Breve historia del derecho europeo
Una historia breve del derecho europeo requiere un artículo no tan breve. He entrevistado a Tamar Herzog, historiadora de la Universidad de Harvard, a propósito de su formidable libro sobre el derecho europeo. La entrevista que leerán a continuación es un tour de force lleno de erudición. Todos los estudiantes de derecho deberían leerla. De hecho, cualquier abogado, juez o ciudadano con inquietudes intelectuales debería leerla… y también deberían hacerlo los que no tengan esa inquietud, como Tamar sugiere tras mi pregunta sobre si el desconocimiento de una ley exime de su cumplimiento. Allá vamos:
ANDRÉS LOMEÑA: Pregunté por Una breve historia del derecho europeo en una librería y me dijeron de inmediato: “No lo tenemos porque no vendemos libros de derecho, pero déjeme que lo compruebe”. Y al instante, la librera rectificó y me entregó su espléndido ensayo, que se había colado entre las estanterías gracias a su carácter transversal, lo que posibilita un público muy variado. Esta anécdota me ha servido para extraer un posible leitmotiv de su obra: el carácter sincrético del derecho europeo. ¿Acierto con mi interpretación? Creo que su proyecto pasa por mancomunar el derecho romano con el anglosajón y así relativizar la supuesta excepcionalidad del derecho francés, alemán o británico.
TAMAR HERZOG: Dividir la historia del derecho en narrativas nacionales oscurece más que ilumina el pasado. Hasta la revolución francesa, no existía un derecho nacional. Lo que había era un derecho paneuropeo (el llamado ius commune) y un derecho local que, según los juristas, no era otra cosa que una variante y un ejemplo del derecho que todos los cristianos (y luego europeos) compartían. El nacimiento del derecho nacional no era evidente, ni tampoco fácil. Incluso los franceses que lo idearon (aboliendo el derecho local y provincial y creando un solo derecho en el territorio nacional) no tenían claro hasta qué punto este derecho era propiamente francés. Por un lado, declararon que lo era (iba a ser decidido por una asamblea de representantes de la nación); por otro, insistían que el mismo descansaría solo en la razón humana y el derecho natural que, según ellos mismos, no eran nacionales sino universales. Por ello podían (e incluso debían) exportar esta ley nacional fuera de sus fronteras. Primero lo hicieron de forma violenta, mediante conquistas e imposiciones, pero su modelo siguió difundiéndose incluso después de fracasar sus diseños imperiales. Por tanto, hablar de un derecho nacional antes de esta época (y tal vez incluso después de ella) es incurrir en un anacronismo. También supone descartar la importancia de un patrimonio legal, intelectual, religioso, y cultural común que permitía a los europeos hablar, si no con el mismo lenguaje, sí sobre las mismas cosas.
Respondiendo a tu pregunta, creo que no solo es posible, sino incluso necesario, contar la historia del derecho en Europa sin enfocarse en un solo país. Es preciso restituir al pasado su carácter trasversal y demostrar que los sistemas de derecho europeos, incluyendo el sistema inglés, están hermanados. Con ello, no pretendo negar que Europa estuviera dividida en varias comunidades y que estas tuvieran sus normas. Solo quiero recordar que estas normas estaban en continuo diálogo con un mundo que existía más allá de sus fronteras y su desarrollo no se puede explicar con solo mirarse el ombligo.
A.L.: Recientemente me interesé por la idea del ecocidio y un amigo me recordó que ese concepto jurídico tiene más recorrido en el derecho anglosajón que en la tradición del derecho romano. A su juicio, el derecho anglosajón es más flexible a la hora de conceder personalidad jurídica a un río o a una montaña y el romano en cambio se apoyaría en una arquitectura más inamovible. ¿Le parece una descripción ajustada a la realidad? Si está en lo cierto y el ius commune (derecho común) está hermanado con el common law (derecho anglosajón), ¿hay que añadir entonces que el hermano mayor tiene menos libertad de acción que el menor?
T.H.: No estoy segura en qué se basaba la apreciación de su amigo, pero me temo que esto no es necesariamente así. El gran historiador del derecho continental y colonial recientemente desaparecido, el profesor António Manuel Hespanha de la universidad Nova de Lisboa, solía contarme anécdotas de sus estudios sobre el derecho tardío medieval y moderno que describían piedras que fueron castigadas por caerse de la montaña y causar daños. Otra gran historiadora, Simona Cerutti, del École des Hautes Études en Sciences Sociales de París, que estudió procesos judiciales contra ratones por comerse la cosecha, afirma que lo mismo pasaba con otros animales. En vez de reírnos de estas prácticas, debemos preguntarnos para qué sirvieron y por qué los juristas las desarrollaron o permitieron.
