Acudí a un sanador espiritual al que arrestaron por ser un depredador sexual
Este invierno, mi marido Adam me comentó la noticia de un líder de una secta religiosa de Brasil al que habían arrestado por violencia sexual.
“Ese no es el tío al que acudiste, ¿no?”.
“Claro que no. El tío al que acudí no era el líder de una secta religiosa”, le respondí.
Me lo mencionaron varias veces más antes de decidirme a leer la noticia. El depredador sexual resultó ser, en efecto, “el tío” al que acudí, Juan de Dios, a quien hasta entonces daba las gracias por haberme ayudado a encontrarme a mí misma.
“¿Fuiste a verle cuando tocaste fondo?”, preguntó Adam.
“Estuve una década tocando fondo”.
Me salió como una broma y nos reímos, pero era cierto. Mi vida actual como esposa y madre de dos niñas pequeñas apenas se parece a la década en cuestión, la época de desesperación y estancamiento que abarcó la mayor parte de mi vida como veinteañera. Necesitaba un buen terapeuta y antidepresivos (al final los conseguí). Antes de eso, como tantas personas, recurrí a la espiritualidad.
Estudié reiki y meditación. Leí libros de Eckhart Tolle, Abraham Hicks, Gary Zukav y muchos más. Y viajé de Nueva York a Abadiânia (Brasil) para conocer a João Teixeira de Faria, conocido como João de Deus o Juan de Dios. Durante años, hablé de ese viaje como una visita a un ashram. En realidad, era un médium que afirmaba canalizar los espíritus de médicos y salvadores.
Juan de Dios no fue el primer curandero al que acudí. Durante mi época tocando fondo, me dejé 200 dólares en una charlatana de Queens (Nueva York). Me dijo que me habían echado una maldición y quiso sacarme otros 200 dólares para librarme de ella. En otra ocasión, le recomendaron un ruso místico a mi madre, que estaba desesperada por ayudarme. Este místico era un inmigrante soviético, como mi familia, y vivía en Brooklyn en un apartamento oscuro hasta arriba de imágenes de Jesucristo según lo representa el cristianismo ruso ortodoxo. Cuando fui a verle, se ofreció a “liberarme de forma manual” de mi maldición poniéndome las manos alarmantemente cerca de la entrepierna. Decliné su oferta con amabilidad, le pagué y me marché.
Juan de Dios, al parecer, estaba un nivel por encima de los demás. Lo conocí a través de mi tío Misha, que estaba luchando contra el cáncer. Misha era más sarcástico que devoto. Era un erudito que se interesaba por todo lo que sucediera en el mundo. Jamás imaginé que recurriría a la vía espiritual, pero enfermó. Mi padre acompañó a Misha a ver a un curandero en Brasil. Volvieron esperanzados y con un aire de paz. Aunque yo no estaba físicamente enferma, también quise ir. Mi espíritu estaba destrozado.
Mi depresión apareció cuando emigré a Estados Unidos con 8 años. Reprimía las lágrimas en mi nueva y abarrotada clase de Brooklyn. Añoraba la familia perdida y la familiaridad de mi infancia en Riga (Letonia). No era un lugar perfecto, ni mucho menos. La mayoría de los judíos que vivían ahí, como mis antepasados, fueron asesinados durante el Holocausto. Mi familia vivía en un piso compartido con desconocidos y las tristemente famosas filas soviéticas para conseguir comida y papel eran muy reales, pero eso era lo único que había conocido.
En Estados Unidos sufrí acoso escolar y una crisis de identidad que quizá me acompañará toda la vida. ¿Quién tenía que ser para ser querida y aceptada? Cambié de nombre, pasé de Asya a Jessie y me acoracé. O eso pensaba.
Con 21 años, cuando terminé en una cama en la que no quería estar con un tutor de prácticas que ni siquiera me parecía atractivo, me quedé aturdida. Me había sacrificado en la escuela de negocios para encontrar una vía de escape y estas prácticas en una producción cinematográfica eran un regalo del cielo.
Lloré cuando me quitó la ropa. La palabra no se me quedó atascada en la garganta. ¿Para empezar, para qué había ido a ese piso claustrofóbico? ¿Cómo de inocente fui al pensar que de verdad iba a hacer lo que me había propuesto, que era enseñarme la película en la que estaba trabajando?
Enterré ese suceso lo mejor que pude, pero perdí la confianza en mí misma. Durante los siguientes años, me costaba encontrarme. Cuando un coche se saltó el semáforo en rojo y se empotró en mi coche, la conmoción fue un respiro para mi cerebro. Apenas me importó la cicatriz de mi cara. Mientras vivía con mis padres, probé en varios trabajos, pero no cuajaba nada. No era capaz de entablar relaciones laborales ni amistosas.
“Es demasiado difícil cuidar de ti”, me dijo mi mejor amiga una de las muchas veces que se lo hice pasar mal por tener una vida lejos de mí. “Necesito un descanso”.
Yo quería que mi mente de simio se callara. Quería dejar de pellizcarme cada defecto de la piel hasta sangrar. Quería ser normal.
