8-M: las manifestaciones y sus parodias
Resulta difícil mantener que la celebración de marchas o no este año pueda hacer que al día siguiente haya cambiado la situación de la mujer.
A lo largo de la historia de los movimientos sociales, las marchas o manifestaciones han supuesto una de las más habituales formas de acción, mediante la que el activismo político ha buscado exhibir su fuerza, en el contexto de un conflicto contra las estructuras de poder, tanto oficiales como de facto. Las manifestaciones cumplen la función de ratificar y unir a los asistentes, de convencer a los dudosos y aumentar el número de partidarios, de mostrar al rival el empuje al que se está enfrentando.
Al igual que ocurre con huelgas, manifiestos escritos y encierros, el éxito de la convocatoria de una manifestación se mide básicamente por la asistencia. Las manifestaciones históricas han tenido asistencias históricas. Las manifestaciones fracasadas lo han sido por el fracaso de su poder de convocatoria. Contra las élites, la lucha popular siempre ha tenido un componente cuantitativo.
Es cierto que, si en el pasado el activismo era el objetivo de los medios, en la actualidad los medios son el objetivo del activismo. Los mítines se planean en función del minuto que recogerán los informativos. En las manifestaciones, el tiro de la cámara que dará mayor o menor sensación de multitud importa más que el texto que se leerá a su término.
El debate mediático acerca del número de asistentes ensombrece al efecto real de unión y convicción que provocó el acto en la calle. Aun así, limitar la asistencia a una marcha —como se está proponiendo ante el 8M— es como permitir un partido de fútbol con la condición de que termine a cero. Es olvidar su más elemental razón de ser y convertirla en una mera performance, especialmente si las cifras permitidas son simbólicas y el acto ocurre durante una jornada que, en cualquier caso, ya va a estar dedicada al feminismo en los medios.
Vivimos momentos de una gravedad extraordinaria, inmersos como sociedad en medio de una durísima crisis sanitaria que está durando mucho más de lo que (casi) nadie esperaba. Nadie podría creer que la posible falta de manifestaciones este próximo 8-M obedecería a un fortalecimiento del machismo o provocaría una debilidad o retroceso del movimiento feminista. Nadie podría poner en duda su excepcionalidad y lo justificado de dicha excepción. Resulta difícil mantener que la celebración o no de manifestaciones este 8-M —el de 2021, solo el de 2021— pueda hacer que el 9-M haya cambiado un milímetro la situación de la mujer en España, la conciencia feminista de nuestra sociedad o el juego de presiones diversas al que está sometido el Gobierno ante la inminencia de la tramitación de ciertas leyes muy relacionadas con los temas de sexo y género.
Es cierto que no hay red social virtual ni quedada online que iguale la potencia expresiva, el sentimiento de unidad y de lucha que todos hemos experimentado al estar gritando en las calles, rodeados por una multitud cuyo final no alcanzábamos a ver por muy de puntillas que nos pusiéramos. Pero esta vez me temo que esa verdadera manifestación no está ni siquiera sobre la mesa, y que la discusión enfrenta a los que defienden hacer una parodia de manifestación en la verdadera plaza pública contra los que defienden buscar una forma de hacer una verdadera manifestación en la parodia de plaza pública que son las redes sociales. Se haga lo que se haga, tendrá un punto paródico, mientras que el diferente riesgo para la salud pública de una u otra opción no será una caricatura y puede enredar una vez en más en complicaciones innecesarias a la ya de por sí complicada lucha feminista actual.