Buscar ayuda para mi salud mental fue difícil. Mantenerme bien es aún más difícil
Estamos condicionados culturalmente para pensar que la lucha contra la oscuridad para volver a la luz es un desafío, uno que intenta derrotarnos a la vuelta de cada esquina. Para lo que nadie nos prepara es para lo complicado que es mantener a raya esa oscuridad una vez que hemos escapado de ella.
En otoño de 2016, mi salud mental se estaba yendo a pique. Mi transición de la Universidad a la vida adulta me estaba mostrando un camino mucho más bacheado de lo que esperaba. Entre eso, la frustración en mi vida amorosa y un trabajo que me exprimía hasta los huesos, me encontraba peor que nunca.
Llegó un momento en el que me di cuenta de lo peligrosamente cerca que estaba de pensar en el suicidio. Cuando descubrí que no me iban a facilitar medicación o terapia a corto plazo, yo mismo decidí solicitar mi ingreso en el pabellón psiquiátrico de un hospital cercano.
Un amigo me recogió en torno a las 2 en coche y, sabiendo que me iba a pasar una temporada indefinida subsistiendo a base de comida de hospital, paramos en un restaurante Chipotle para darme un último capricho. En el hospital, los enfermeros hablaban conmigo mientras me tomaban las constantes vitales y comentaban lo que no estaba como debía. Sufrí un enorme malestar en el estómago cuando me di cuenta de que había ido al instituto con uno de ellos. Me proponían constantemente que me fuera a casa y pidiera cita con el primer psicólogo que pudiera tratarme. Cuando me puse a pensar en la idea de pasar otra noche yo solo, me eché a llorar y dejé de lado mis reparos. Necesitaba ayuda. Inmediatamente.
Tres días en psiquiatría, con terapia y con medicación, fueron suficientes para convertirme en algo parecido a un adulto funcional, algo que agradezco a diario. Lo verdaderamente desafiante desde entonces ha sido mantenerme en ese estado.
Los debates sobre la salud mental tienden a girar sobre cómo recuperarse. Ir a terapia, apoyarse en los seres queridos, llamar a alguna línea de prevención de suicidios... Es un debate importante y me alegro de que ya no seamos (aparentemente) tan reacios a hablar de ello. Sin embargo, hay otro tema que tratamos con mucha menos frecuencia, el problema con el que me he topado durante los últimos dos años: ¿Qué pasa después de la rehabilitación? Es un problema demasiado real y el hecho de no hablar de ello no hace más que agravarlo.
Me recuerda al verano que pasé siguiendo un régimen deportivo de un libro de fitness muy famoso. El escritor detallaba un riguroso programa de ejercicios de seis semanas de duración. Tras completarlo dos veces, estaba en mejor forma que nunca. Los problemas llegaron después de haber terminado.
El autor había diseñado un programa estelar, pero no incluía ninguna información sobre qué hacer para seguir progresando una vez completado. Los músculos se acostumbran al ejercicio, de modo que la constancia y la variedad son fundamentales. Me vi de repente perdiendo el cuerpo en el que tanto esfuerzo había invertido pese a que seguía entrenándome igual que antes.
Como el autor se había centrado en elaborar un programa a corto plazo, nos condujo sin quererlo (a mí y al resto de lectores) al fracaso al no explicar cómo mantener los progresos con nuestro esfuerzo.
Es estupendo que ahora reconozcamos la lucha incansable que supone a la gente que sufre adicciones o trastornos mentales superar sus demonios, pero es evidente que no se presta atención a lo que viene después. La dura realidad que debemos afrontar en algún momento quienes tratamos de recuperarnos es que no hay una solución permanente.
La primera vez que se hace evidente puede resultar terrorífico, a veces incluso más que la primera vez que te diste cuenta de que necesitabas ayuda. Poco después del alta de psiquiatría, me di cuenta de que la medicación que me recetaron en el primer periodo tras el alta tenía unos efectos secundarios que anulaban cualquier efecto positivo que pudiera tener. Al enterarme de que hasta dentro de tres semanas no podían hacerme otra receta, me pasé un minuto sin parar de chillar contra la almohada.
