propio rey se vio obligado a contárselo a Alba). Todo hace pensar que eso es lo que hizo también con el juicio sumarísimo y la ejecución del príncipe don Carlos, y parece que algo así ocurrió con don Juan de Austria, según los últimos papeles descubiertos por Geoffrey Parker.
Probablemente todo ello es la punta del iceberg de las actuaciones de un rey absoluto que no contó con el más mínimo contrapeso y solo permitió que llegara hasta nosotros aquello que le convenía, destruyendo todo lo demás, convirtiéndose así en el primer gran creador de posverdades. No obstante, sus panegiristas siguen exigiendo a los estudiosos que hagan exclusivamente una interpretación literal de los textos que nos legó (o sea: que Montigni murió de una calentura, don Carlos de una indigestión y don Juan de Austria de tifus). En una novela inglesa de no hace mucho, la interpretación estrictamente literal de las cosas producía hilaridad.
En mi novela, yo me he permitido poner también en duda, por inconsistente, la imputación de que la causa de la huida de Cervantes a Italia fue haber causado heridas en un duelo a Antonio de Sigura, personaje al servicio del rey. Ese es el nudo con que se arma el suspense de los últimos capítulos. Deshacerlo exigirá esperar a la segunda parte del manuscrito de Orán, que contiene la autobiografía de Cervantes.