Sea cual sea la respuesta, lo que estos ejemplos demuestran es que estudiar el derecho a partir de las prácticas sociales y judiciales y no de la teoría, ni de los presupuestos nacionales, proporciona una imagen radicalmente distinta de la que tenemos. Esta imagen es la que me interesa. Quiero entender la lógica de los actores y reconstituir, a partir de sus dichos y sus actuaciones, las reglas que les guiaban y que daban sentido a lo que hacían. Por ejemplo, en mi libro publicado en 2003 (traducido al castellano en 2006 por Alianza Editorial bajo el título Vecinos y Extranjeros: Hacerse español en la edad moderna, a punto de ser reeditado en una versión electrónica) he explorado qué significaba ostentar la condición de “español” en la edad moderna no a partir de ensayos o leyes, sino de las reivindicaciones cotidianas en una multiplicidad de comunidades, tanto en la península como fuera de ella. En 2015 hice lo mismo preguntándome cómo se llegó a formar el territorio nacional (en su traducción castellana por el Fondo de Cultura Económica el libro se titula Fronteras de Posesión: España y Portugal en Europa y en América). Claro, se trata de una metodología que requiere un enorme trabajo de archivo, a menudo en múltiples países, pero promete resultados mucho más interesantes que los que proporcionan las narrativas que suelen afirmar lo que ya sabemos (o lo que nos gustaría leer y nos es útil).
En cierta medida, la Breve historia del derecho europeo parte de los mismos presupuestos. Es el fruto de haber enseñado durante muchos años cursos sobre la materia y haber trabajado como jurista e historiadora del derecho en varios países europeos y en Estados Unidos. Esta experiencia vital me convenció de que el derecho europeo existía y que el derecho inglés era sorprendentemente similar al derecho continental, digan lo que digan los que insisten en destacar las diferencias y se olvidan de las similitudes.
A.L.: Su explicación de las leyes sálicas son especialmente iluminadoras, al recordarnos que iban más allá del derecho sucesorio (como cualquier estudiante de historia de instituto pensaría) y que pretendían ser un conjunto de recursos legales para sustituir la venganza por un acuerdo monetario. Este es un ejemplo de fusión entre el derecho romano, el canónico y el germánico. La plena autonomía del common law como sistema legal se antoja, por tanto, más como una ficción conveniente que como una realidad histórica del desarrollo normativo. Si el derecho europeo que usted detalla es una historia de cambios, transformaciones legales, mutaciones de los códigos, hermenéutica legal y adaptación de ordenamientos locales o regionales, ¿cómo encajan los grandes autores y escuelas en este nuevo relato historicista o contingente?
T.H.: Estudiar la historia requiere prestar atención a los cambios, transformaciones, mutaciones y adaptaciones, ya que ninguna sociedad ni sistema son fijas, ni se inventan, crecen o maduran de forma autóctona. Los grandes autores (y autoras) y las escuelas son partícipes de esta realidad. Más que protagonistas que abren el camino solos (como a veces se describen) o personas que trabajan de forma aislada, contribuyen a una empresa que es mucho más comunitaria de lo que la vieja historia intelectual e institucional nos dejaba entender. Los anglosajones entre los que habito suelen destacar, por ejemplo, el papel de John Locke (1632-1704) en la reformulación de lo que es la propiedad moderna. Sin embargo, en mis propios estudios he visto cómo los criterios que Locke barajaba, sistematizaba y luego divulgaba aparecían en los alegatos de muchos coetáneos menos conocidos que él, tanto en Inglaterra como en otras partes.
Lo mismo se podría afirmar del gran teólogo Francisco de Vitoria. Por más que se le caracteriza como un autor castellano, Vitoria era un pensador que escribía a una comunidad cristiana que no estaba definida ni dividida por fronteras nacionales. Adquirió sus ideas en diálogo con otros, en sus viajes fuera de la Península, de sus lecturas, y de sus estudiantes (el tener que enseñar ayuda mucho a aclarar nuestras propias ideas). Si uno transportara esta lógica a la actualidad, sería como confesar que los libros que escribimos los firmamos nosotros pero que nacen del diálogo que mantenemos oralmente y por escrito con muchas otras personas, vivas o muertas. Por ello, siempre recomiendo a mis estudiantes leer los agradecimientos que figuran en los textos. Estos, junto a la bibliografía, revelan el mundo intelectual en el que el autor o la autora maduraron y explican de dónde vienen, por qué escriben, y a qué responden.
