A Pamplona hemos de ir
El primer cohete avisa, a las siete en punto de la mañana, de que los insidiosos velos de nuestra cultura se rasgan.
A las siete en punto de la mañana suena el primer cohete, el que avisa que se ha abierto el corral. Unos segundos después, el que anuncia que toda la manada está en la calle.
Los que están en el callejón confunden el segundo con su propio corazón en rebeldía. Llevan una hora encerrados en el laberinto de una sola línea (gracias, Borges) esperando el momento de desnudarse, a pesar de sus pañuelos rojos y sus fajas, para bailar corriendo; los inconscientes toros, el peligro, su propio miedo y el estruendo de las carreras que rebota contra las fachadas pondrán la música.
Casi imposible resistir el impulso de echar a correr con el estampido. Hay que mantener el temple que no se tiene; las ideas que le han rondado a uno por la cabeza durante la espera desaparecen; solo queda el instinto para interpretar las señales: el tumulto que se acerca como una marejada; el restallido de los cascos contra el empedrado y las esquilas de los mansos; el olor almizclado y violento de la manada y, por fin, la visión de las astas, hipnótica y terrorífica, y de los monstruos negros e interminables, más grandes que la calle que devoran.
¿Cuánto corre el danzante? ¿Cincuenta, cien metros? No lo sabe, ni sabe cómo ha sido capaz de mantenerse en su lugar, delante del toro o a su lado, ni cómo supo que había llegado el momento de apretarse contra el muro y dejar su puesto a otro. No lo sabrá nunca, pero, durante años, le bastará con cerrar los ojos para sentir de nuevo el aliento acre en la nuca, el pelo ralo y áspero que le roza el costado, el sudor de los demás, el ritmo secreto que los recoge a todos, el relevo al compañero que esgrime su periódico como testigo y como arma, el aire que vuelve a entrar en los pulmones con más vida, más frescor, más fuerza.
En ese mundo de poco más de ochocientos metros de longitud que surge y se destruye cada mañana, hasta los descreídos rezan a una imagen y se encomiendan a ella; y no creo que lo hagan solo por mantener una tradición. Forman parte de un ritual primigenio: el de conducir a los animales peligrosos hacia la trampa; un ritual sencillo y arriesgado que tiene lugar desde que en nuestra historia solo cabían la magia y la muerte. Y no hace falta fe de ningún tipo para entregarse a lo irracional, a lo oscuro que late a plena luz del día.
Aún hoy, la muerte envía de cuando en cuando misivas a la calle Estafeta o llama con su voz opaca desde la Telefónica.
Alguna vez he subido a Pamplona durante las fiestas de San Fermín, aunque nunca fue mi intención correr un encierro (ni aún detrás de los astados, por si se vuelven), sino sentarme en el tendido de la plaza y asistir a esa feria tan atípica en la que el exceso es la norma y la norma una excentricidad; una feria en la que los diestros se contagian del fulgor, de la ebriedad dichosa que exhala el albero. Soy incapaz de comprender cómo, entre tanta charanga, puede haber comunicación entre el toro y el matador; la música callada de Bergamín nunca sonó aquí.
También, aunque no sea el mejor momento, para encontrar una mesa cerca de alguno de los buenos fogones que honran la huerta y excederme con el vino, que por estas fechas ya hay que ir dejando huecos en los botelleros (y no deja de sorprenderme como la sobria ciudad puede transformarse y levitar, henchida de felicidad, bajo el palio del Opus).
Sé de muchos pamploneses que aprovechan los días de fiesta para marcharse y convertir un chiringuito del Mediterráneo en una sucursal del café Iruña, mientras que el café Iruña se transforma en una terraza ibicenca, una taberna londinense o un after de cualquier parte. Gentrificación de quita y pon, Pamplona desaparece durante una semana tras la imagen que Papá Ernesto fabricó hace casi un siglo, aunque de ella, muchos turistas solo han recogido el alcohol sin tasa ni horario.
No quieren entender quienes aparcan por las esquinas y agotan los cartones de vino del chino que la vitalidad de la fiesta se desata porque se sabe pareja a la verdad del encierro, el momento en que el día se rompe con la luz del tiempo antiguo y el riesgo primordial.
No quieren entender que las noches de juerga son el reverso sardónico de las vigilias piadosas que acompañan, lúgubres, al agonizante.
Son el grito jubiloso de los paganos que se saben animales y que se miden a animales más poderosos que ellos.
El primer cohete avisa, a las siete en punto de la mañana, de que los insidiosos velos de nuestra cultura se rasgan.
El segundo, pocos instantes después, anuncia que ha llegado el momento de ser quienes somos y de vivir como tenemos que vivir.
Quebrando la embestida de la muerte.