Antes y después de la pandemia
En esta crisis hemos entendido que un país solo puede estar sano si los demás también lo están.
Por Gaspar Llamazares Trigo (médico y analista político) y Miguel Souto Bayarri (médico y profesor de Radiología de la Universidad de Santiago de Compostela):
Estamos en el medio de la pandemia. El impacto es preocupante. Pocos países van a librarse del lado más horrible de la Covid-19 en relación con las vidas que se han perdido, muchas de ellas de habitantes en residencias de mayores. Pero para investigar sobre los meses de la pandemia ya habrá tiempo, al margen del legítimo debate sobre la gestión de la crisis. Dejando al margen el forcejeo sobre la culpa y la manipulación obscena de la muerte, que ha formado parte de la reacción más visceral e instintiva ante las pestilencias, preferimos mantener una voluntad de y en la acción frente a la crisis. En nuestra opinión, el análisis debería relegarse al final de la pandemia, para tener un mejor criterio, no desperdiciar las fuerzas que ahora deberían estar unidas y dedicar el tiempo a la reflexión sobre los retos del día después. Porque somos conscientes del carácter históricamente disruptivo de las plagas, dentro y fuera de nuestras fronteras, y de su relación con las crisis sociales y políticas. Antes de la peste, en Milán, se produjeron las revueltas del pan. También se ha asociado la segunda gran peste con el fin del Imperio romano o la epidemia de gripe en la Primera guerra mundial con el ascenso del nazismo... Sin embargo, a día de hoy ya podríamos partir de tres cuestiones concluyentes: que si algo nos ha impresionado ha sido la fragilidad de nuestras sociedades desarrolladas, donde la economía y la técnica parecían situarnos a salvo, y la soberbia y la gran confianza que teníamos en nosotros mismos, ilusoriamente por encima; que, hablando de fragilidad estamos viendo también las debilidades de nuestro sistema del medio estar, que tras la recesión y sus recortes y privatizaciones, se ha tornado también en una sensación de incertidumbre y malestar social; y que ha sido una situación de vulnerabilidad que se ha manifestado en particular entre nuestros mayores, como víctimas propiciatorias de la pandemia (del total de fallecidos, una tercera parte lo han sido en las residencias).
La pandemia ha puesto en evidencia de forma dramática el exceso de confianza en nuestra supuesta superioridad, en el desarrollo económico y tecnológico europeo, así como la fragilidad social derivada de los recortes y privatizaciones del modelo social de bienestar. Así, no han destacado como debieran dos grandes aportaciones de Europa a la historia contemporánea: su sanidad pública y su servicio de inteligencia, la salud pública. Nuestro mundo tecnodigital se ha llenado de ancianos enfermando de gravedad en sus residencias y no podemos decir que no nos hemos enterado, no hemos podido mirar para otro lado. Mejor dicho, como ha repetido un maestro de columnistas, en este mundo tan avanzado, y en las regiones más ricas, manteníamos a nuestros mayores estabulados sin dotarles de medios para defenderse: carne de cañón. En definitiva, que es un hecho que en España y también en los países de nuestro entorno, las residencias de mayores se han convertido en terreno propicio para la extensión, y en algunos casos la explosión, de los efectos más dramáticos de la pandemia. Alguna enseñanza podríamos extraer al respecto: en los casos de ancianos pluripatológicos con expectativas de dos años y medio de vida, las plazas deberían medicalizarse y habría que reforzar su vinculación con la asistencia primaria. Por todo lo anterior, la sensación de fracaso de nuestro sistema de organización social y familiar es grande. Las residencias de ancianos han sido nuestro Waterloo y han mostrado de manera cruda nuestro individualismo y la crisis de la solidaridad de nuestras sociedades.