A.L.: Me consta que algunos anarquistas y no pocos estudiantes de derecho recusan el imperio de la ley basándose en esa premisa de que el desconocimiento de una ley no exime de su cumplimiento. Me pregunto hasta qué punto esa ignorantia juris non excusat vertebra los sistemas legales o si en realidad se trata de una deslegitimación más o menos gratuita por parte de ciertos escépticos o cínicos radicales a la hora de rendir cuentas.
T.H.: El derecho es un mecanismo que permite evitar o redimir conflictos. Para llevar a cabo esta misión, recurre a múltiples presunciones legales cuyo papel es o solucionar casos difíciles que de otro modo no serían solucionables o amparar una causa que se considera merecedora de protección. Entre estas últimas está la presunción que recoge el conocimiento de la ley. Es una presunción absoluta en el sentido de que no permite alegar ni aportar pruebas en contra. ¿Por qué existe? Pues porque sería prácticamente imposible probar quién conoce la ley y distinguirlo de quien no la conoce. Además, protege un interés social de suma importancia que rechaza premiar a los que prefieren no saber y a permitir un mundo partido entre los que saben y deben cargarse con las consecuencias y los que no. Claro, como ocurre con todos los principios, a veces producen efectos absurdos, pero los juristas eran y son conscientes de ello.
Desde que se creó este principio (y muchos otros similares), muchos expresaron su incomodidad con los resultados negativos. Sin embargo, argumentaban que, a pesar de ello, sería socialmente peor abandonar esta presunción. Me pregunto, por tanto, si los que critican este estado de cosas consideran seriamente lo que ocurriría sin él. Es fácil criticar y ver defectos: todos somos expertos en hacerlo. Lo difícil es imaginar cómo crear otro sistema mejor. Ninguna solución es perfecta porque el mundo es demasiado complejo y variopinto. Todo principio jurídico, todo derecho y toda obligación, nos obliga a un ejercicio continuo de contrapesar una cosa con otra, escogiendo el mal menor.
A.L.: Ya que ha mencionado anteriormente a Francisco de Vitoria, no me resisto a preguntarle, en el contexto de la conquista de América, por la enorme controversia académica, histórica y política surgida a raíz del ensayo Imperiofobia y leyenda negra de María Elvira Roca Barea, que ha tenido una respuesta acerada por parte del filósofo José Luis Villacañas en Imperiofilia y el populismo nacional-católico. ¿Nos da el derecho alguna pista sobre nuestra naturaleza imperiofílica o imperiofóbica?
T.H.: Me abruma el grado de supuesta respetabilidad que ha llegado a tener el libro de Roca Barea, aunque no me sorprende su éxito porque, al fin y al cabo, comunica un mensaje que muchos lectores quieren oír. Pero más allá de su poco valor, por no presentar ninguna tesis realmente nueva y por confundir peras con manzanas, lo que esta controversia manifestó con claridad era hasta qué punto nosotros, los historiadores, hemos fracasado a la hora de entrar en el debate público, dejando lugar a otros que no tienen formación histórica ni el mínimo interés en estudiar el pasado por su propio mérito, dominen la discusión. No es que crea que los historiadores tienen un monopolio sobre la reconstrucción del pasado porque nadie lo tiene. El pasado es demasiado plural, polivalente y complejo, y se recuerda por personas y comunidades de forma distinta. Pero hay (y debe haber) una gran diferencia entre memoria individual y colectiva y una investigación histórica. Un verdadero estudio histórico combina ciencia con arte. Es ciencia en el sentido que le dio en su momento Tomás de Aquino porque permite pasar de lo sabido a lo desconocido usando la razón. Pero la historia también es un arte porque requiere imaginar cómo era vivir en otro tiempo, con otras circunstancias, condiciones, ideas e imaginarios. Tanto una cosa como otra requieren una larga preparación y una verdadera voluntad de meterse en el pellejo de otros.
