Cecina de la leche
Rememorando el queso y la hogaza que Sancho pidió como pago tras gobernar una ínsula.
Charles de Gaulle, golpeando la mesa con el puño y el techo con su cabeza de águila, exclamó que era imposible gobernar un país con 400 variedades de queso. Habida cuenta que en España tenemos más de 200 reconocidos, y algunos maravillosos que escapan a cualquier control, no es difícil entender el gallinero de la campaña electoral.
Sirva lo anterior para la ingobernable Italia. Quien no haya levitado con lascas de parmesano escoltadas por el fálico pimentero y el lujurioso aceite, se ha perdido un anticipo de la gloria. Hace algunos años, durante la última crisis, el parmesano, como el chocolate de los aztecas, fue aval bancario. Y, sin sustanciales diferencias, este se ha mantenido en el podio desde mediado el siglo XIII hasta la mesa actual.
Me llenó de felicidad que Giovanni Bocaccio alimentara al Decamerón con una montaña de parmesano rallado en la que se empanaban (más bien se enquesaban) macarrones y raviolis. Sin duda, los paisanos del florentino sabían llevar mejor que nosotros el confinamiento. Amén de comer como príncipes en la lujuriosa pradera y de espaldas a la ciudad amortajada, follaban a granel.
Aunque la añoranza se va siempre a mi tierra para rememorar el medio queso y la hogaza que Sancho pide como pago tras gobernar una ínsula. Conozco muy bien la sensación de arañar esquirlas con la cabritera y pellizcar la apelmazada miga bajo una encina de movediza sombra.
Gloriosos se me antojan los de cabra olvidados en aceite, que dejan en el paladar un rastro untuoso y picante. Para revivirlo, bastará con mercar un queso, no muy curado, de cabra que, cubierto con aceite de oliva, su regia hojita de laurel, un romero en su mejor tarde y un brindis de tomillo, dejaremos macerar en lugar fresco durante no menos de tres meses.
Ocioso recordarles que el aceite, generoso para cubrirlo a conciencia, ya solo sirve para sumergir el siguiente. El queso, como los amores adolescentes o las vacunas, deja en él una marca imperecedera.
Procure que en su variada tabla convivan geografías, cuernos, mugidos y balidos. Sume a los dos citados un cremoso queso de oveja del Macizo Central, vecino del roquefort (L´Encalat se me antoja insuperable). Y que no falte el alimonado, fresco y barato de Arzúa, melancólico como Rosalía y soñador como Cunqueiro.
El ilustre especialista Enric Canut (un brindis por él y força al apellido) lo incluyó entre sus favoritos. Cremosa joya del paisaje de doña Emilia que, cuando los maizales escuchan el reloj del cuco y amarillean los grelos, alcanza su plenitud gracias a los haces de estos que rumian las vacas.
Probada está la incidencia de los pastos en el sabor del queso. Aquellos, magníficos, que se obtienen de las ovejas o cabras que pastaron el ralo barbecho de Las Pedroñeras, al menos cuando tiernos, dejan en las papilas una plegaria de ajo.
No es necesario arruinarse con los aristocráticos de leche azul. Un buen cabrales o un picón de Tresviso pueden medirse con los mitificados roquefort, stilton, gorgonzola… e incluso con los impagables gamonedos, adorados en Asturias Patria Querida, pero más imprevisibles que un serón de melones.
Y de entre los raciales de Idiazábal, suelo decantarme por los no ahumados, que me permiten gozar a fondo de la oveja latxa. Aunque me consta que esta, y en aras de la rentabilidad, va siendo reemplazada por ovinas germano-israelíes con unas tetas como la estanquera de Amarcord.
Vale la pena acercarse a los variados quesos canarios, especialmente a algunos de producción exigua que deben su peculiar bouquet al aroma de las hojas de chumbera que incineran para ahumarlos.
Peculiares, también ahumados y magníficos, ciertos majoreros. En Fuerteventura aún quedan rebaños, y es plausible que se elaboren con leche de cabra autóctona. Antaño, ante la agresiva acidez de estos, que el pimentón no disimulaba, malicié una posible mezcla de cabra y legionario.
Mención y hueco en su plato merecen los payoyos, tan de moda, hijos de la serranía de Cádiz, de cabras payoyas y de una ancestral sabiduría.
Y cuanto lamento que la torta del Casar (ese agrietado “brie” de oveja), haya ido perdiendo protagonismo en la última década; me pregunto si ocurrirá lo mismo con el aún más sutil da Serra da Estrela. Puede que en su declive haya incidido la extinción de muchos rebaños de merinas, o su aroma abrupto y penetrante que arrugaba la nariz de los melindrosos.
Omito, por obvios, los excelentes manchegos, que acariciaron las abnegadas manos de Aldonza y perviven en nuestra memoria. Pensaba malgastar estos folios con los lobos de la política y he acabado sesteando en la majada, entre desvalidos corderos.
A medida que voy tecleando, se me vienen a la cabeza centenares de quesos que me han hecho feliz en distendidas meriendas. Al contrario que los franceses, la mayoría de los nuestros, asumámoslo, son más propicios para el bocado entre horas que para el postre.
Con respecto a la bebida, defiendo la costumbre gabacha de acompañar los delicados y cremosos de corteza blanda con vinos blancos de buena crianza. Para el resto, benditos sean los tintos ligeros y los grandiosos jerezanos: palos cortados, amontillados, olorosos… incluso el cream casa bien con los azules (agridulce, delicioso e insuperable el sanluqueño Pérez Portales).
Quevedo, patrón de los dinamiteros, abominaba de Góngora y del estilo culterano. Aunque a mí, herético que a veces sazono con filigranas del cordobés, el tropo que nombra al queso “cecina de la leche” me embelesó la primera vez que lo leí y aún me mantiene cautivo. Su reverso, la blasfemia exacta y desagradable del antropólogo Marvin Harris: secreciones rancias de glándulas mamarias.
En cuanto a la gresca que aturde el redil de la política, quiero agradecer a sus protagonistas el homenaje que le están haciendo a Berlanga en su centenario. Supongo que el valenciano estará descojonándose mientras, sobre el ataúd, merma un queso de cabra de la sierra de Espadán a la sombra de una botella de monastrell.