Alerce
Un cuento veraniego.
Español de puro bestia
César Vallejo
-No hagas pucheros ahora, Joaquín, que bien te lo avisé, que esa gentuza con la que andabas no te iba a traer nada bueno ¿Te alimentaron ellos? ¿Te cuidaron? ¿Te pagaron la carrera en la Católica? No. Fui yo, tu padre. Ellos no han hecho más que meterte basura en la cabeza. Subversivos… una mierda. Niños bien renegando de los suyos por diversión, Cagajones… que yo, Joaquín, a un comunista de verdad, fajado y macho, lo respeto. Es mi enemigo, pero lo respeto. Pero a estos maricones… ya no dan tantas voces; ahora solo gritan y lloran. ¿De verdad crees que no van a soltarlo todo en cuanto los adoben un poco? Te van a vender al segundo bofetón. Pues adelántate; dale al teniente los nombres de las ratas que faltan por caer y nos vamos de aquí, tú y yo, a casa, a vivir la vida que te mereces. A los militares les duele tener que hacer esto. No me mires así; me lo ha dicho el brigadier, y yo lo creo. Amigo mío desde los jesuitas, y de los leales. Ellos sufren al ver a buenos chicos, los mejores de tu generación, envenenados por ese cabrón de Allende, que ahora está en el infierno si es que Satanás no se ha hartado ya de sus mamarrachadas, y por esos cantantes vestidos de negro, sin más talento que la demagogia barata… Chile, hijo mío, está enfermo de cáncer, y el cáncer hay que extirparlo aunque duela. Porque mata. Siempre. ¿Que te han cruzado la cara? Es su deber, y lo cumplen con entereza, porque saben que es lo que el país necesita. Yo se lo perdono, aunque seas mi hijo, porque entiendo su sacrificio. Ayúdalos, Joaquín; no les obligues a ensañarse contigo. Haz algo bueno por tu país, por mí, por tu madre, y por ti. Sobre todo, por ti. Esos no son tus camaradas ni lo han sido nunca. Ya están muertos. No te vayas tú con ellos por un capricho infantil, hijo. Ser un hombre es otra cosa, y yo sé de lo que hablo.
Joaquín ofrece un cigarro a su padre, que lo mira con embeleso antes de llevárselo a la boca.
-Puros habanos, coñac francés… te ha ido bien aquí, hijo.
-No me puedo quejar, como dicen los españoles. Esto es Europa, padre, y se nota. Aquí se pueden hacer negocios, y con futuro. Y, contra lo que se dice por Chile, los godos te admiten de mil amores si traes ideas prósperas.
El padre expulsa el humo ceremonialmente, con lentitud, pompa y boato. Se siente a gusto porque sabe que, aunque Joaquín no lo diga, él es el responsable de la riqueza de su hijo. Bebe un trago y chasca la lengua con el desparpajo de quien puede permitírselo.
-Ya verá, padre, la iglesia. La Basílica de san Miguel, la iglesia de la Nunciatura Apostólica; pocas más hermosas y de mayor rango hallará en Madrid. Y lo que nos ha costado cuadrar la fecha del bautizo para que nos coincidiera con el restaurante, un buen asador castellano.
-Joaquín, hijo, no pretenderás enseñar a tu padre el asado…
-Nada tiene que ver el de aquí con el nuestro, padre. Y espero que los vinos que he elegido le encanten. En eso sí que le sacan los colores a todo el mundo.
El padre sonríe entre la satisfacción, el coñac y el sueño no recuperado de un viaje que apenas hace dos horas que ha concluido.
-Lo del nombre del niño, hijo…
-Ahí no hay disputa, padre. José por usted y porque un bautizado necesita un nombre cristiano. Pero quiero que se llame Alerce, para que el nombre le imprima carácter. Que sea duro y resistente como esa madera, que no le afecte la carcoma y que no le tema al fuego. No crea que se me olvida que usted siempre hacía el fuego sobre un tronco de alerce, que allí seguirá, impasible, `por más que ardieran sobre él las brasas y el bife. Así ha de ser mi hijo.
-Pues que así sea -el padre levanta la copa- Por José Alerce, y que sea un macho de los buenos.
-Un favor quiero pedirle padre. Habrá en el bautizo gente del laboratorio y de la consultoría de Dina. No hable mucho de política. No se signifique. En España me he hecho buena prensa como represaliado por los milicos y exiliado. Me ha ayudado en el negocio. Gente así les cae bien. Ni siquiera le pido que finja; tan solo que calle.
Cuando Alerce tiene diez años, nadie da importancia a aquello; son cosas de críos y jamás ha faltado un abusón en el patio del colegio. Joaquín le insiste en que se defienda, que se haga respetar. Incluso pasa varias tardes enseñándole a armar la guardia y a castigar el hígado de su rival con golpes cortos de izquierda, tardes en las que Alerce recibe cachete tras cachete de su padre.
