75 años de la partición de Palestina: así nació Israel y así empezó la 'catástrofe' árabe
El 29 de noviembre de 1947, Naciones Unidas decidía crear dos estados en el suelo del extinto Mandato Británico. Esperanza y dolor que cuajaron en un conflicto sin final.
Hace hoy 75 años, un papel partió una tierra, esa tierra entró en conflicto y así sigue, hasta hoy. El 29 de noviembre de 1947 la Asamblea General de Naciones Unidas decidía que sobre el suelo de la Palestina histórica, hasta entonces en manos del Mandato Británico, se levantasen dos estados, el israelí y el árabe. Esperanza para unos, dolor para otros, aquella jornada fue el inicio formal de un conflicto interminable que ha encadenado guerras, ocupaciones, éxodo, terror y violaciones sistemáticas de los derechos humanos.
Tras el Holocausto y la persecución, Israel nació sobre una base legal, la primera vez que la ONU -de apenas dos años de vida- daba carta de naturaleza a un país, pero la población árabe local entendió que era a costa de quitarle lo que era suyo. La contienda que ardió en 1948 acabó expulsando a más de 700.000 palestinos de sus hogares. Lo que a un lado de la línea verde se considera un aniversario de alegría, en el otro se llama la nakba, “catástrofe”.
Israel es hoy un estado moderno y próspero, “la única democracia de Medio Oriente”, aliado comercial de Estados Unidos o la UE, mientras Palestina es un país apenas reconocido como observador en la ONU hace hoy justamente diez años, sin soberanía territorial, sin fronteras definidas, un país en ciernes ocupado por 600.000 colonos que residen ilegalmente en Cisjordania y el este de Jerusalén, sin capacidad de decidir sobre sus recursos naturales o sus santos lugares, con más de cinco millones de sus nacionales aún refugiados en la diáspora.
Lo que decretó la ONU
Todo empieza con la 181, posiblemente la resolución de la ONU más citada de la historia. La comunidad internacional recomendó la partición de Palestina, que en ese momento dominaban los británicos en su expansionismo colonial; se habían hecho con la zona tras el hundimiento del Imperio Otomano y la controlaron entre 1917 y 1948. La orden estaba clara: había que fijar fronteras entre dos nuevos estados, uno judío y otro árabe, entre los que debía establecerse una colaboración franca en materia económica y aduanera, mientras que se crearía una zona de control internacional para Jerusalén y parte de Belén, un “corpus separatum”.
La nación judía, de nueva creación, sería la mayor, con 14.000 kilómetros cuadrados, 558.000 habitantes judíos y 405.000 árabes por vecinos; la árabe, por su parte, tendría 11.000 kilómetros cuadrados y unos 10.000 judíos entre sus 820.000 habitantes. Habría también una zona de exclusión internacional “equilibrada”, con 100.000 residentes de cada lado.
En la Asamblea de Nueva York, 33 naciones dijeron sí a este reparto -entre ellas, EEUU y la URSS-, 13 votaron en contra y 10 se abstuvieron -entre ellas, Reino Unido-. Después de que las radios retransmitieran el momento estalló la alegría en las calles de Tel Aviv o Jerusalén, pero también los choques entre vecinos, el vandalismo, las redadas.
En mayo del 48, Londres debería abandonar su mandato y la partición tendría efecto desde su retirada, pero la resolución no decía a las claras cómo debía implementarse el plan, así que los británicos alegaron la “imposibilidad de aplicar el texto” para justificar por qué no facilitaron la creación del nuevo escenario. Directamente se marcharon, dejando el problema a los locales. Historiadores como el israelí Ilan Pappe sostienen que los meses de transición “sólo sirvieron para que el personal de la metrópoli hiciera las maletas, pero sin arreglar la casa que dejaban”.
La aprobación de la recomendación de la Asamblea General hizo que se disparara la violencia en la región. “A lo largo de los meses siguientes, el brazo armado del movimiento pro-Israel, que llevaba tiempo preparándose para un conflicto, perpetró una serie de masacres y expulsiones por toda Palestina con el fin de allanar el camino para un Estado de mayoría judía”, escribe la historiadora Alison Weir. Los palestinos locales, con ayuda de países árabes vecinos, respondían igualmente con violencia, saqueos e incendios. Si el árbitro no ayudó, los contendientes tampoco.
