Abuelita
"La cura para todo es siempre agua salada: el sudor, las lágrimas o el mar".
Karen Blixen (Isak Dinesen 1885-1962)
Al sentarnos en el comedor esa primera noche reunidos, un escalofrío recorrió la mesa, arrugó el mantel, pasando por las cucharas, entristeciendo al pan, hasta llegar a la nuca.
Contadas son las personas que tienen el misterio de sorprender con el acto menos deliberado. Mi abuela sabía su oficio de taumaturga, contaba historias de guerras latinoamericanas subida en una silla, revisando hasta el mínimo detalle, entregando un cuadro pintado con la sangre de los enemigos... Exaltada, casi hasta las lágrimas, declamaba temblando la asquerosidad de los contrincantes. En sus "batallitas" antes de disparar se recurría al sentido de la hermandad, al nefasto oficio piadoso, al simulacro de un honor persistente. De eso dependía hacer del derrotado un saco lleno de torturas antes de expirar o regalarle un disparo seco para matarlo de golpe, aliviándole el denso sabor de la derrota.
Abuela era negra, muy pequeña, pies grandes. Cuando iba delante, su espalda destellaba, parecía encendida. Su vida había pasado por haciendas de algodón, destartalados trenes rumbo al mar, pescaditos de madera y nácar hecho aretes. Su desparpajo bailaba la música de su risa, despistaba ruidosa y solemne, a la alegría.
Era un lujo escuchar esa voz. Maldiciendo, parecía estar rezando. Rezando parecía pronunciar malas palabras... "El corazón es un tambor que suena distinto, si tropieza con el verdadero amor, cambia de color. Los pájaros dejan de comer insectos y los insectos cantan como rutilantes pájaros enceguecidos, si el amor alumbra con su lámpara intempestiva...".
A mi abuela la gente de la calle la buscaba porque aseguraban podía sanar. Regalaba amuletos contra el mal amor, el peor asesino para ella, era un amor simulado. Es mejor nunca enamorarse, hay gente parecida a una enfermedad. En su diccionario había muchos tipos de amor. El amor interesado llenaba de ojeras, corría las medias, dejaba los pezones duros, oscuros como mármoles de mausoleo...
El amor blando era un cuchillo desafilado, torturando antes de matar. El amor verdadero era un espectáculo parecido a un circo mezclado con primera comunión. Un diputado atorándose con la espina de su manida verdad, una bala sometida al trajín de la alta velocidad. Confundir las ganas de comer con las ganas de cagar. ¡Eso era amar de verdad!
Abuela curaba a niños que detestaban comer, a los señores verdes empalmados en la misa viendo feligresas comulgar. A señoras morenas pintadas de rubias, disimulando su terrible soledad. Espantaba con una mata de salvia a los sueños virulentos para evitar se cumplieran. Lograba que las gallinas pusieran huevos con dos yemas. Regalaba un licor amargo para concertar citas con los muertos queridos y preguntarles acerca de tesoros enterrados, sortijas abrecaminos y descubrir a los verdaderos padres de los inexplicables sobrinos...
Abuela dominaba la dirección del fuego, descubría animales malos dentro de gente buena. Era muy loca a la hora de enamorarse, repetía incansable: "El único pecado es traicionarse entregándose a quien no lo merece". Recolectó joyas falsas y turmalinas vivas, para sumergirlas en agua salada de mar sin puerto, cuando la luna salía los jueves. Describía desprejuiciada como era un hombre según la forma de su "pinga", el color de sus huevos, la densidad de su saliva, el olor remando en sus axilas. Decía no gustarle las mujeres, a pesar de haber probado el calor de su lava. Haberse quemado los labios en el filo del cráter de su volcán rasurado, haber reventado entre sus ingles un extraño caldo, algunas madrugadas de aquel convento donde después de violarla su padre, fue recogida.
Mi abuela se hizo bailarina recorriendo ciertas calles, cuando sus hermanos quedaron sin comida. Su madre quedó quieta, casi intacta, azul, después de una tos forajida. La tuberculosis era el mejor pasaporte para escapar de esa perra vida. La perseguían las liendres, los viejos morbosos, los curas gloriosos, los delincuentes, guapos policías. Odiaba ser carne de caridad agradeciendo demasiado los gastos regalados. Nunca se avergonzó venerando a los hombres, encontrando Cristos huidos de revoluciones incongruentes, a Judas "diputados congresistas". Supo ser la emperatriz de una mandíbula sin dientes. Bailó sin caer de ese raro alambre donde viviendo fue superviviente. Sabiendo leer decidió pasarse las leyes por aquel orificio inútil "pa respirar" oxígeno. Y bailó, bailó, bailó... Esparciendo su terrible belleza como el viento jamás puede amenazar a la sombra. Era bella, sabía volar aun enjaulada en deudas, eterna premura, oscura, pertinaz pobreza. Haciendo feliz a los demás, se hizo feliz hasta alcanzar la envidia del Sol.
Sus hijos la quisieron mal decidiendo no hablarle. Aseguraban que las plantas, si se le nombraba, se secaban. La mayonesa se cortaba y de la leche salían gusanos morados murmurando el himno nacional. Nunca supieron su paradero, la evitaban, ella desatinadamente entre chistes malos, confesó mientras leía las cartas a dos solteronas del barrio, que ninguno de sus hijos era del mismo padre...
En mi recuerdo olía a pastel quemado, me reveló que sus vestidos estrambóticos, anárquicos, incomparables, los había cosido con telas rescatadas del teatro municipal incendiado.
Su franqueza fue su perdición, algunas/os le gritaban puta, otros bruja, presidenta de una rara nación. La sacaban a bailar en los semáforos, la invitaban a cenar, a poner sus manos en sesiones espiritistas, a tocar barrigas para quedarse encinta. Desapareció premeditadamente en sus años finales.
Hasta el día aquel que un médico, reconoció su nombre en el de mi padre, preguntando parentesco, los reconoció...
Abuela, había muerto en un pasillo de hospital llevándole comida a un solitario viejito maricón. Vestida de muñeca desechada con encaje de almidón... A los 107 años sus piernas dejaron de bailar la danza inventada por el amor que se inventó.
Al enterarnos, sentados en el comedor esa primera noche reunidos, un escalofrío recorrió la mesa, arrugó el mantel, pasando por las cucharas, entristeciendo al pan, hasta llegar a la nuca.