A toro pasado
Aún hay quien piensa que el neorrealismo no pasó por España...
Termina la Feria de san Isidro de este 2019 (de tan poca gracia) dejándonos su balance, tristemente habitual, de matadores que insisten en la suerte del aburrimiento, reglamentos retorcidos sin que se juzgue a nadie por rebelión, público que reclama fuera de juego y toros alicaídos como perdices de pienso (con muy pocas excepciones, que hasta los de Victorino parecían necesitar más de terapia que de lidia).
¿Cómo no van a dar vaca por buey en algunos mercados, y en muchos fogones, si parece que los bueyes se han reservado para la Fiesta?
Y agradezco a las ternas que en unos días estrenan carteras, que ignoraran en sus programas las banderillas negras de la abolición de la Fiesta. Hubiera sido descabellado, habiendo tantos votos en juego.
Anclado en la nostalgia (hasta del dinero solo guardo recuerdos), el olor de los puros y el redoble de timbales y arena en los ojos, me han arrancado del burladero de la memoria estas líneas que les brindo, no sin avisar que el mérito no es mío, y ese es mi mayor mérito.
De palabras y gestos
Un torero fracasado, entregado al alcohol y a la miseria, recibe una oferta para torear en una charlotada. Transcurren los inhumanos años cincuenta en una España empobrecida, y los trescientos duros que le ofrecen se le hacen una fortuna. Pero antes tiene que conseguir las trescientas pesetas necesarias para alquilar un traje de luces.
Llevando a su sobrino de la mano por la “casbah” del Rastro, se hace con el dinero sirviéndose de la miserable picaresca heredada de El buscón o El lazarillo.
En mitad del redondel, a la hora de la verdad, y creciéndose ante un burel tan falto de trapío como encastado y noble, ofrece su sueldo íntegro a los payasos para que se retiren, pensando que el triunfo puede suponer su ansiada vuelta a los festejos serios.
A las corridas de postín.
Mientras los payasos, aún incrédulos, cuentan los billetes tras el burladero, él, con los pies enterrados en la arena, cita de lejos al animal y lo envuelve en el faralaes de su muleta. Un trueno inoportuno le impide escuchar los aplausos de los tendidos y, de repente, el cielo se rompe en lluvia mientras el público corre a guarecerse.
¡Qué gran argumento, amigos! Ojalá fuera mío. Fue el armazón que sirvió al siempre inspirado Ladislao Vajda para plasmar una película dolorosa e inmensa llamada Mi tío Jacinto. Afilada como un estoque de verdad, tierna como un brindis, cruel como el fracaso y rodada en un blanco y negro opaco y profundo.
La discreta dirección de Vajda alcanza, como pocas veces, la maestría del artesano que renuncia a ser autor por el bien de la película.
Y todas las interpretaciones exudan verdad y ritmo. Todas. Desde la inocencia de Pablito Calvo (para mí, el mejor actor infantil de la historia de nuestro cine, que, además, supo retirarse a tiempo sin darnos el coñazo ni permitir que lo acartonara la usura de los años), a la dignidad dolida de Antonio Vico, pasando por la estoica indiferencia de Gila o la pletórica mudez de Tip, que aún no había abrazado su hilarante surrealismo.
Aún hay quien piensa que el neorrealismo no pasó por España; que Surcos, de Nieves Conde, Muerte de un ciclista o Cómicos, de Bardem, son minúsculas motas en el decorado de cartón piedra del cine franquista. Pero la evidencia de las películas en las que se colaron la dureza y la penuria de aquellos años malditos resulta incuestionable.
Y no me olvido de quienes, como Berlanga y Forqué, apostaron por retorcer el paño de las lágrimas hasta exprimir una carcajada.
“La vida se abre camino”, se escucha en una película jurásica, americana y mediocre.
Ni la mordaza del franquismo pudo detener el vendaval de aire frío, cortante y nuevo que recorría las vencidas calles de la posguerra.
Y, paradójicamente, el más crudo cine social de aquella época salió del lado derecho del plano (circunstancia extensible a buena parte de la valiente literatura de ese tiempo sepia).
En comedias que se pretendían ligeras, en biografías de toreros o de boxeadores, en absurdos cuentos de hadas con niño prodigio o adolescente cantarina (a pesar del tosco maquillaje y de la censura) se colaron las ollas vacías, el olor a acelgas, las corralas con su hálito de cárcel y los niños sin otro oficio que callejear.
Tal que ayer, visité a un colega rumano que vive con los suyos en una corrala. Sentí un escalofrío de emoción al reconocer la gastada escalera que había servido para filmar más desdichas que besos furtivos.
Angosto espacio que hoy habitan otras voces, pero que conserva su antigua tristeza, adherida a las desconchadas paredes. Incluso a la ropa tendida que, movida por una leve brisa, sigue ahorcándose en los cordales como banderas rendidas.
Fue aquel un tiempo a salto de mata en el que el silencio ahogaba y las sombras vigilaban hasta lo más íntimo.
Un tiempo tan opresivo que bien pudo hacer suyas las terribles últimas palabras de Cesare Pavese:
Tutto questo fa schifo. Non parole. Un gesto. Non scriverò più. (“Todo esto da asco. Sin palabras. Un gesto. No escribiré más.”)
Pavese, descreído hasta de su militancia y de su literatura, decidió terminar con la desesperanza de cada día.
A muchos de nosotros nos salvaron gestos muy distintos: los de Pepe Isbert, López Vázquez, José Luis Ozores, Concha Velasco, Gracita Morales, Emma Penella, Erasmo Pascual... Actores no menos grandes que Totó, Alberto Sordi o Giulietta Masina.
Animales de pantalla, dueños absolutos de su hábitat en blanco y negro, que cruzaban la miseria entre sonrisas. No es tarde para visionar aquellos títulos y agradecer los guiños en los que siempre percibí un parpadeo cómplice, un cruce de miradas que parecía decirme:
Disfruta, goza, vive, chaval. Aunque los dos sabemos que esta película tampoco va a salvarte.
La vida va en serio y no te queda otra que resistir.