Atacando
Este grupo de aficionados y jugadores es uno de los últimos vestigios de aquel sueño que dio en llamarse cultura obrera.
Supongo que ya conocen ustedes la historia del Clapton CFC, equipo de fútbol inglés que deambula por las categorías regionales jugando en campos sin graderíos pero con hierba, bendición que les procura el clima de la isla. Ahora se han desbordado las redes sociales (ese laberinto de ríos broncos a los que nunca llega la sequía) llevando a todos los terminales un vídeo de agosto de 2018 en el que se mostraba la camiseta que vistieron durante la temporada pasada, un homenaje a la Segunda República Española y a las Brigadas Internacionales, con las tres franjas que me enamoran, las estrellas de tres puntas que distinguían a los brigadistas y un no pasarán (aquella consigna que salió de la boca del general Nivelle durante la batalla de Verdún y que hizo suyo el pueblo de Madrid cuando sufrió el asalto de los bárbaros vestidos de azul) estampado en el cuello.
El Clapton es un club que funciona en régimen cooperativo, como un fermento de anarquismo: los socios toman las decisiones estratégicas de forma asamblearia y han decidido hacer frente al machismo, al racismo, a la homofobia y al avance del pensamiento fascista (perdón por el oxímoron) que nos acechan. Este grupo de aficionados y jugadores que plantan cara a la intolerancia y a la tiranía, unos achicando espacios y metiendo el balón en el hueco; los otros, animando y dando cuenta de una lata de cerveza “pale”, conforma uno de los últimos vestigios de aquel sueño, nacido en Inglaterra precisamente, que dio en llamarse cultura obrera, enterrado en el vertedero de nuestra maldita desmemoria.
Hoy en día, yacen clausurados los ateneos en que se enseñaba a leer y pensar a quienes habían emprendido el camino del tajo desde niños; secas las linotipias que imprimieron los periódicos en que los trabajadores se informaban, discutían y creaban; dispersas las compañías de aficionados que pretendían llevar el agua del teatro a la salida de los turnos de fábrica…
Tantos esfuerzos por dignificar a los desposeídos fueron también República: las Misiones Pedagógicas que organizara Cossío, La Barraca de Lorca o el Teatro del Pueblo de Casona, iniciativas hijas de la Institución Libre de Enseñanza, que abrió un camino de futuro clausurado por los ensotanados con tapias rematadas a base de clavos oxidados y cristales enhiestos.
También el orgullo con el que el Gobierno legítimo de España le decía al mundo en París que ni siquiera la guerra que estaba perdiendo había frenado los planes de escolarización y la apertura de nuevos colegios…
En los años negros, llegó a mi aldea de Robledillo un maestro que impartió clases nocturnas, casi clandestinas, a los adultos que quisieran adquirir las pocas letras y las cuatro reglas imprescindibles para alcanzar un remedo de vida. Los encuentros tenían lugar en el cocedero de cualquier casa, entre el chisporroteo de la lumbre, el humo del tabaco de cuarterón y el penetrante olor de las chacinas. Nunca faltaba quien quería abrir un ventanuco para limpiar el ambiente.
- ¡El aire turbio de la incultura es el que nos ahoga! -clamaba el soñador- ¡Esa es la ventana que tenemos que abrir, la de la educación!
Mientras ojeo una vez más el vídeo de los futbolistas ingleses (de ataque un tanto desorganizado, todo hay que decirlo) pienso que su camiseta se acuerda tanto de aquel maestro, y de otros muchos que, como él, creyeron en la cultura y en la libertad, como de los aventureros de cien idiomas distintos que murieron enfrentados al terror entre las ruinas de la Ciudad Universitaria o en uno de tantos barbechos y olivares tronchados.
(El escritor inglés apuraba los últimos momentos de su apresurada instrucción. Era incapaz de sobreponerse al ruido de los disparos, al golpe del retroceso, al calor del cañón y al hedor de la pólvora quemada. Desesperado ante tal derroche de ineptitud, el instructor, paisano y compañero de Durruti, le espetó: “Joder, míster, no daría al blanco ni disparando contra una nevada. Seguro que usted apunta mejor con la Olivetti”. Y lo despachó a la Dirección de Prensa y Propaganda.)
A las Brigadas Internacionales se les atribuyó la autoría de la bellísima canción Gallo rojo, gallo negro. Imagino que Chicho Sánchez Ferlosio, quien realmente la escribió en los años sesenta, se sentiría feliz ante la confusión.
La camiseta ha sido un éxito de ventas y ha supuesto una inesperada inyección de liquidez para el club, que, entre disculpas, se ha visto obligado a subir el precio para hacer frente a los nuevos impuestos que la bonanza comercial les ha acarreado. La fabrica una empresa francesa que garantiza el origen ético de los materiales utilizados y la justicia en las condiciones laborales y salariales de sus empleados. Y encuentro en la información reseñada dos paradojas que, a mí, desconfiado y tocapelotas (con poco tino al encarar la portería) desde siempre, me han llamado la atención.
La primera es que resulte digno de ser destacado que una empresa textil pague un estipendio justo a sus trabajadores y respete su dignidad.
La segunda es que sea noticia que un club de fútbol decida no aceptar el machismo, el racismo, la homofobia ni el fascismo.
No es que yo espere mucho de las barras bravas que proliferan por todos los estadios del mundo, pero la naturalidad con la que aceptamos los brazos en alto, las esvásticas, los plátanos o los gruñidos de gorila con que son recibidos los jugadores negros, los gritos de “maricón”, incluso aquel disparate en que un jugador acusado de maltrato fue arropado por sus seguidores con un cántico que repetía “se lo merecía, es una puta”, me aterra.
Hay quien disculpa incluso las peleas a la puerta de los estadios (que ya nos han costado algunos muertos), y sostiene que semejante irracionalidad es una sana demostración de las virtudes guerreras y fanáticas que la patria necesita.
Para mantener el fiel de la balanza en su tembloroso equilibrio, el Rayo Vallecano fue sancionado hace unos meses porque su afición llamó nazi a un jugador que, al parecer, juguetea en las redes sociales con grupos nazis.
La Liga (el organismo administrativo, quiero decir) salvaguarda las esencias raciales del juego.
Mientras tanto, entre platos de porridge y fish and chips (el infierno en la tierra, suavizado por lo notable de su cerveza y la promesa del whisky), un grupo de jugadores y de hinchas dignifica su deporte y nos emociona a todos.
Ahora tengo la esperanza de que un buen amigo deje de sancionar cualquier frivolidad con la coletilla que no se le ha caído de la boca durante años:
“Joder, chaval, eres más raro que un futbolista de izquierdas”.