A mi señal, sangre…
“Sangre de mártires, semilla de cristianos"
Corría 1873, un año plagado por las hambrunas, las epidemias y las insurrecciones. A comienzos de julio el ayuntamiento de Sevilla se proclamó “República social”, le siguió el concejo de Alcoy (Alicante), que se proclamó “Cantón independiente republicano” y, muy poco tiempo después, antes de que llegaran los idus, le tocó el turno al cabildo de Cartagena, con el título de “Cantón murciano”.
Uno de los actos de rebeldía de los cantonalistas murcianos consistió en retirar la bandera republicana oficial de la Fortaleza de las Galeras y sustituirla por otra de color rojo.
Al parecer, y fruto de la improvisación del momento, no tenían una bandera de ceremonias a mano y los sublevados tuvieron que ondear una bandera turca. Allí estuvo durante horas. ¡Una bandera turca como símbolo cantonalista murciano!
Afortunadamente, un aguerrido héroe de la revolución tomó cartas en el asunto, se autoinfringió un corte en un brazo y con su sangre tiñó de rojo la media luna blanca. Ya no era una bandera turca al uso, era una bandera turca teñida de sangre cantonalista.
Aquella aventura se prolongaría hasta comienzos de 1874, cuando dos generales de renombre –Pavía y Serrano- acabaron por sofocarla, eso sí, a costa del derramamiento de litros de sangre.
“Sangre de mártires, semilla de cristianos”, decía Tertuliano en los primeros siglos de la Iglesia. Y así fue, las persecuciones decretadas por los emperadores romanos tuvieron un efecto contraproducente, ya que lejos de erradicar la nueva religión, tuvieron un fuerte efecto propagandístico.
A lo largo del Imperio Romano hubo diez grandes persecuciones romanas contra el cristianismo, cada una de las cuales adoptó el nombre del emperador que la decretó: Nerón, Domiciano, Trajano, Marco Aurelio, Septimio Severo, Maximiano, Decio, Valeriano, Aureliano y Diocleciano.
La última de las persecuciones fue la de Diocleciano (303-311), al tiempo que fue la más grave. Este emperador promulgó cuatro edictos que provocaron la destrucción de iglesias, la confiscación de bienes y la muerte por tortura.
En aquel momento ya había lugares visibles de culto, pero siglos atrás la persecución sin cuartel había provocado la aparición de una creatividad artística “camuflada”, cuya lectura era únicamente comprensible para los miembros de las comunidades cristianas.
Durante ese periodo no había sido posible construir edificios destinados al culto, la liturgia se llevaba a cabo en collegia, en casas comerciales o en particulares.
Se puede decir que las catacumbas fueron las únicas construcciones que se practicaron durante este periodo –Iglesia perseguida-, en las cuales inhumaban a los fallecidos, ya que su religión, en aquellos momentos, no aceptaba la cremación.
El apogeo de las catacumbas propició la aparición de una profesión en alza, los fossores, unos operarios especializados en trabajar el subsuelo, al tiempo que realizaban las labores de sepultura.
En cuanto a la tipología, la estructura de las catacumbas era muy sencilla, una rampa de entrada estrecha y descendente (catabaticum) que conducía a las galerías (ambulacrum), en cuyas paredes había excavados numerosos nichos rectangulares (locui). Allí era precisamente donde se depositaban los cuerpos envueltos en sacos y cubiertos por losas de piedra.
Entre estos nichos se abrían otros de mayor tamaño, con forma de arco (arco solium), reservado a los cristianos que habían tenido un mayor protagonismo dentro de la comunidad.
Los elementos arquitectónicos estaban decorados con representaciones muy sencillas, pero de enorme valor iconográfico, temas cristológicos que únicamente eran capaces de identificar los iniciados.
Así, por ejemplo, una de las más repetidas era el crismón, que escondía en forma de anagrama las iniciales de Cristo en griego, flanqueado por “alfa” y “omega”, la primera y última letra del alfabeto, con lo que se simbolizaba que Cristo era el principio y el fin de todas las cosas.
También era frecuente la representación de un cordero (agnus dei), que simbolizaba a Cristo entregándose para salvar a la humanidad; la figura del buen pastor, una alegoría de Cristo como conductor del rebaño de la Iglesia y sus fieles; un ancla, una alegoría de la crucifixión de Cristo para redimir a los hombres…
Otro de los elementos simbólicos que no solía faltar era el sacrificio de Isaac, que representaba la obediencia incuestionable a Dios. Nuevamente la sangre…