Cartillas de racionamiento
Durante estas semanas los medios de comunicación, tertulianos, prescriptores de opinión, han estado zahiriendo a la izquierda.
El pasado sábado celebramos el 30 aniversario de la caída del Muro de Berlín. Los medios de comunicación se llenaron de artículos conmemorativos, piezas históricas y declaraciones de políticos acerca del significado de la efeméride. A mi juicio, las más interesantes obras periodísticas se centraban en los testimonios de los protagonistas y, de ellas, destacaría aquellas que presentaban un amplio mosaico de subjetividades. Esas últimas ayudaban a hacerse una idea de cuál era el estado de ánimo con el que se vivió en Alemania de Este el suceso y cuál es en este momento.
Del momento de la caída era difícil encontrar alguna declaración que no expresara emoción y esperanza por el futuro. Daba igual si quien aportaba su testimonio estaba en ese momento en la infancia, si se trataba de una activista pro democracia o de si, incluso, se era un guardia del Muro -quién sabe el grado de veracidad de lo expresado por cada cual o, incluso, de la autoenmienda que el tiempo ha ido haciendo con los propios sentimientos-.
Pero lo que verdaderamente llamaba la atención es la perspectiva crítica, casi unánime también, con respecto a lo que vino el día después y a la situación actual de la sociedad de la antigua Alemania Oriental. Todos hablaban de decepción, desarraigo y desigualdad; de cómo una cultura sustentada en unos determinados principios -por más que su aplicación práctica produjera un opresivo sistema totalitario- se esfumaron de la noche a la mañana sin más opción que abrazar la identidad desarrollada por sus hermanos occidentales y, en muchos casos, ajena a su escala de valores más íntima. La unificación no solo fue una enmienda a la totalidad de sus últimos 40 años, sino que además supuso un desembarco de las élites políticas, académicas y económicas occidentales en las estructuras de la antigua RDA. La caída del Telón de Acero propició que unos ilusionados alemanes orientales ocuparan las calles de su antiguo enemigo capitalista, solo para constatar cómo algunos de los occidentales se burlaban de sus estrafalarios atuendos y les llamaban “Ossis”. Poco importa que los fríos datos muestren que la diferencia Oeste-Este se haya ido atemperando con el paso de los años y además bastante rápido. La sensación que expresa una mayoría de testimonios es la de ser unos ciudadanos de segunda en su propio país.
Algunas de las reflexiones se detenían en señalar que es en este contexto en el que la extrema derecha ha ocupado el espacio en Alemania Oriental. En medio de una sociedad con sensación de desarraigo, con malestar ante el presente y poca confianza en el futuro, con el sentir de haber sido víctimas de una gestión injusta de la unificación en la que poco pudieron decidir, la extrema derecha aparece ofreciendo un discurso que pone el acento en exactamente eso. Frente al capitalismo occidental, ombliguismo proteccionista (conectando, paradójicamente con los rescoldos del socialismo “real”). Frente a los valores cosmopolitas con los que Alemania Federal decora su frontispicio, vuelta a la tribu/nación. Frente al complejo de inferioridad, orgullo de ser alemanes -y además más alemanes que los de un Oeste salpicado por la interculturalidad-. La razón, la argumentación, los datos no son partes relevantes de la ecuación. La ultraderecha es un estado de ánimo, es el soma con el que te evades de la realidad.
Este domingo se celebraron en España las elecciones generales y éstas arrojaron un gran resultado para nuestra extrema derecha patria, haciendo saltar todas las alarmas de las cabeceras de opinión. Y con razón, por más que la buena noticia sea la conformación de un pacto de gobierno progresista y ello nos dé tiempo para atacar este problema con más reflexión que reacción. Confieso que se me saltó la risa con la valoración del partido ultra ante el anuncio de este nuevo gobierno. Nuestro Martínez el Facha particular afirmaba que el acuerdo de las izquierdas iba a devolver las cartillas de racionamiento a los hogares españoles. Y digo que se me saltaba la risa, pero no tanto por la barrabasada en sí, sino pensando en todos aquellos que pretenden combatir a los ultras a través de fact checks y demás herramientas de control de la veracidad de sus propuestas. Y ojo, no digo que no haya que hacerlo, todo lo contrario, y es de valorar quien se toma la molestia cívica de hacerlo. Solo digo que no pidamos peras al olmo. No nos confundamos, la extrema derecha, también aquí, es un estado de ánimo y es ahí donde hay que centrar el esfuerzo y/o, al menos, no cometer errores.
Durante estas semanas los medios de comunicación, tertulianos, prescriptores de opinión, han estado zahiriendo a la izquierda -y un poco menos a la derecha, por más que los verdaderos responsables de la inmoral normalización ultra, haya sido suya-, porque ésta ha sido incapaz de combatir el discurso extremista durante la campaña electoral. Y seguro que tienen razón. Pero también se agradecería, para variar, autorreflexión sobre el papel del periodismo en toda esta cuestión.
Las mismas voces que pedían que Pedro Sánchez poco menos que desmontara al conducator hispano en mitad de un debate electoral, son las mismas que se dedicaron a airear a los cuatro vientos que “el ganador” del debate había sido este último; y lo repitieron machaconamente desde entonces y, además, adelantaron que ello les haría reforzarse electoralmente.
Los mismos medios que se aproximaron a las algaradas callejeras de Barcelona como en un Gran Hermano diario, con periodistas en directo parapetados tras sus cascos; los mismos que adelantaron que eso daba alas a la extrema derecha y que ello les reforzaría de cara a las elecciones.
Los mismos medios que alimentaron un discurso antipolítico y antipolíticos en los últimos meses, sobre todo relacionándolo con la frustración por unas nuevas elecciones -tampoco digo que no tengan que ser duros, solo digo que evitando las generalizaciones y el caldo gordo-; los mismos que avanzaron cada día, desde el principio, que estas nuevas elecciones reforzarían a la extrema derecha. Toda una profecía auto cumplida.
No hace falta un esfuerzo intelectual severo para desmontar la mayoría de patochadas paranoicas e inmorales que sueltan los corifeos extremistas. Pero no se trata de eso.
La ultraderecha es un estado de ánimo.