Casi un año después, me mudé a Nueva York y descubrí que, debido a una de las cláusulas del seguro, no iba a poder mantener sesiones de terapia por teléfono ni por Skype. Me vi de repente en una ciudad con la que no estaba familiarizado, sin amigos y sin terapeuta. Era exasperante, por decirlo de forma suave. Estaba haciendo todo lo que se suponía que debía hacer para recuperarme. Entonces, ¿por qué me topaba con más obstáculos?
Es muy sencillo mantener ese cuento de la recuperación como tal, un cuento con una estructura tripartita y un desenlace pulcro. En la realidad es mucho más complicado. La recuperación no tiene un desenlace definitivo. Jamás dejas de estar en recuperación y la recuperación jamás deja de ser un desafío.
Por culpa de este cuento de la recuperación como una batalla con final, es difícil no sentirte un completo fracaso al primer tropiezo. Progresar es duro, así que si no consigues mantenerte bien, sientes que estás decepcionándote a ti mismo y a tus seres queridos.
Además, cuanto más tiempo llevas recuperándote, menos perciben tus seres queridos que sigues en ese proceso. La sola idea de decepcionarlos da mucho más miedo en el momento en el que se han convencido a sí mismos de que ya no eres esa persona necesitada de ayuda. El hecho de seguir siéndolo puede volverse un secreto sucio y desagradable que te guardas para ti.
Siempre puede empeorar, incluso pasados varios años, incluso pasadas varias décadas. Concederte el permiso para aceptarlo es, paradójicamente, una de las claves para sobrevivir. Hace que cambies la perspectiva que tienes de lo que significa recuperarse.
Al ser consciente de esto, media batalla ya está ganada. Prepárate para el día en el que tu organismo desarrolle tolerancia a los medicamentos. Que no te asuste llamar a tu terapeuta para pedir una sesión, aunque hayan pasado años desde la última vez que la necesitaste. Mantén los apoyos que te ayudaron a recuperarte la primera vez y ayúdales a comprender que aún los necesitas en ese mismo contexto. No debes permitir que el hecho de sentir que has fracasado se interponga entre ellos y tú si los necesitas. Los hábitos que te permitieron recuperarte no pueden abandonarse en el momento en el que estás "recuperado".
Yo tuve que poner en orden mis prioridades durante el proceso de recuperación. Mi objetivo ya no es estar operativo lo antes posible sin ir a terapia o sin medicarme, sino seguir yendo a terapia y medicándome dentro de 20 o 30 años si eso significa que sigo aquí por entonces. Es permitirme un espacio emocional para detectar el momento en el que la situación empiece a empeorar. Y, sobre todo, no tener miedo de reconocer si vuelvo a tocar fondo. Si sucede, que no me dé vergüenza buscar la ayuda necesaria para resurgir.
Pienso muchas veces en algo que me dijo otro paciente en psiquiatría cuando le pregunté qué planes tenía cuando le dieran el alta. En vez de hablarme sobre sus objetivos terapéuticos o en Alcohólicos Anónimos, simplemente dijo: "Vivir".
La reincidencia, aplicada a las adicciones o a la depresión, es una realidad terrorífica, pero no es invencible. Es fundamental acabar con el estigma que rodea el debate sobre la salud mental. Hemos realizado enormes progresos en estos últimos años, pero en cuanto a lo de mantenernos "recuperados" todavía hay un importante debate que iniciar.
La recuperación nunca adopta dos veces la misma forma. Tampoco las dificultades que se presentan por el camino. Lo único que podemos hacer es recordar que la recuperación no consiste en encontrar una luz inamovible, sino descubrir la fortaleza que hay en nuestro interior para impedir que la oscuridad nos invada.
Este post fue publicado originalmente en el 'HuffPost' Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.