Ante la emergencia histórica, la Europa geopolítica es la única respuesta
La noción de la Europa de la géopolítica asusta. Hace pensar inmediatamente en los dos conflictos mundiales que han sacudido al continente europeo y más allá. Despierta a los fantasmas de la confrontación y la desolación. Esta antigua Europa de la geopolítica era, de hecho, la de los conflictos intraeuropeos, las alianzas bélicas y en la visión demente de un Hitler, la pesadilla de la dominación de un imperio totalitario. Tras el fracaso, en 1954, del proyecto, mal preparado y prematuro, de la Comunidad Europea de Defensa (CED), los padres fundadores de Europa prefirieron, con razón, empujar su dimensión económica. Fue, desde la Comunidad Económica Europea (CEE) basada en un mercado único, que a su vez se funda en la libre circulación de bienes, servicios, capitales y personas, un proyecto salvador del que debemos seguir defendiendo e ilustrando los logros fundamentales.
El economismo y el largo paréntesis histórico de Europa
Al mismo tiempo, Europa se ha convertido, sin que los políticos la hayan llevado suficientemente ante la opinión pública, en una zona de derechos única en el mundo, garantizada por la Carta de los Derechos Fundamentales, realizando parte del sueño kantiano de un continente regido por el derecho. También progresivamente, sin que los dirigentes hayan recalcado su significado histórico, Europa ha seguido ampliándose a los países liberados del yugo de las dictaturas, ya fueran de inspiración fascista o comunista. Pero una parte de su población, especialmente en algunos países de Europa central y oriental, ha retenido sin duda el desarrollo económico y el progreso social que estas ampliaciones permitieron por encima del corpus de valores que consagraban.
Durante los últimos treinta años, una gran parte de los europeos más fervientes, a los que hay que rendir homenaje por sus logros, defendieron una visión de Europa basada en la creencia de que el desarrollo económico y social refluiría las sombras del pasado. Impregnados más o menos conscientemente por las ideas desarrollistas, según las cuales el progreso de las condiciones llevaba por necesidad el fin de los oscuros tiempos y sus guerras, no se han dotado de los instrumentos intelectuales y políticos para pensar los conflictos. De acuerdo con su idea de que la economía y, en cierto modo, la racionalidad guiaban al mundo, ellos descartaron de sus escenarios el retorno de los tumultos de la historia y las pasiones de destrucción. Han aceptado, como hecho establecido, la idea simplificada de Francis Fukuyama del fin de la historia. Sin embargo, aunque desde entonces la había corregido, muchos dirigentes europeos no han comprendido la necesidad de esta actualización.
La herencia sin legado del 29 de mayo de 2005
Algunos, rechazando los hechos y enfocados en su economismo, no comprendieron el alcance del “no” en el referéndum del 29 de mayo de 2005 sobre el proyecto de tratado denominado “constitucional” (mientras que en España el resultado fue una victoria del “sí” con el 76,73 % de los votos, en Francia el resultado fue una victoria del “no” con el 54,68 % de los votos). Sin embargo, este fue el giro trágico de la aventura europea, cuando, como me decía algunas semanas después un intelectual serbio que luchaba por los derechos, una parte de la consciencia histórica de Europa se derrumbó. Sin duda corregiría hoy lo dicho sosteniendo que lo que se expresaba en ese voto era en realidad el signo de que Europa estaba sólo muy ligeramente movida por tal consciencia, o que ésta era sólo la prerrogativa de algunos intelectuales liberales. Estos, sobre todo en los países que antes estaban bajo el dominio soviético, habían percibido mejor que nadie que la defensa de la libertad suponía designar y combatir a quienes, hoy como ayer, se oponían a ella.
El 29 de mayo, por lo tanto, no indica en primer lugar el aumento del euroescepticismo y el rechazo de la Europa de los mercados, sino el desmayo de una conciencia europea, de una unidad de Europa en términos de principios y de proyecto. Las críticas que cada uno podía aportar al proyecto de tratado no eran aquí lo esencial, y todos podrán afirmar que su alcance no ha sido bien defendido y que no se ha ilustrado su sentido propiamente político, sin duda porque faltaba en la concepción misma de sus defensores. El punto decisivo era lo que el “no” debía revelar de la falta de comprensión integrada de Europa y de representación de su destino tanto entre los abogados del proyecto como entre sus adversarios. Este proyecto –que habíamos defendido– tenía el inmenso mérito de integrar en un texto de principios los fundamentos económicos y sociales de Europa y sus valores “constitucionalizándolos”. Pero, además de la explicación demasiado tímida de estos principios, enunciados a veces a la ligera, la campaña ha reproducido a menudo el pecado original del economismo europeo: el de una Europa que logre la estabilidad de un final feliz de la historia y que forme parte de un mundo que ha salido para siempre de las hostilidades. La campaña se ha convertido en un enfrentamiento combinado de dos bandos con diferentes visiones económicas a las que se han identificado como los proeuropeos y los antieuropeos. Pocos se han dado cuenta de que el conflicto esencial era otro, más fundamental y mortal.
¿Qué es la Europa geopolítica?
