8 de marzo, Feminismo
Fui a la manifestación alegre y rodeada, a pesar de ser la primera pospandémica, de tantas mujeres de todas las edades, barrios y condiciones que era difícil ver dónde terminaba.
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Fui a la manifestación contenta de que en Barcelona y en muchos sitios más fuera unitaria; triste porque en Madrid y en otros lugares no lo era. A las feministas nos toca lidiar con las cuestiones más espinosas e importantes, entre ellas la prostitución, los cambios de sexo, las mutaciones de género; no es raro pues que haya divergencias. De momento las hemos ido trampeando.
Fui a la manifestación contenta de que mi nieta pequeña me hubiera contado quién era la doctora en Química Física Rosalind Franklin (1920-1958), muerta tan prematuramente; no se me ocurre mejor manera de introducirse en la belleza de la estructura de doble hélice del ADN. Satisfecha de que me explicara, con precisión poética, que la longeva astrónoma Caroline Herschel (1750-1848) descubrió más de quinientas estrellas y ocho cometas. Preocupada porque dentro de un año cumplirá 6, edad en la que las niñas comienzan a sentir y pensar (el mundo les induce a ello) que no son buenas en matemáticas y que las ciencias les son ortogonales. Desazonada por tantos adolescentes en quien sin darse cuenta va calando la lluvia grosera y pestilente de Vox y niegan las violencias contra las mujeres, la desigualdad o la brecha salarial. Fui animada por la gesta de estas abuelas y madres que —en un ejercicio exquisito de que lo privado es público y viceversa— acuden a escuelas e institutos a contar cuentos y números, oficios y profesiones, ciencia, inteligencia y coraje.
Fui a la manifestación esperanzada porque está empezando a cambiar la percepción sobre los malos tratos, pero preocupada porque se sigue blanqueando, por ejemplo, a esos hombres que cuando los dejan (un derecho humano elemental, el de dejar), dicen —es todo un clásico pero no por ello es menos odioso y doloroso— que se sienten como animales heridos y creen que esto les da bula para comportarse como animales.
Fui a la manifestación pletórica después de la Berlinale y de los Gaudí. Las cineastas, no sólo las directoras, van fuertes en todos los sentidos y oficios. También en el de elevar a categoría de arte la vida pequeña. Aparte de las grandes ganadoras, la alegría del premio a una de las protagonistas de Chavalas de Carol Rodríguez Colás, una película preciosa, o el premio a mejor documental a la inquietante El retorno: La vida después del ISIS de Alba Sotorra, o el de mejor película para televisión a Frederica Montseny, la mujer que habla de Laura Mañá. Pero desolada porque todavía se percibe como una mayoría arrolladora cuando las mujeres alcanzan un exiguo 30% en cualquier campo.
Fui a la manifestación alegre y rodeada, a pesar de ser la primera pospandémica, de tantas mujeres de todas las edades, barrios y condiciones que era difícil ver dónde terminaba, lejos los años donde nos reuníamos y nos manifestábamos tan sólo las sospechosas habituales. Con pesar, sin embargo, porque muchas jóvenes manifiestan que la discriminación es algo del pasado —vaya, que esto les ocurría a sus madres, a sus abuelas— y pienso que el hecho de que yo, muchas de mi generación, hubiésemos cometido ya este mismo error de juicio y falta de criterio no les ha servido de nada. Un poco nerviosa de que cualquier misógino se atreva a menospreciar burdamente a una política tan poderosa como la médica Ursula von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, sin que sus “compañeros” muestren mucha capacidad de reacción; tan osados que se muestran en cualquier otra contienda.
Fui a la manifestación conmocionada y horrorizada por cada ucraniana violada en cualquier momento del día o de la noche aprovechando esa guerra feroz o por la trata de blancas que ni en esa invasión oprobiosa del policía y espía Vladimir Putin se detiene. Enojada porque uno de los efectos colaterales de la guerra es retroceder en todos los sentidos, también en el de alimentar los tópicos más cutres y sudados. Sí, hay muchas mujeres y criaturas huyendo por las fronteras, pero también hay soldadas, constituyen el 17% del ejército ucraniano, unas 36.000; número al que debe incorporarse las voluntarias, las muchas civiles, con o sin formación, dispuestas a combatir. Hay mujeres arremangadas y haciendo de todo desde la primera línea hasta la retaguardia, o huyendo. Serán necesarias todas: el “democrático” mundo occidental ha decidido no intervenir porque Ucrania no forma parte de la OTAN; tampoco era miembro Kuwait y bien que las potencias occidentales se apresuraron a meter sus garras cuando Sadam Husein invadió el país en agosto de 1990. La importancia relativa de personas y petróleo.
Fui a la manifestación con los pelos de punta por, no muy lejos de Kuwait, todas las afganas que las “democracias” han hundido en un pozo más profundo del que dijeron que las querían “rescatar”. Una vez más el tópico se afana para que las veamos como unas pobrecitas lloriqueando bajo el velo y el burka; aplastadas por la bota del ministerio de la Propagación de la virtud y Prevención del Vicio (antes Ministerio de Asuntos de las Mujeres), se olvida que había unas 90 parlamentarias o que hay más de 1.000 periodistas o unas 10.000 médicas. Voy a la manifestación con el profundo pálpito que me acompaña siempre de que son ellas las que un día, espero que no muy lejano, nos salvarán.
Y además ha llovido. De modo tan respetuoso que durante la manifestación ha amainado.