-¡No te arrugues, Alerce! ¡Aguanta y responde! ¡Los hombres nos aguantamos si nos dan! ¡Y devolvemos las trompadas! ¡Una por una! ¡Deja de llorar! ¡Nadie se arregló la vida llorando!
Por la noche, sentado en el borde de la cama, Joaquín se desespera ante Dina.
-Yo quiero que sea un hombre fuerte para ahorrarle sufrimientos. Mucho va a tener que pasar en esta vida, y si no se forja bien se va a quebrar. Más me duele a mí saber que me odia que el daño que pueda hacerle.
-Tu hijo no te odia -responde Dina, aunque sin convicción- pero es como es, un chico sensible. Lo que hay que hacer es apartarlo de esos animales, que ni sé cómo los han admitido en el colegio. Vamos a pedir una entrevista con el hermano director. Con todo el dinero que le dejamos, bien podrá resolver esto, que para algo está ahí.
-Te va a decir que él no puede hacer nada. Y tiene razón. El problema se acabará cuando Ale sepa hacerse respetar. Siempre ha sido así y lo seguirá siendo.
Dina se gira en su lado de la cama y manda un buenas noches desabrido. A un hijo, piensa, se le cuida, no se le entrena.
Cuando Dina propone que Alerce estudie BUP en un instituto público, Joaquín tiene un ataque de furia que no termina hasta que, exhausto, con las venas tensas y la piel enrojecida, tembloroso y sin poder respirar, se derrumba sobre el sillón.
-¡En medio de todos esos pelados! ¡Ni loco! ¡Mi hijo seguirá en el colegio, entre los de su clase! ¿Qué pretendes? ¿Que se junte con porreros y con quinquis? ¿Qué terminen de hacer de él un culeado?
-¡No hables así! ¡Ya no estamos en Chile!
-No, claro que no. En Chile todavía quedan hombres. Aquí solo hay maricones.
Y Dina calla y Alerce seguirá en el colegio.
Y calla porque sabe.
Alerce vive ahora los meses desesperantes del acné, los rodales indecisos de barba, el cuerpo que crece desencajado y la voz que salta de lo profundo al gallo sin que lo pueda controlar. Y ella había entrado una tarde en su cuarto sin llamar a la puerta y había encontrado a su hijo bailando Vogue, de Madonna, ante el espejo, repitiendo con exactitud los movimientos del videoclip.
La primera reacción de Alerce al sentir la puerta fue lanzarse de bruces al suelo, reptar hasta la ropa tirada y frotar el rostro contra ella con urgencia, con rabia; pero no pudo borrar por completo el maquillaje y el carmín con los que había querido ocultar su aspecto de macho en estado larvario, feo e inevitable. Dina corrió a abrazarlo, a limpiarle el rostro con mimo y a hablar por encima del sollozo dolido de su hijo.
-No, mi rey. No me llores, ángel mío. No pasa nada. Está todo bien, todo bien. Tú eres como eres y a mamá le parece estupendo. Mamá solo quiere que seas feliz, y mamá sabe que eres sensible, culto y delicado. No soportas a los brutos. Ni yo. Olvídate de todos ellos. En este cuarto estás a salvo. Aquí podrás ser como quieras. Yo te protegeré, te traeré lo que necesites y te cubriré para que tu padre no sepa. Él te quiere, pero no comprende. No es culpa suya, cariño; lo educaron para pelear y no entiende otro lenguaje. Pero no se lo tengas en cuenta. Tú, preocúpate por ser feliz en este cuarto. Yo sé lo que quieres y estoy a tu lado.
Y Alerce pensó que cómo iba a comprender su madre si ni siquiera él comprendía.
De nuevo a solas, se enfrentó al espejo y sintió, inicialmente, deseo; luego, un escalofrío y miedo ante esa desconocida oculta tras un maquillaje corrido y surcos de lágrimas.
-Hoy me he peleado en el patio.
Alerce lo cuenta durante la cena, sin levantar la vista del plato, puede que para no ver el gesto de sorpresa y satisfacción de su padre ni el reproche sigiloso que a este dirige Dina. Durante un segundo, entre ambos se cruzan puños cerrados, labios fruncidos, índices que ordenan silencio, hombros que se encogen negando cualquier límite.
-Volvió Gómez Melchor con las suyas. Cuando aparecí en el recreo empezó con las voces y los insultos. Me he llegado hasta él, le he dado un empujón y nos hemos enzarzado. Me he llevado unas cuantas, pero él no se ha ido limpio.
-Bien hecho, hijo. Tú, hazte respetar. Ese es el camino para vivir dignamente.
