Acabar con los monstruos
Ya cuando leí la noticia del hallazgo del cadáver de Diana Quer, en estado de saponificación en el fondo de un pozo situado en una nace de Rianxo (La Coruña), me sumí en un estado de conmoción que duró algo más de una semana hasta que dejase paulatinamente de pensar en ello a diario. "¿Que ser humano, ser de raciocinio, según la terminología cartesiana, había sido capaz de someter a su semejante a tal bestialidad?", me preguntaba. Diana era joven y regresaba de fiesta a su casa cuando llegó el momento fatídico del que quedó rastro gracias a un último mensaje mandado por WhatsApp. ¿Y Laura Luelmo? ¿Por qué le arrebataron la vida a Laura?
No fue hasta recientemente que me percaté de la proporción asombrosamente elevada de mujeres que han sufrido acoso, independientemente de la gravedad del acto considerado como tal, una o numerosas veces a lo largo de su vida. El despliegue de dominación sustentada en el heteropatriarcado puede ir desde una intimidación, inocente en apariencia, hasta el asesinato sin obviar, claro está, la violación. En aquel momento de luz recordé cómo una amiga y rollo de hace numerosos años me había contado que, en varias ocasiones, un hombre sospechoso la había seguido a altas horas de la madrugada hasta su domicilio de Ronda Norte, Murcia. Un caso aislado, pensé yo en aquel momento en que tenía 9 años menos. No. No lo era. Por mucho que yo regresase a casa a la misma hora, haciendo eses en ocasiones, cuando residía en Murcia, en Santiago de Compostela o en Barcelona, jamás sufrí agresión o acoso alguno basado en mi sexo.
A la mujer más importante de mi vida la intentaron forzar o drogar en más de una ocasión mientras residía en Bélgica. En una de esas ocasiones, un macho quiso aprovechar su ascendente viril y la agarró en el aseo de un bar. Al final, la cosa no fue a más, pero el trauma psicológico ha permanecido, que supone mucho más que la simple rabia que llegué a sentir yo al constatar que una proporción asombrosa de mis semejantes de cromosoma XY son unos violadores —cuando no unos asesinos intentando acallar a su víctima recién violada— siempre al acecho de sus presas vulnerables, sobre todo si van bebidas y caminan solas a altas horas de la noche. Desde la concienciación, el sentimiento de asco y odio no ha cesado de expandirse en mí a la vez que mi empatía para con todas las víctimas en vida y las que murieron bajo los golpes de sus verdugos "humanos".
No soy especialista en Filosofía ni en Derecho. Sin embargo, animado por cierta curiosidad, he dedicado largas horas de reflexión en la soledad a la violación y lo que la puede diferenciar del asesinato. La conclusión a la que llegué es que mientras el asesinato puede estar rodeado de circunstancias que incidan en una reducción de pena e, incluso, en cierta clemencia, si ocurre de forma involuntaria o en caso de legítima defensa, la violación (con la cual podríamos yuxtaponer la pedofilia) es el crimen vil y egoísta por antonomasia. Cuando viola, uno no tiene circunstancias atenuantes, hasta donde yo sé, y, salvo casos de trastorno mental, decide, con su libre albedrío, no acatar un triple principio que constituye la base sobre la que se sustenta nuestra sociedad occidental: la moral, la propiedad y el derecho. Es ahí donde se expresa el egoísmo al estado puro de la violación, en el ignorar esos tres pilares, aun siendo supuestamente un miembro de la sociedad. Por ello, habría que plantearse si el violador puede reinsertarse socialmente o si se le ha de ofrecer como vía única el destierro ya que desterramos la pena de muerte hace unas décadas.
Quiero volver a la cuestión de la propiedad. En el querer poseer con el uso de la fuerza a una mujer con la que no comparte ningún vínculo social ni afectivo, un hombre —porque sí suelen ser hombres quienes violan a mujeres y no lo contrario— o debería decir un cerdo, se siente engreído hasta el punto de establecer un ascendente que considera natural y de facto sobre su víctima. Es esta la mayor expresión del heteropatriarcado, el mismo que nos rige en Occidente. Es este el sistema que, habiéndose vuelto quizás más latente con los siglos, mantiene una oposición de género que permite, a través no solo el ejercicio del poder, sino también el acceso al estudio, el miedo y, en último recurso, la violación y el asesinato excluir a una mitad de la población de la igualdad de oportunidades en la vida.
Esto ha de terminar. Quiero poder mirar a la totalidad de mis amigos y familiares varones, así como a los hombres que veo por la calle, se llamen Bernardo o José Enrique, sin pensar que este o aquel sería candidato para no refrenar sus impulsos sexuales y violar a la mujer de su antojo aniquilando, de ese modo, una vida. Quiero que mis amigas, rollos y parejas del pasado puedan correr sin ir con el miedo constante de que les asalte un cerdo engreído violador. Quiero que mi hija, si la tuviere, pudiese ser profesora y llegase a vivir suficientemente, al contrario de Laura, para educar a los monstruos con la finalidad de que no sean cerdos, se aniquile definitivamente su estirpe y el patriarcado, dando lugar a un mundo justo e igualitario donde ellas no sean ni se sientan menos que nosotros. Quiero decirles a Laura, a Diana y a la mujer más importante de mi vida que yo sí las habría creído y las creo y que trabajo día tras día, no para enseñar a mis alumnas cómo ser más precavidas, sino para acabar con los monstruos.
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