Enumerar sin contextualizar datos que supuestamente demuestran que unos eran buenos y otros no (porque eran peores) no responde a ninguno de estos criterios. Ni tampoco lo hace un proyecto histórico que pretende que la existencia humana se suma en una lucha salvaje por sobrevivir o premiar. Durante los más de treinta años que he ejercido de historiadora, nunca pretendí juzgar la historia ni a los historiadores. Ni jamás me hubiera atrevido a comparar cosas que son incomparables por haberse producido en siglos distintos cuando los elementos más básicos de la vida y del entendimiento humano eran tan diferentes. Al contrario, lo que siempre quise demostrar y explicar era cómo el mundo cambia y por qué. Tampoco he querido entrar en peleas de talante político donde la ideología prima sobre cualquier otra consideración (aunque si entrara, desde luego estaría con Villacañas). Por tanto, si tuviera que responder a la pregunta filo o fobia diría que España ha sido siempre y sigue siendo parte de Europa. Ni mejor ni peor, ni céntrica ni marginal. La España cuyo pasado me interesa puede y debe servir para entender el pasado europeo. Más que debatir si España era o no diferente (porque mi experiencia vital y mi carrera académica en múltiples países me enseñaron que todo país se cree excepcional y lo es en cierta medida), me pregunto continuamente: si todos los países eran y son excepcionales, ¿cómo se define la normalidad? Reconstruir esta normalidad que nunca había existido ni existe en el presente, pero a la que todos aluden sin jamás definir (¿qué país era típico?) ha llegado a ser uno de mis proyectos favoritos. Otro era normalizar la historia española, usándola para ejemplificar procesos mucho más globales. Se trata, como a veces confieso, de un proyecto subversivo de “des-exotizar” la historia española. No hacer de España ni el problema ni la solución.
A.L.: Su libro es una magistral introducción al derecho europeo y mira, lógicamente, hacia el pasado. ¿Cómo miramos hacia el futuro? ¿Qué lecturas o principios legales, filosóficos y morales deberían guiarnos en la construcción de Europa? Lo pregunto con plena consciencia de la crisis de legitimidad que ha surgido desde varios frentes, como en el caso del iliberalismo, los diferentes populismos, el Brexit o el conflicto catalán.
T.H.: Si el pasado fue complejo, también lo es el presente y lo será el futuro. Vivimos en un momento de transición en que se cuestionan algunos de los presupuestos más básicos de nuestro sistema actual. El estado-nación tal vez parece el caso más evidente (con lo que ocurre en Cataluña y con el Brexit, que no son iguales, pero tienen rasgos sorprendentemente comunes), pero como jurista e historiadora que sabe lo difícil que ha sido llegar a estar de acuerdo sobre estos principios, me alarma la erosión de ideas que nos eran esenciales como la igualdad ante la ley, la convicción de que la voluntad de los representantes de la nación siempre iría dirigida al bien común y sería guiada por la razón, y la supremacía del derecho nacional.
Actualmente, vemos el cuestionamiento de la igualdad por sectores y minorías que piden un trato distinto mientras insisten en ser iguales; de los legisladores ya sabemos que ni siempre velan por el bien común ni siempre son razonables; y el derecho nacional experimenta continuos desafíos por parte del derecho internacional y de los procesos de globalización y todo lo que conllevan cultural, económica, legal y socialmente. Estos cuestionamientos no son necesariamente negativos y, desde luego, aunque lo fueran, son tan inevitables como imposibles de frenar, pero requieren repensar el sistema que hemos heredado. Insistir en seguir como que nada ocurre o soñar con un pasado que se cree perdido (un pasado que nunca fue lo que el populismo actual pretende), parece ser la respuesta más habitual. Pero, tal y como digo a mis hijos, el no decidir y el no hacer nada es también una toma de postura y conlleva ciertos resultados, aunque no seamos siempre conscientes de ello. Aquí también los historiadores podrían servir de guías, pero me temo que no lo hacen, ni se les escucha cuando lo intentan. No es que piense que los historiadores tienen todas las respuestas, pero sé que, por lo menos, pueden indicar cuáles son las preguntas.
A.L.: Por cierto, disculpe mi atrevimiento, pero no cumpla la promesa que le hace a su marido en los Agradecimientos y escriba otro libro más, se lo ruego. ¿O acaso ya está en ello? Asimismo, y ya para terminar, ¿qué nuevo significado o interpretación podríamos darle, a la luz de sus observaciones, a El rapto de Europa de Rembrandt?
T.H.: El rapto de Europa fue una obra comisionada por Jacques Specx de la compañía neerlandesa de las Indias Orientales quien, entre otras cosas, fue gobernador de Batavia (hoy día Yakarta en Indonesia). Se puede por tanto imaginar que, al contrario de la leyenda que da base a él, el rapto al que Rembrandt alude es la mismísima expansión europea, la que transportó al continente fuera de su ámbito natural, sin que esto suponga para Europa resultados trágicos (a otros sí), sino más bien consecuencias beneficiosas. Cada historia de cambio (y, por tanto, toda experiencia humana) se puede interpretar de este modo: o lamentar el cambio o abrazarlo, ver solo sus lados negativos o imaginar sus buenas ramificaciones.
¿Escribir otro libro? No lo sé. Ya van siete, además de un centenar de artículos. ¿No sería un buen momento para parar?
Yo no lo creo, Tamar. Deléitenos con otro libro, por favor.
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