Alfonso Cuarón y un anuncio de 'Smart for Four'
Voy a hablarles de cine, por descontado, pero permítanme una digresión enrevesada. Hace cinco años, un anuncio televisivo me brindó la oportunidad de deleitarme con uno de los jingles de mayor calidad y emoción que jamás había oído. Aquella sintonía era penetrante y provocaba en mí algo que nunca antes había experimentado, una mezcla entre placer y compulsión. Tenía que escucharla.
Jamás he comprado un coche por la música de su anuncio, pero sí he comprado música a causa de un anuncio de coches, seductora paradoja. Busqué hasta la extenuación la sintonía, pero fue improductivo, ni la reconocía Shazam ni ningún otro medio resultaba mínimamente fiable para conseguirlo. Hasta que la marca no añadió el anuncio de Smart For Four a YouTube, tuve que contentarme con disfrutarlo en televisión, con lo poco probable que era ver el anuncio fuera de prime time. Ese mismo enlace sigue vigente, siendo posible degustar su minuto y cuarenta y cinco segundos de duración en la plataforma online.
Pasados cinco años, he sabido quién es su autor, un compositor alemán llamado Ralf Denker que realizó el jingle para el estudio de sonido Bluwi. Lo curioso de mi reacción, tan visceral, tan profundamente espontánea, es que ya conocía a su autor, aunque no fuera consciente de ello. Alguien que solo bosquejaba unos acordes —retorcidamente adictivos, por otro lado— había calado en mí a través de unas canciones que no reconocía como suyas, pero que ya formaban parte de mis playlists desde hacía tiempo. Una voz, una aplicación de identificación de música y ahí estaba alojado Denker, en lo profundo de mi alma y de mi telefonía móvil.
Lo mismo sucede, más de lo que pensamos, con el cine. Al vivir en una sociedad impersonal en la que lo humano cede paso al placer efímero, apenas nos percatamos de los artistas, quienes reposan en el sueño eterno del desconocimiento. Son demasiados los éxitos que deben encadenarse como para detenerse a conocer a un autor, aducen algunos tecnócratas. Reflexionar implica mucho esfuerzo y somos más rentables aletargados. Y así sucede que, de repente, conversas con alguien que confiesa no haber visto Roma por no conocer a Alfonso Cuarón, sin ser consciente de que hacía tiempo que sus películas lo habían seducido.
"¿No sabes quién es Alfonso Cuarón, me apresuré a preguntarle, aunque su expresión de lejanía le hacían parecer a años luz de nuestra conversación. "Pero, seguramente habrás oído hablar de Gravity, ¿verdad?", inquirí recelosa. "¿Es suya?, me contestó, "pues entonces sí, sí que he visto una de Cuarón". Seguí adelante más por recreo que por reparación de cinéfilia herida, la conversación me divertía: "Puede que también hayas visto la tercera película de Harry Potter, la de El prisionero de Azkaban". De inmediato respondió: "¡Sí, claro! Es una de las mejores", dijo con asombro. No sabía hasta qué punto había calado en su experiencia cinematográfica la obra de Cuarón. Como reto personal, realicé una osada interpelación que pronto me llevaría al hat-trick: "Quizá esta no la hayas visto, pero a lo mejor te suena Hijos de los hombres, con Clive Owen, Julianne Moore; tiene uno de los planos secuencia más brillantes de la historia del cine reciente". Mi interlocutor no podía abandonar la expresión de estupor: "¡Esa película es increíble! Me gustó muchísimo el tema, la persecución y todo".
De nuevo, la experiencia me había dado la razón. No nombré otros de sus títulos, de qué habría valido seguir poniendo en evidencia lo mucho que conocía a Cuarón con como Grandes esperanzas (versión de 1998) o Y tu mamá también, si ya había conseguido que entendiese que el cine va más allá de una cartelera atestada de estrenos ignotos, que en realidad el arte cinematográfico sigue vivo, que no siempre cualquier tiempo pasado fue mejor o que no únicamente el pasado fue bueno.
Porque hoy en día existen innumerables cineastas con rasgos autorales, rasgos fácilmente rastreables por un público bien instruido en el arte de decodificar la narrativa audiovisual. Pero si no nos acostumbramos a observar, a estar concentrados —tan difícil de conseguir en esta sociedad fugitiva y saturada—, lo único que lograremos es impermeabilizarnos al placer de la observación. Extravagante que nuestra vista jamás haya estado tan cansada y que, al mismo tiempo, apenas veamos nada.
Por eso, ahora que las carteleras florecen con los nominados a los Oscar, tenemos la oportunidad de redimir un año de ver sin mirar. Acerquémonos a las salas de cine a entregar una porción de nuestro tiempo al cine que debemos comprender.
Denle una oportunidad a Pawel Pawlikowski, a Hirokazu Koreeda o a Nadine Labaki entre otros muchos. Y sí, por favor, vayan a ver Roma porque, aunque no lo sepan, hace tiempo que les gusta Cuarón.
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