Decidí usar el dinero que me había dado el seguro por el accidente. Compré el billete de avión para mi peregrinaje y contraté a un guía que hablaba inglés para que me llevara junto a más personas a La Casa, donde tendría lugar la sanación. Leí todo lo que pude sobre Juan de Dios, llené la maleta con la ropa colorida que teníamos que llevar allí y esperé ansiosa por dejar atrás la versión hecha pedazos de mí misma.
Estando sola en Abadiânia durante dos semanas, me establecí en una posada sencilla que estaba cerca de La Casa. Era una pequeña ciudad rural tranquila y salpicada de naturaleza salvaje. Dormía con una escoba cerca porque había unos extraños insectos gigantes a los que les gustaba pasearse por encima de mi cama. No había televisión ni internet que pudieran distraerme de lo que había venido a hacer: sanar.
Conocer al médium fue un proceso solemne. Cientos de personas vestidas de blanco acudían a La Casa todas las mañanas, algunas de ellas en sillas de ruedas y otras débiles por la quimioterapia. En una fila ordenada, esperábamos nuestro turno para estar ante él para que nos prescribiera nuestra cura. La mía consistía en los siguientes puntos:
Un traductor se apresuró a apuntar estas directrices en una hoja de papel.
Conocí a mucha gente amable. Había personas que viajaban anualmente para encontrarse con el espiritualista, personas que habían dedicado su vida a trabajar por los discapacitados, mujeres con cáncer que pese a eso mantenían la actitud más positiva que se pudiera esperar... y yo, la verdadera versión de mí, la que no se dejaba engullir por el miedo, la soledad o la autocompasión. Me gustaba esa versión.
Durante tres horas al día, me sentaba para meditar en la “sala de corrientes”, un lugar que ayudaba a conducir la energía sanadora. Era algo especial, había un propósito. Descansaba, hacía senderismo y permanecía de pie bajo esa gélida cascada sagrada. Rezaba frente al triángulo de La Casa, una pieza grande de madera colgada de la pared cuyos tres vértices representaban la fe, el amor y la caridad.
Y luego volví a casa.
Estaba preparada para empezar de cero, pero hizo falta mucho más acierto y error para recomponerme. A menudo me dirigía a los espíritus que Juan de Dios decía canalizar y me rodeaba de cristales de Abadiânia y de una réplica del triángulo mágico firmado por el propio Juan de Dios. Siendo actriz y camarera, me mudé a Los Ángeles y me di cuenta de que lo único que quería era una vida normal en familia. De vuelta en Nueva York, con 30 años, empecé a trabajar en las redes sociales. Leí el Tao Te Ching y viví con sencillez. Encontré el amor.
Mi tío Misha había fallecido un año después de mi peregrinación. Mi madre había puesto una foto suya sobre la repisa. Aparecía con la mandíbula apoyada en el puño como El pensador de Rodin. Se le veía pleno.
Luego, en diciembre de 2018, detuvieron a João Teixeira de Faria, acusado de violaciones y estupro (manipulación a menores para conseguir sexo). Fue acusado por cientos de mujeres y niñas de todo el mundo, incluida su propia hija. Aún más sorprendente es que también lo acusaron de dirigir una trama de tráfico de bebés por la que jóvenes esclavas sexuales concebían bebés que él vendía a padres ilusionados de otros países. Según cuentan, asesinaban a sus “siervas” cuando cumplían 10 años a su servicio.
En otro giro inquietante de los acontecimientos, la activista Sabrina Bittencourt, cuyos esfuerzos propiciaron el arresto de Juan de Dios, se suicidó en febrero. Había tenido que abandonar Brasil por las amenazas de muerte que le dedicaban los seguidores del médium y vivía bajo medidas de protección en Barcelona. Tenía tres hijos.
El gurú al que busqué tras ser violada por mi tutor también era un violador y un desequilibrado. Lo había admirado, estaba en buena compañía. El prestigioso profesor espiritual Wayne Dyer elogiaba a Juan de Dios. Mi admirada Oprah Winfrey lo entrevistó en 2012 y dijo que se sintió humilde e inundada de paz. Mi padre y mi tío también creían en él.
Cuando una persona está enferma, ya sea en cuerpo o en alma, hará lo que sea por curarse. Fue devastador que un “hacedor de milagros” se aprovechara de los más vulnerables. Y yo había sido un engranaje más de un mecanismo que le había dado poder a un monstruo. La visión beatífica que tenía de mi salvación era una farsa. Me sentí perdida y deseosa de recalibrarme.
Empecé a eliminar a Juan de Dios de mi conciencia y de mi casa. Tiré a la basura su triángulo mágico, que estaba colgado en el cuarto de mi hija. Un cristal de cuarzo rosado también fue directo a la basura.
Sí que me quedé otro cristal de Abadiânia. Era pesado y muy sólido. No me hacía pensar en Juan de Dios, sino en mí misma, en la versión fuerte que había empezado a redescubrir allá. También recordaba a las personas que acudían en busca de esperanza; eran ellos quienes traían la paz.
Me he dado cuenta de que no hay viaje o persona capaz de ayudarnos con nuestros demonios. Es necesario un compromiso que debemos tratar de mantener a diario, en un ashram, en la consulta del terapeuta o, como yo, en una casa en las afuers con un marido, dos hijas y un gato.
Este post fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.