La Europa geopolítica es hoy, todavía más que ayer, la dimensión estructural del proyecto europeo y la única que exige urgencia histórica y expresar los valores fundadores. De ninguna manera eso implica que sean caducos sus otros componentes, económicos, sociales y democráticos, pero todas los logros europeos se hundirán si no le damos cuerpo. Todavía hay que comprender las tres conversiones de la mirada que la Europa de la geopolítica implica:
La primera consiste en acabar con la oposición clásica entre una Europa fundada sobre la idea de derecho y una Europa-potencia. Ambas intrínsecamente son anudadas. La idea de derecho permitió hacer valer esta norma en las declaraciones y los convenios internacionales; también ha ofrecido a los países en vías de adhesión y, posteriormente partes de la Unión, a los países vecinos, así como a varios de los beneficiarios de sus programas de asistencia, avances concretos hacia unas normas más estrictas de protección de las libertades, de los derechos y de la independencia de la justicia, más allá de las impugnaciones presentes. Deberíamos hablar más. Pero sin capacidad de actuar como potencia, este edificio de valores se derrumbará. Europa no puede ejercer el poder para el poder, sino sólo con el objetivo de fortalecer las normas del derecho internacional e interno de los estados. Es a este nivel que hay que comprender la idea de protección asociada a Europa por Emmanuel Macron. ¿Qué se trata de proteger? Sin duda, nuestro modelo económico y social, nuestros empleos, nuestro medio ambiente, nuestras normas jurídicas y la independencia de nuestros centros de decisión. Sin embargo, no se trata sólo de esto: en un combate común, debemos proteger nuestros valores y nuestra seguridad. En este sentido, la Europa de la geopolítica tiene todo su sentido. No sólo debemos proteger a Europa de los peligros sin autor, como podrían ser los desastres naturales, sino también de los adversarios, de los enemigos. Estos tienen un nombre y una cara.
La amenaza tiene un nombre
La segunda conversión que hay que operar es ésta; debemos definir la amenaza, nombrarla y culparla (name and shame). La Europa de la geopolítica no tendría apenas sentido si ninguno nos atacaba. Debemos ciertamente combatir la amenaza terrorista global sobre nuestro territorio, pero también en cualquier parte del mundo: en África, en el Medio Oriente y en Asia. La seguridad de Europa requiere que desarrollemos considerablemente los medios para abordarlos, y la urgencia está ahí. Pero nos enfrentamos también a una amenaza sistémica a gran escala procedente de la Rusia de Putin. Esta juró al mismo tiempo el desmantelamiento de Europa y la destrucción de su sistema de valores tanto sobre su suelo como sobre la escena internacional. Este ataque en toda regla contra nuestros principios se produce en Siria, Ucrania, Georgia y ahora en África. Al atacar a las democracias europeas, el objetivo del Kremlin no sólo es corromper la legitimidad de nuestras normas, amenazando la estabilidad de nuestros países, sino también impedir que respondamos a ellas en el plano internacional.
Ante este adversario, no podemos hablar al mismo tiempo de cooperación económica y de rearme estratégico. ¿Cómo, si Europa permaneciera en este plan ambiguo, dar a conocer a la opinión pública las amenazas que pueden llevarla al abismo y hacer comprender que responderemos en serio ? Emmanuel Macron ha definido hasta ahora tres principios fuertes: sobre los valores, en Atenas, sobre las instituciones y la reforma de Europa y también sobre la autonomía estratégica europea, en la Sorbona. No cabe duda de que la arquitectura general de su discurso será acabado por la expresión de su visión geopolítica de Europa. Políticamente, es también una necesidad para llenar la distancia que a veces parece establecerse entre las diferentes zonas geográficas de Europa, en particular el oeste y el este, que trasciende las fronteras de la Unión Europea. En efecto, ¿qué sería una dimensión geopolítica de Europa que no incluyera a Ucrania, el Cáucaso y los Balcanes? ¿Qué significaría también una estrategia geopolítica para Europa que no propondría, al mismo tiempo que perspectivas para la política europea de defensa y de seguridad, una visión de futuro para la OTAN y la OSCE?
Una guerra ideológica
Sin embargo, esta conversión de la mirada quedaría incompleta sin su tercera dimensión, que se refiere a la definición misma de la geopolítica, término que puede prestarse a confusión. Hemos abandonado las costas de la antigua geopolítica basada en intereses estrechamente apreciados. Ya no estamos en un mundo en el que la geopolítica de los dirigentes pueda evitar la lucha de los pueblos por la libertad, los derechos y la democracia. Entramos en un universo donde nuestros enemigos libran una lucha cultural e ideológica que la caída de la Unión Soviética llevó a menudo a guardar en los armarios de la historia. Nos enfrentamos, una vez más, a potencias que son todo excepto potencias normales con las que se podría negociar, duramente por cierto, pero de manera previsible. La realidad internacional no es la de la transacción.
Cuando el enemigo quiere destruir, la racionalidad se derrumba. Por otra parte, la propia Europa, que es todo menos una potencia banal, ya que tiene el derecho por horizonte, no está allí para oponerse como potencia que se basa en intereses puramente materiales y, sobre todo, lo exige la naturaleza de los objetivos del enemigo. Su lucha no es la de una potencia con intereses territoriales, sino, digamos, morales. Hay que luchar contra la idea, que a veces brota en el este del continente, de que nuestra oposición al régimen ruso podría acomodarse a un discurso que combata la amenaza militar que representa mientras copia sus relatos “iliberales”. Al no comprender que la Europa de la geopolítica no tiene alcance operativo solamente si se basa en principios cuya aplicación debe ser universal, nos condenaríamos a la impotencia. Nuestro fracaso moral y estratégico en Siria lo demuestra. Europa sería entonces otra versión de lo que Maquiavelo llamaba los “profetas desarmados”.