Lo que Alerce no cuenta es que sus golpes han sido en vano; que nada más empezar la pelea, y asustado por el primer puñetazo que ha recibido en el pecho, se ha abrazado a Gómez Melchor y ha intentado llegar a sus costados, aunque apenas ha conseguido arañarlo. Al animal de Gómez no le ha costado tirarlo al suelo con una llave de cadera y liarse a patadas, mientras los espectadores, y Alerce ha sentido que han sido todos los alumnos del colegio, desde los de primero de primaria hasta los de COU, han formado corro alrededor de la paliza e iniciado la letanía, Alerce, Ale, Alelado, Alhelí, que ha marcado el ritmo de los punterazos. El fraile que vigilaba el patio ha acudido sin prisa cuando ha identificado el alboroto. Ha caminado despacio, como si quisiera dar tiempo a que el grupo se disolviera, y solo ha encontrado a Alerce tirado en el suelo, llorando, encogido sobre su estómago arrasado.
-A ver, no me gimotee, José Alerce. No me gimotee y aprenda a ser normal de una santa vez, que no hacemos carrera de usted.
¿Quién está en el espejo? No soy yo. Me da igual que mueva la mano si yo la muevo, que le resbale la lágrima por la mejilla a la vez que a mí. Me da igual que tenga el rostro cetrino y el cuerpo desencajado de Alerce; que se llame Alerce, como yo. Porque yo no soy Alerce, ese puto árbol al que me tengo que parecer. Ni soy Alerce ni quiero ir a Chile, donde todos son tan recios, tan bien hechos como mi padre, que aguantó la tortura sin pestañear, o mi abuelo, que ha pisado a todos sus adversarios para salvar a los suyos. Yo no quiero ser fuerte como ellos. Yo quiero mi propia fuerza, que ellos llaman debilidad. No soy maricón. Ojalá. Creo que eso les tranquilizaría. Pero no soy maricón. Mi enfermedad es que no soy yo; al menos, no el yo que veo en el espejo. Y no es una enfermedad. O sí. Enfermedad es todo lo que nos hace sufrir, lo que nos duele, lo que nos corrompe. Y a mí me corrompen esos genitales que no quiero, y me duele el bigote, y sufro cuando siento la nuez subir y bajar. Pero más me pudre el asco que noto en mi padre, y los escupitajos de los compañeros, y las miradas perdidas de los hermanos, que no sé en muchas ocasiones qué expresan. Lo que me pudre de verdad son los balones de fútbol que todavía me regalan sin preguntar, los codazos que recibo cada vez que pasa una tía buena, las risas con que los primos desprecian mis libros. Hasta el cariño de mi madre me pudre, resignada como está a mantenerme a salvo en este santuario donde puedo bailar y flotar un par de horas al día, hasta que mi padre regresa, y donde todo lo que no sea madera de alerce está escondido, disimulado. Hasta este espejo en que se refleja el que yo no soy es clandestino.
Yo no soy un enfermo. Yo, sencillamente, no soy yo, Pero la verdadera enfermedad son ellos con sus cerebros de madera que ni el fuego ni la garlopa pueden moldear.
Ellos y mi puto nombre.
Los vaqueros pitillos, bien ajustados y brillantes; una blusa de hilo amplia y sin cuello; los zapatos de tacón que compró en un mercadillo y mantuvo a salvo al fondo del armario; las uñas pintadas en color nácar; base de maquillaje, sombra y un toque de rímel, rouge difuminado en los labios; el pelo corto y ensortijado, bien impregnado de gomina.
Su madre ha querido detenerlo entre lloros y ruegos.
-Vamos, mi bien, así no. Quédate en tu cuarto, donde los dos podemos ser felices. No te arruines la vida. Tienes toda por delante. Dentro de unos años podrás hacer lo que quieras, pero ahora no. Por mí, Alerce, por mí…
Camina por la calle con decisión, con urgencia; sabe dónde encontrarlos, en el banco de la plaza en el que se aburren a primera hora de la tarde, entre la botella de cerveza y los cigarrillos robados. Siente como le miran cuantos se cruzan con él; escucha los insultos entre dientes y los disfruta. No tenéis ni idea, piensa, pero al menos tenéis el privilegio de atisbar a quien realmente soy.
Gómez Melchor no lo reconoce hasta que Alerce está a tres metros de él. El estupor le impide iniciar la risa que pretende, y lo mismo les ocurre a los dos chicos y las tres muchachas que le rodean. Sin mediar palabra, sin ni siquiera delatarse con un gesto, Alerce le abofetea con la mano abierta, un latigazo seco, sonoro y brutal, que abrasa la mejilla de Gómez Melchor, y este queda aturdido, más que por el dolor, por el rostro que lo hipnotiza con su claridad y su decisión. Y siente miedo, porque no ve al monstruo ridículo que ha aprendido desde chiquitito a ver, sino a alguien a quien no conoce, a quien no debería haber conocido nunca, pero que se dirige a él con voz tranquila, capaz.
Fuerte.
-Ni Ale, ni Alelado, ni Alhelí. A partir de hoy tú y todos los mierdas que están contigo me llamaréis Alejandra. ¿Lo has entendido? Ese es mi nombre.