Si hacemos un poco de memoria, cuando empezó todo en Wuhan, el malestar iba y venía por los cuatro costados de la aldea global, de los chalecos amarillos contra la ecotasa de los carburantes en Francia a los cientos de miles de ciudadanos en India que protestaban contra la ley de ciudadanía anti-musulmana; desde el llamado estallido social en Chile por el alza en el precio del transporte público a Hong Kong, Bolivia, Irak... Incluso Irán. De modo que el malestar venía de atrás: la desigualdad social y la desconfianza en la política y en lo público. En el fondo, la crisis de la ética de la política en favor del neoliberalismo y la globalización económica sin control ni gobierno democrático. En cuestión de días, aquellas manifestaciones han dado paso a las calles vacías por el confinamiento, y todos hemos sido testigos de unas imágenes en nuestras ciudades y en nuestros pueblos que nos han hecho sentir incómodos porque creíamos que solo podrían ser posibles en los guiones de las películas o en los argumentos de las novelas distópicas. De golpe, se han colapsado los servicios de salud, y hemos echado de menos las camas de los hospitales, las dotaciones de las UCIs, los médicos y enfermeros prejubilados a la fuerza, tanto más cuanto más recortes habían sufrido.
Algunos partidos políticos que no dudaron en recortar el gasto sanitario en la crisis de 2008, y las CCAA que representan, han estado en el escaparate y han sido un ejemplo, en negativo, de cómo y cuánto han afectado las privatizaciones y el desprecio por lo público. Una de las características de la globalización ha sido la deslocalización hacia los países más pobres. Las deslocalizaciones asiáticas y el coronavirus han puesto al descubierto que nuestro país vive en un neoliberalismo digital sin política industrial: la transferencia de la producción industrial de los países de salarios altos a los de salarios bajos no nos ha dejado espacio ni siquiera para producir mascarillas; y hemos pagado con creces, junto con los otros países del sur de Europa, la explotación de los pobres, allende las fronteras nacionales. Nosotros mismos hemos aceptado habernos convertido en una economía de servicios.
Como explica Tony Judt en Algo va mal, muchos trabajos están desapareciendo no solo debido a la producción robotizada o mecanizada, sino a que la globalización del mercado de trabajo favorece a las economías de salarios más bajos (China sobre todo) en detrimento de las sociedades más igualitarias de Occidente.
En uno de sus últimos libros (Capitalismo progresista. La respuesta a la era del malestar), el premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz también analiza cómo la globalización y los cambios tecnológicos están indisolublemente entrelazados a la hora de generar esos problemas; y describe cómo las multinacionales se han adueñado de la agenda de la globalización: “Mediante la amenaza de irse a otros países, las empresas debilitaron el poder negociador de los trabajadores y, paralelamente, crearon paraísos fiscales para evitar y eludir impuestos”. Mariana Mazzucato incide en la misma línea, la carencia de equipos de protección, mascarillas y respiradores durante la pandemia está directamente ligada a la desindustrialización de los países del sur de Europa, que se han convertido mayoritariamente en economías de servicios.
En suma, en los últimos tiempos han aparecido publicaciones y opiniones que alertan de la irrupción de una época, que de la mano de la digitalización y la llamada guerra tecnológica, ha ido transformando las relaciones entre los países. El gran riesgo ahora es que al ímpetu desglobalizador y al proteccionismo que llevan por bandera el populismo ultra y algunas élites conservadoras se sumen los millones de perdedores de esta última crisis, que son los mismos perdedores de la globalización. Del mismo modo que van a responder los euroescépticos al papel errático de la UE. Trump, cuya gestión de la crisis sanitaria puede catalogarse de catastrófica, ya ha señalado a su enemigo (la Organización Mundial de la Salud) y le ha retirado unos fondos importantísimos. No podemos olvidar que la OMS, que no debería depender de una financiación privada, tiene que jugar un papel fundamental de dirección y coordinación mundial en las iniciativas de investigación de una vacuna, y en garantizar su acceso efectivo por toda la población mundial. Es un hecho que aquellas cuestiones que deberían ser tratadas como problemas globales, como también lo es la lucha contra el cambio climático, están hoy eclipsadas por los temas más locales.
Porque lo cierto es que la crisis que estamos pasando, llamada del coronavirus, es una crisis global, cuya respuesta, si queremos que sea efectiva, solo puede ser global: en demasiados sitios del mundo los pobres no disponen de atención médica pero, la salud, o es global, o no es. En esta crisis hemos entendido que un país solo puede estar sano si los demás también lo están. Mal asunto en un momento en que la globalización en retroceso deviene desglobalización y vemos cómo adquieren fuerza por doquier la construcción de “muros” y la recuperación de las fronteras nacionales.