A vueltas con el lenguaje y la COVID
Conceptos como "estado de alarma" o "distancia de seguridad” ya se usaban hace siglos.
La palabra del año en el Reino Unido ha sido “lockdown” –confinamiento, en español– que ha ganado con amplio margen de votos a otros términos asociados a la pandemia como “coronavirus”, “social distancing” (distancia social), “self isolate” (autoaislarse) o “key worker” (trabajadores esenciales).
El “confinamiento” ha perdido la connotación de castigo político que tenía antaño, y que sufrieron en sus propias carnes personajes de la talla de Unamuno o Jovellanos, adquiriendo un matiz preventivo y beneficioso. Eso que hemos ganado.
Con este confinamiento, en sus más diversas formas y matices, se ha modificado el paisaje de nuestras ciudades y se ha otorgado protagonismo inusitado a otros palabros que hace unos meses estaban aparcados en el rincón del olvido como, por ejemplo, teletrabajo.
Y es que este concepto no es nuevo, está a punto de cumplir cincuenta años. Así como suena. El trabajo a distancia surgió con la crisis del petróleo de la década de los setenta del siglo pasado.
Históricamente, uno de los personajes que le sacó un mayor rendimiento al trabajo desde el hogar fue Isaac Newton. En 1665, coincidiendo con una epidemia de peste bubónica, la Universidad de Cambridge cerró temporalmente sus aulas y el científico inglés se vio obligado a trabajar desde su casa. Fue durante ese periodo cuando desarrolló la teoría de la gravedad y tuvo lugar el famoso episodio de la manzana.
Los influencers –esos jóvenes filósofos del siglo veintiuno– que han hecho viral desde su púlpito la abreviatura BLM, que resume uno de los acontecimientos del año, el movimiento Black Lives Matter.
Es posible que muchos no lo recuerden pero el BLM comenzó como un hashtag en el 2013 –hace siete años– cuando se conmemoraba el primer aniversario de la muerte de Trayvon Martin, un adolescente negro, a manos de un capitán de vigilancia del vecindario de Sanford (Florida).
Otra de las expresiones que han cobrado una desusada popularidad y que apenas empleábamos hace un año es la famosa “distancia de seguridad”. La verdad es que de novedosa no tiene nada, surgió en el siglo diecinueve, cuando un científico alemán –Carl Flügge– tuvo la corazonada de separar lo suficientemente a las personas sanas de las enfermas para prevenir la propagación de los patógenos.
Para ser honestos, la distancia exacta que evitaba el contagio tardó en confirmarse. No fue hasta la década de los cuarenta del siglo pasado cuando los científicos pudieron observar –mediante la captura de treinta mil fotogramas por segundo– que el noventa por ciento de los patógenos que expulsamos al toser y estornudar se depositan en el suelo a una distancia de metro y medio.
Las redes sociales también han servido de improvisado paritorio para un término ocurrente: “Megxit”. Un juego de palabras que aúna Meghan y Exit, en clara alusión a la salida de parte de la familia real británica del Reino Unido. Del Brexit al Megxit.
Tenemos que echar la mirada atrás para recordar la primera salida del Reino Unido de la Vieja Europa. El primer Brexit –acrónimo de Britain y Exit– se produjo hace más de diecisiete siglos, allá por el siglo tercero de nuestra era. En aquel momento Britania, la provincia romana que ocupaba el centro y sur de la actual Gran Bretaña, se “independizó” del Imperio Romano. El responsable de este desplante imperial –no hubo referéndum ni nada que se le parezca– fue un comandante militar romano llamado Marco Aurelio Carausio, que se autoproclamó “primer emperador de Britania”.
En nuestro país uno de los términos más cacareados en las redes y en los medios de comunicación durante las últimas semanas ha sido “estado de alarma”, uno de los tres estados excepcionales recogidos en el artículo 116 de la Carta Magna, junto al de excepción y el de sito.
Se trata de una situación excepcional que otorga al Gobierno poderes para hacer frente a situaciones extraordinarias y graves. Esta escenario ya se contemplaba en la antigua Roma, en donde estaba prevista para situaciones de emergencia –habitualmente militares– y con ella se otorgaba plena autoridad a un magistrado para afrontar las decisiones que fuesen necesarias. A este magistrado se le denominaba “dictador”. En fin, sin comentarios.