El texto de la ONU, que cristalizó tras un debate intenso de casi un año, quedó en nada, nunca fue aplicado realmente. Las naciones árabes lo rechazaron porque suponía perder un territorio mayoritariamente musulmán en los últimos siglos, una tierra en la que el 67% de los habitantes era árabe, además de recibir menos tierras que los judíos; los representantes israelíes se quejaban, a su vez, de la “pequeñez” de sus posesiones, de su discontinuidad territorial y las complejidades para su defensa, pero aceptaron, al fin, porque la resolución permitía el nacimiento del perseguido hogar nacional, un sueño muy anterior a la shoa, que nació ya a finales del siglo XIX en Europa con el movimiento sionista.
Las semanas previas al adiós inglés fueron de práctica preguerra. La ONU no respondía ante la sucesión de atentados, emboscadas y escaramuzas diarias, por ambas partes. Reino Unido insistía en transmitir lo “inaceptable” de la resolución para árabes y judíos, mientras se retiraba de cuarteles y fortalezas de forma precipitada, sin orden. El 15 de mayo de 1948, un día antes de que expirase el mandato británico, David Ben Gurión leía en Tel Aviv la declaración de independencia israelí. En aquella sesión histórica se derogaron las leyes anti-inmigración y así, en los tres años siguientes, llegaron 700.000 personas, una Jerusalén entera.
Las naciones árabes respondieron declarando la guerra y en la noche de aquel mismo día, tropas de Egipto, Transjordania, Siria, Irak y Líbano comenzaron a avanzar hacia Israel, el país recién creado. La orden era “la eliminación absoluta del estado hebreo”. Los palestinos perdieron toda posibilidad de formar una nación, con tierras invadidas y ciudadanos huyendo a los territorios próximos. Hoy aún pelean por ese estado, reconocido como tal por la mayor parte del mundo (98% de las naciones), aunque no por la mayoría de países occidentales, como España.
Ni un día de paz
Palestina no ha levantado cabeza desde 1948. Tras la victoria israelí en aquella guerra, pasó a ocupar el 77% del territorio de la Palestina histórica, incluido el oeste de Jerusalén. Bajo dominio egipcio quedó la Franja de Gaza y bajo dominio jordano, Cisjordania (incluido Jerusalén Este). La “pérdida de la patria ancestral palestina causó la dispersión de una tercera parte del pueblo”, explica un miembro histórico de los Gobiernos palestinos y de Fatah, Nabil Shaath. Según datos del Gobierno palestino avalados por la ONU, 726.000 personas tuvieron que dejar sus hogares en 1948, horrorizadas con la contienda, buscando un lugar más seguro, expulsadas de sus casas por tropas israelíes o directamente muertas.
Casi 500 aldeas y ciudades quedaron arrasadas, con la consiguiente confiscación de tierras, que pasaron a manos de Israel (logró anexionarse un 26% más de la tierra que le habían otorgado en el Consejo de Seguridad, esto es, un 80% del total). 190.000 palestinos más se refugiaron en Gaza, bajo el control egipcio, y 280.000 se mantuvieron en Cisjordania, con el amparo de las autoridades jordanas.
Aquellos más de 700.000 exiliados son hoy, dos generaciones después, más de cinco millones de refugiados, concentrados sobre todo en Jordania, Siria, Líbano y Palestina. En el mejor de los casos, Israel ha dicho en alguna ocasión que aceptará el retorno de 50.000 el día que llegue -si llega- un acuerdo de paz. La Resolución 194 de la ONU, emitida también en 1948, reconoce el derecho de retorno o, en su defecto, la indemnización de los palestinos afectadas por el conflicto y también se lo reconoce a sus descendientes. Pero hay resoluciones que se cumplen y otras que no se cumplen, e Israel sólo ha cumplido totalmente el 0,5% de las que le competen e interpelan.
