A la distancia de lo incómodo, la cautiva invisible
Siempre me ha preocupado la mujer cautiva, que asume que las opciones están limitadas.
Uno de mis personajes favoritos es Francesca del libro Los puentes de Madison. El escritor Robert James Waller dotó a esta, en apariencia, mujer de la mediana edad por completo normal, de una extraña dualidad. Un poder que la equipara con Emma Bovary e incluso, con Lady Constance Chatterley. No obstante, no es algo fácil de entender. Me llevó años, asumir la importancia de la discreta Francesca.
La primera vez que leí el libro, me desconcertó. Tenía unos 16 años y por entonces, los adultos solo eran adultos. O a mí me lo parecían al menos: tediosos, un poco planos, sin mayor profundidad que su papel en el mundo que les rodeaba. En otras palabras, imaginar que una mujer y un hombre de la edad de mis padres pudieran vivir un romance tan apasionado, profundamente trascendental y sobre todo sexual — porque lo fue ¿a quién engañamos? —, me afectó más de lo que podía admitir.
Se trataba no solo del hecho de una perspectiva del amor que hasta entonces no había imaginado, sino que, además, tenía aparejada esa amarga encrucijada que Francesca debió enfrentar. ¿Abandonar a sus hijos — familia, estabilidad, historia — o seguir los que melodramáticamente suele llamarse “los impulsos del corazón”?
Al final, todos sabemos lo que el personaje de Francesca decide y las razones por lo que lo hace. Permanece como esposa fiel y madre devota, abandonando el gran amor de su vida por una serie de complejísimas razones que a según, solo “el corazón de una mujer comprende”.
Libro y película — esa bella adaptación del 1995 de Clint Eastwood — han conmovido a generaciones enteras. A mí me irritó de una forma que me llevó meses digerir y sobre todo comprender. ¿Por qué Francesca había tenido que decidir entre su bienestar emocional y el de sus hijos sin otra opción que sacrificar el suyo? ¿Habría ocurrido de la misma manera de ser un hombre el que estuviera a mitad del conflicto? ¿El libro se consideraba una célebre historia de amor por el mero hecho de demostrar — otra vez — que la mujer tiene el sacrosanto y tradicional deber de asumir que es su deber la donación personal de su identidad?
Más que eso, me preocupaba la mujer cautiva, nombre que inventé para describir a las sufridas Francescas del mundo. A esa mujer que asumía que las opciones eran limitadas y que siempre escoger, significaba hacer daño y sobre todo así misma. Las Francesca que se desvelaban soñando con una vida a la que no podían aspirar, con el bebé en brazos. Las Francesca que se imaginaban quizás viviendo otra vida, disfrutando de otra perspectiva, pero sin atreverse a dar el paso. Y sobre todo, temiendo darlo.
Porque más allá de esa primera intención, había todo un mundo agresivo al cual debían enfrentar. ¿Qué ocurría con ellas? ¿Estaba bien que el mundo condenara la simple noción que la mujer podía enmendar su propia plana? ¿Podía tomar cualquier otra decisión además de la que se supone era correcta?
Por supuesto, no todo siempre es tan sencillo. La mujer emocionalmente independiente fue durante mucho tiempo una idea desconcertante y la mayoría de las veces, mal comprendida. Porque la mujer debía ser mujer — y en la mayoría de las ocasiones, una mujer muy definida — y la idea que pudiera tomar decisiones en su propio beneficio era poco menos que chocante.
Tanto así, que, por siglos, una de las virtudes femeninas más apreciadas fue la abnegación, su capacidad para el sacrificio, esa bondad impoluta y extraordinaria tan idealizada como peligrosa. ¿Qué ocurre cuando no eres una santa, ni tampoco una virginal doncella al borde del sacrificio ritual; cuando no estás dispuesta a darlo todo sin esperar nada a cambio o cuando decides ser egoísta?
Mi madre se divorció de mi padre cuando yo apenas tenía unos meses de nacida. Lo hizo con la absoluta certeza que era la mejor decisión para ambas y, sobre todo, bastante consciente que los conflictos de su relación de pareja no iban a mejorar. De manera que, en buena lid, decidió que había llegado el momento de tomar caminos distintos.
Eso, a pesar que yo acababa de nacer y que la decisión causó un natural revuelo entre parientes y amigos. Pero al final, resultó que tenía razón. La separación me evitó una vida familiar penosa y sobre todo, encontrarme en medio de una pareja con enormes diferencias mutuas que difícilmente podrían consolarse de manera sencilla.
— ¿Fue terrible el divorcio? — le pregunté una vez.
— En realidad, todo proceso de separación es complicado, pero más que terrible, me alivio. Una relación que no funciona, incluso la más pacificas, es un dolor constante . No se trata de situaciones límites, sino que no hay nada que los una, ni un punto en común — me explicó .
— Te debe haber sido difícil explicar que te divorciabas porque no te sentías satisfecha y no por algo más concreto digamos — pregunté un poco asombrada. Esta vez mi mamá sonrió.
— No me molesté en hacerlo. Obsesionarte con lo que debiste haber hecho, en lugar de lo que querías hacer, es una idea que puede destrozarte.
Por años, he reflexionado sobre las mismas cosas. A medida que crecí y me hice la mujer que soy actualmente, comprendí que necesito opciones, cientos de ellas y no sólo la idea vulnerable, abierta a interpretación y sobre todo, ligeramente resquebrajada sobre el deber ser. Que soy de las mujeres que avanzan contra la corriente, que abren las puertas que se suponen deberían mantenerse cerradas, de las que aspiran a crear y creer que la vida es mucho más que un tópico tradicional.