Capitanes intrépidos
Nada había más lejano que Lisboa.
(Álvaro Muñoz)
Era jueves.
Antes de que la radio diera la primera noticia (inútilmente disfrazada de liviandad, arrojada al fondo de los boletines con la absurda esperanza de que los oídos la desechasen), las llamadas por teléfono acabaron con la madrugada y encendieron las cafeteras. Tras décadas saliendo el sol sobre una península oscura, aquel veinticinco de abril refulgió la noche como ninguno de mi generación habíamos visto jamás.
Dos días después, mi hermano Senén y yo nos subimos al Ford (que casualmente era Fiesta) y enfilamos la carretera de Badajoz. El tráfico hacia Portugal se había desbocado en una inabarcable hilera de canciones, fanfarrias de claxon y saludos puño en alto de ventanilla a ventanilla.
Recuerdo la mirada perpleja de los guardiaciviles de la frontera; alguno iniciaba una mueca torcida y meneaba la cabeza, quizás queriéndonos decir que disfrutáramos del espectáculo y que nos olvidásemos de verlo en casa.
Tardamos casi doce horas en llegar a Lisboa. Cruzamos el puente (que aún exhibía el infame nombre de Salazar) agotados, un poco borrachos por las copas con las que habíamos amortiguado el dolor de los asientos, sueltos por el luctuoso café de las gasolineras y excitados por el aire en el que se arracimaban la sal marina y la libertad.
En una taberna cercana al Tajo corrió el vino verde y menudearon las sardinas y las almejas al cilantro. Pasamos la madrugada contemplando el estuario copado por los buques de la Armada Portuguesa. En algún momento saqué la cachimba del bolsillo y me la puse entre los dientes. Allí seguía cuando el sol me despertó.
No llegamos a tiempo de ver los claveles en las bocachas de los fusiles, pero sí a los lisboetas que habían convertido las angostas calles del Chiado, refugio de fados y saudade, en un bastión en el que se paría el futuro.
Vimos decisión, discusiones, también ansiedad, incertidumbre y camaradería, esa palabra que, como el amor, nació cansada.
Pero no vimos miedo.
En aquel momento comprendí que una dictadura no puede soportar la realidad. Tras cincuenta años de discursos grandilocuentes, de panoplias ridículas, de engaños y represión, el derrocamiento de Caetano supuso la caída de la venda que había violado los ojos y la vida de todo un país y dos colonias.
Los capitanes lo supieron mucho antes.
Eran jóvenes en un país moribundo, en el que la economía no era capaz de sostener a sus ciudadanos, que ni siquiera eran tales, sino súbditos de un tirano bufo (disculpen el pleonasmo) al que sólo la crueldad libraba de la burla.
Eran jóvenes enfrentados a una guerra sin sentido (algunas lo tienen, y me jode asumirlo) en Mozambique y Angola, donde el régimen se empeñaba en sostener un imperio vacío mucho después de que las potencias hubieran aceptado el fin del tiempo de las colonias.
Es notorio que los portugueses se empeñaron en carreras universitarias que desangraban a las familias, tan sólo por mantener la prórroga de estudios que los alejase de una emboscada en la jungla.
La OTAN otorgaba unas cuantas migajas pensando en sus enclaves estratégicos del Atlántico. Por lo demás, Portugal era un país aislado, que limitaba por tierra con una dictadura igualmente zafia e igualmente estrambótica.
Apenas el sombrero de Pessoa lograba asomar por la rendija de tan enmohecido arcón.
Aquellos capitanes afrontaron su deber, el único verdadero deber de un soldado que conozca la palabra decencia. Dejaron de lado el escalafón, las arengas, el privilegio, y optaron por defender a su país del peor enemigo al que jamás se enfrentó.
La tiranía.
Era jueves.
El sol salió aquella mañana por el Oeste.
Cómo olvidarlo.