‘Atraco, paliza y muerte en Agbanäspach’, lo guay, lo 'cool' y lo que mola
Las entradas de esta obra vuelan, las críticas elogiosas se suceden una tras otra y el aplauso del público suena cada tarde, alto, fuerte y claro.
El boca-oreja y las redes sociales están haciendo de Atraco, paliza y muerte en Agbanäspach un suceso teatral y de Nao Albet y Marcel Borrás los nuevos enfant terribles del teatro español que nadie se debe perder. Y es que la historia de los dos dramaturgos pringaos del profundo Estados Unidos que se alían con una performer rusa para montar una obra de teatro que suceda de verdad resulta, a pesar de su trasunto metateatral, simpática para un espectador que no se acaba de creer que eso tan extraño y, a la vez, tan reconocible, se haya programado en el Teatro María Guerrero.
Así que, igual que pasó con su Mammón en los Teatros del Canal, las entradas vuelan, las críticas elogiosas se suceden una tras otra y el aplauso del público suena cada tarde, alto, fuerte y claro. ¿Está equivocado quien no piense como la mayoría?
Es indudable que el producto es brillante. Ellos lo son y, por si no fuera suficiente, tienen a Irene Escolar de aliada. Al que se añade otro grupo de actores menos conocidos y una soprano que también suman, y suman bien.
Además, tiene una compleja dramaturgia que se apoya en su compleja escenografía, lo que les permite contar el atraco al banco del título por delante y por detrás. Comentario que pretende hacer referencia a la obra de título Por delante y por detrás en la que el espectador ve lo que sucede en escena y lo que sucede tras la escena, como ocurre en Atraco, paliza y muerte en Agbanäspach. En ambas obras, se contrapone el resultado final de una obra a lo que habitualmente no se ve y pasa tras los forillos, entre las patas y en los camerinos.
En este juego de trileros, Albet y Borrás, se ganan el beneplácito de un público de centro dramático por sus referencias culturales. Ya que funciona a la manera de producto pop, como la famosa portada del disco Sgt’s Peppers Lonely Hearts Club Band de los Beatles.
Una portada que hubiese sido reinventada por unos adultos que han crecido frente a un televisor y entre suplementos culturales en los últimos 10 ó 15 años. Y, que al igual que la portada citada, produce mucha felicidad en el espectador y los profesionales que reconocen todas las referencias, al hacerlos sentirse in, en la pomada, y listos.
“Ah, ¿qué tú también sabes quién es Marina Abramovich y pillas el chiste de Maria Kapravof? Pues eres güay.” “Ah, que reconoces en el rabino de Albet y en el dependiente de pizzeria o hamburguesería de Borras con el que aparecen al principio, a Zelig de Woody Allen. Eres cool” “Ah, ¿qué eres capaz de apreciar el aria del final? ¡Jo, cómo molas!” “¿Qué te ríes con ellos? Ey, tío, tú eres de la pandi.”
Pero en esta obra no hay otra cosa vodevil. El mismo que se monta en el éxito de teatro comercial de Por delante y por detrás escondido tras una fuerte cosmética cultural. Unos árboles que no dejan ver el bosque. Una comedia de situación o sitcom que a nadie le avergüenza decir que le mola y se lo pasa bien, porque esto es cultura con mayúsculas. Ahí están todas las referencias para demostrarlo, da igual que sea un simple acúmulo de nombres.
Así, allí, en la sala se juntan las señoras habituales de este teatro con los modernos de ahora, de abrigo ancho, pelo rubio decolorado o como el personaje de Borras, con pelo verde. También con el público enterado y a la última. Al lado del periodista cultural y del cultureta. A la salida todos parecen contentos de (re)conocerse en esa diversidad. La risa y las risillas unen mucho, como saben los empresarios teatrales de toda la vida.
Pero esta comedia se desmonta cuando se intenta contar de forma lineal. Es en ese momento cuando no se entiende la necesidad de las coartadas culturales y una tras otra empiezan a caerse como un castillo de naipes. Tampoco la necesidad de los chistes ni la ironía. Ni todos y cada uno de los finales, pues parece que se va a acabar y se añade otra escena, y otra, y otra. Y se ve que es, de nuevo, un fuego de artificio, bonito, entretenido, divertido, técnicamente impecable.
Pero un producto tan pretendidamente rompedor y cultural como este, ¿dónde irrita? ¿Dónde duele? ¿Cuándo te ponen la china en el zapato o te congelan la sonrisa? En ningún sitio. En ningún lado. En ningún momento. Se entra igual que se sale, o, peor aún, se sale pensando que se es mejor de lo que realmente se es.
Habrá quien diga que todo lo anterior es bueno. Que reírse y divertirse está bien. Que te suban la autoestima, sobre todo en estos momentos y con la que está cayendo, no está nada mal. Pero, si esto es así, si es bueno en sí mismo, y esta debe ser la función del teatro, al menos en tiempos pandémicos y políticamente raros ¿por qué se denosta tanto la comedia de salón y el vodevil que (re)llena la Gran Vía madrileña y aledaños? ¿Por qué se estigmatiza al público masivo que va a esos teatros para reírse o entretenerse? ¿Por qué no se les ofrecen también los medios y las oportunidades de un teatro público? ¿Por qué tienen tan poca cabida en las secciones culturales de periódicos e informativos y tanta en las revistas del corazón?
Sí, es este un espectáculo deslumbrante. De los que exigen ponerse la mano por encima de los ojos para que la sombra permita mirar. Cuando se hace, lo que se ve desmonta tanta alabanza y deja a la vista la más pura banalidad. Aunque lo inquietante es que parece que nadie se da cuenta o que nadie se atreve a decir que el rey está desnudo.