Bola de sebo
Hay artefactos, lugares y experiencias cuyo único fin es la ostentación.
A mí, llámenme raro si quieren, me gusta vivir bien. Si el presupuesto lo permite, prefiero en mi plato el jamón de bellota, la trufa negra, la gamba roja... pero nunca olvido que el placer ha de ser compatible con la razón; si nos dejamos esta en la nevera, aquel se contamina de estupidez y comienza a doler en el costado como una lanzada de vergüenza propia y ajena.
Y no encuentro racionalidad en el reportaje leído hace pocos días acerca del auge de las velas decorativas, cuya elaboración artesanal conquista los mercados y vacía los bolsillos. Las empresas nombradas en el mismo, de cuya excelencia no dudo, venden sus creaciones a precios desorbitados, entre los cuarenta y los seiscientos euros.
¡Y pensar que mi madre me acusaba de quemar el dinero cuando me veía gastarlo en sombreros y vino borgoñón!
Cuentan los fabricantes que su manufactura es completamente artesanal, y una de ellas se explaya en la descripción del proceso: sumerge en repetidas ocasiones la mecha en cera fundida para que esta se vaya adhiriendo capa tras capa hasta adquirir el grosor deseado. Lento y laborioso esfuerzo que cualquier simple mortal resuelve tomando una Viagra (yo, dos).
Al parecer, uno de los diseños preferidos por los consumidores es el que reproduce un seno de mujer. Aquí ha de venirme a la chimenea la copa de champagne llamada Pompadour, pues se supone que el modelo fue la teta izquierda de la amante de Luis XV, aunque otros creen que el molde fue la de María Antonieta. Da igual; ni me gusta aquella, ni el corsé de cristal de la de flauta. Para el champagne prefiero la de agua; desprecio las dosis de medicina.
Me causa tristeza pensar en velas que no se encenderán, sino que permanecerán en el estante. Y pena me provoca su propietario, condenado a informar a sus invitados de la marca, el precio y las razones de este, para que estén en condiciones de admirarlas.
Porque hay artefactos, lugares y experiencias cuyo único fin es la ostentación, la demostración de un poder adquisitivo inalcanzable para el común de los ciudadanos. Y me sorprende que estos espectáculos de derroche y prepotencia se multipliquen en tiempos de crisis e incertidumbre (“le tocaron, como a todos los hombres, malos tiempos en que vivir”, gracias por siempre Borges), en los que el genocidio en Yemen, la oscuridad en Ucrania, el hambre en Haití, en Sudán, en Somalia… y la tiranía en tantos otros lugares conviven en las revistas con el coche de un millón de euros, el peluco de oro macizo (que atrapa la muñeca, pero no el tiempo), la habitación de hotel a quince mil euros la noche o esa cadena de steakhouses (parrillas, vamos) situadas en los más ominosos nidos de millonarios del mundo, cuyo plato estrella es la chuleta de mil dólares, cubierta por polvo de oro, no reactivo, inodoro e insípido.
Que se come tan solo para cagarlo.
Si el dueño de la cadena está en la sala y el cliente tiene suerte (barrunto que la suerte consiste en una tarjeta de crédito escandalosamente solvente), aquel le fileteará en persona la carne elegida, moviendo el cuchillo con aspavientos propios de un mosquetero de barraca y aderezándolo con una granizada de sal que cae de su mano recorriendo el antebrazo enhiesto como una cobra al ataque.
Yo no pagaría ni cien dólares por una chuleta con oro, pero los daría con gusto por evitarme una exhibición tan zafia y ramplona.
En tiempos pasados, el combustible más refinado era el “esperma de ballena” (que no es esperma en realidad) llamado por los cazadores de cetáceos y por Herman Melville “ámbar gris”. Cuando el niño, que leía el destino de Ismael en una versión adaptada, preguntó a su padre qué era el esperma, este, sonrojado, se ciscó en el Concilio que tanta modernidad y aperturismo permitía.
Pero las velas, las menesterosas velas de los apagones y las casas de adobe, se hacían, tradicionalmente, de sebo. El olor rancio delataba la penuria, amén de anticipar que el hogar en que se entraba carecía de luz eléctrica.
Como Bola de Sebo, la humilde prostituta de Maupassant despreciada por aquellos a quienes salva (hay quien ve en el cuento el origen del guion de La diligencia, pretendiendo ennoblecer lo que de por sí es absoluta majestad), esas velas humildes y chisporroteantes han sido quienes verdaderamente nos han acompañado en la lectura nocturna, la cena fría o la habitación temible.
Las mismas velas que hoy iluminan las tareas escolares en la Cañada Real, donde nada saben de carne cocinada por Midas, automóviles desvergonzados o logotipos sin escrúpulos. Aunque quienes disfrutan de estos últimos tampoco parecen tener noticia de aquel paraje inhóspito.
Y, por lo visto, todavía menos quienes podrán resolver su enquistada situación.