Aterrizar sin Shirley pero con Temple
Existen noticias y noticias, al igual que hay días y días. Nada es siempre del mismo modo. Y no lo es porque un hecho informativo, desnudo y objetivo, puede tener las más variadas interpretaciones, algunas de las cuales resultan completamente perturbadoras. Hace unos días supimos del aterrizaje de emergencia de un avión en Filadelfia, cuya estructura había llegado a perder un motor, succionando parcialmente a una pasajera. Con independencia de lo dramático del caso, nada había de extraño en un aterrizaje forzoso, hecho que, pese a lo complejo de su planteamiento, sucede con relativa frecuencia. Nada había de extraño, repito, salvo un único aspecto: el avión estaba pilotado por una mujer templada.
En abril de 2012, hace justo seis años, se emitió en Estados Unidos el sexagésimo octavo capítulo de Modern Family, una serie que presumía, y todavía presume, de vanguardista y rompedora. El episodio se titulaba "The Last Walt", y en él se mostraba la preocupación de Claire (Julie Bowen) y Phil (Ty Burrell) ante la muerte de un vecino amigo de su hijo Luke (Nolan Gould). Hasta aquí, todo normal. Pero la historia prosigue. Merle (Barry Corbin), padre de Cameron (Eric Stonestreet), aterriza en Los Ángeles desde el profundo Missouri para pasar unos días con su hijo y con la pareja de este, Mitch (Jesse Tyler Ferguson), aunque la situación no le agrada ni tiene claro por qué debe aceptar la relación entre dos hombres a los que, desde el principio, ha asignado unos roles preestablecidos. Progreso contra anacronismo, lo que la serie promete.
Lo que resulta sangrante es que en la tercera temporada de esta modernísima producción, figuras como la de Cam muestren un sesgo paradójicamente discriminatorio, algo que desbarata su defensa a ultranza de la igualdad. No es la primera vez que las intervenciones de este personaje resultan sexistas, pero choca que, ante la llegada de Merle, y su narración de un vuelo lleno de incidentes y turbulencias (pilotado por una mujer, ¡qué herejía!), Cam apostille: "Odio decirlo, pero a mí me molesta también. Prefiero a los hombres". Es decir, un piloto hombre le hace sentir más cómodo y le ofrece mayor seguridad.
Que esto lo arguya un personaje retrógrado como Merle, cuyo pensamiento está repleto de rasgos caducos, ni sorprende ni tan siquiera ofende, los guionistas lo han configurado así; pero que lo secunde su hijo, adquiere un cariz diferente. Y lo hace porque la estructura narrativa de la serie está orientada, como todo mensaje de ficción audiovisual, a sentirnos identificados con lo que el personaje principal (el protagonista) enuncia, máxime cuando se le retrata como adalid contra el pensamiento patriarcal. Rompiendo la coherencia de esta lógica -apertura contra cerrazón; tolerancia contra intransigencia-, Cam empuja casi obligatoriamente a la adopción de una posición de empatía con respecto a sus postulados, con una argumentación capciosa de 1º de Oratoria: si aceptas lo que digo, transiges con todo lo que digo. Y así, por algún motivo, las mujeres se convierten en peligro a los mandos de un avión.
Hace una semana, cierro mi digresión, conocíamos la noticia de que la piloto Tammie Jo Shults tuvo que aterrizar en situación de emergencia en Filadelfia durante su trayecto de Nueva York a Dallas. Este hecho le valió el reconocimiento del común de los mortales, y la ha convertido en una de las mejores pilotos de la aerolínea Southwest. No obstante, la noticia resulta de por sí desalentadora. Esta mujer, militar con formación en aviación y capaz de manejar aeronaves de guerra, nunca pudo intervenir en conflictos por la prohibición, por aquel entonces, de que una mujer piloto participase en combate. Aunque pilotaba con destreza, jamás pudo ir más allá de la instrucción, abandonando el ejército por las líneas comerciales cuando alcanzó el grado de Comandante.
Que una piloto con ese bagaje logre que un avión de ciento cuarenta y tres pasajeros llegue a buen puerto no es la noticia, sino que esa mujer, esa piloto, haya tenido serenidad durante el vuelo, algo que, según parece, no es consustancial a la naturaleza femenina. Y no debe serlo porque, atendiendo a las decenas de noticias que se refieren al "temple" de Tammie Jo Shults (hagan la prueba y marquen estos descriptores en cualquier buscador, se sorprenderán del listado de resultados "templados" que encontrarán), lo sorprendente no parece ser aterrizar sin un motor y con más de un centenar de almas a su cargo, sino haber guardado la calma. Lo esperable, quizá, hubiera sido que la piloto hubiera roto a llorar, que hubiera sollozado ante la torre de control o que, ridículamente, hubiera echado a correr o hubiera sufrido un ataque de pánico. Se esperaba una mujer infantilizada y absurda, como una niña que juega en un terreno que le es ajeno.
No lo duden, quien destaca en ella su calma esperaba que Shults no reaccionara del modo en que debe hacerlo un piloto, sino del modo en que se cree que debe hacerlo una mujer. Debilidad en lugar que sosiego. Lástima que todavía se entienda la responsabilidad como cualidad masculina y que todavía nos atribuyan histerismo en lugar de temple.