Otros 100.000 palestinos, hoy el 20% de la población de Israel, se quedaron dentro de las fronteras del nuevo estado y tardaron años en lograr la nacionalidad. Aún 200.000 árabes residentes en Jerusalén Este carecen de pasaporte, sólo tienen permiso de residencia, una ciudadanía rebajada que les obliga a permanecer siempre en la ciudad, sin moverse. De lo contrario, pierden su estatus.
La ocupación
Y tras ese cisma llegaron las guerras de los Seis Días (1967) y la de Yom Kippur (1973), que han afianzado la ocupación de su territorio y la ausencia de instituciones soberanas. La primera fue la más trascendente, de la que proviene gran parte del statu quo de hoy. Tel Aviv ocupó los territorios palestinos: de Gaza sacó los últimos colonos en 2005 -aunque aún hoy sigue controlando todo su perímetro por tierra, y vigilando desde el aire y desde el mar, sometiendo a la población a un durísimo bloqueo, la mayor cárcel al aire libre del mundo desde hace 15 años- pero en Cisjordania y el este de Jerusalén siguen residiendo cerca de 600.000 israelíes en asentamientos reconocidos como ilegales por Naciones Unidas.
Se han creado grandes bolsas de población, con profusión de servicios y beneficios sociales, con recursos naturales esquilmados a su propietario original, que cortan casi cualquier continuidad territorial, por ejemplo, con la hipotética capital del estado por venir.
La colonización va mucho más allá de las viviendas. Cada ciudad se rodea de polígonos industriales y fábricas, además de complejos de ocio, que extienden la ocupación, y que tienen que ir acompañados de carreteras seguras para los judíos, más bases militares y puestos de control que garanticen su seguridad. Un queso gruyere, todo agujeros, es la acertada imagen que se suele usar para dibujar en palabras el mapa actual.
Las negociaciones de paz están paradas desde el verano de 2014 y en todas estas décadas sólo se produjeron avances significativos con los acuerdos de Oslo y Camp David. Los primeros, firmados en 1993, se daban un plazo de cinco años para alcanzar una solución permanente, pero se fue atrancando. En 2000 se intentó de nuevo, en Camp David, pero las cuestiones clave seguían sin abordarse ni solucionarse. De aquel tiempo queda una maraña territorial, ya que actualmente las áreas palestinas se dividen en zonas A, B y C y en cada una hay un control, unas libertades o unas servidumbres.
Área A. La Autoridad Palestina tiene el control total sobre la seguridad y sobre asuntos civiles. Supone el 18% del territorio y engloba las principales ciudades y los territorios de alrededor, sin asentamientos. En teoría, los israelíes tienen prohibida la entrada a estas áreas, aunque en la realidad pueden entrar con bastante facilidad. Las Fuerzas de Defensa Israelíes suelen realizar incursiones para arrestar a posibles militantes o lanzadores de piedras.
Área B. Los palestinos tienen el control civil y comparten con los israelíes el control militar. Constituye el 21% del territorio e incluye principalmente pequeñas ciudades palestinas, pueblos y algunas tierras, pero ningún asentamiento.
Área C. Israel tiene el control civil y militar total. Supone más del 60% del territorio palestino e incluye todos los asentamientos (ciudades, pueblos, barrios), tierras, todas las carreteras que conectan los asentamientos con Israel (exclusivas para israelíes), así como áreas definidas como “zona de seguridad”, que incluye entre otras todo el terreno adyacente al muro de separación levantado hace 20 años por Israel y declarado ilegal por la justicia internacional. Junto a los colonos malviven unos 150.000 palestinos, la mayoría beduinos.
Tanto Cisjordania como Jerusalén Oriental se ven sometidas diariamente a la presión de leyes beneficiarias para los judíos y de demoliciones constantes, como denuncia Amnistía Internacional.
En Gaza, la situación es de bloqueo y de crisis humanitaria permanente. El 38% de la población vive en situación de pobreza, el 54% de los habitantes padecen inseguridad alimentaria y más del 75% son al menos beneficiarios de ayuda, el 35% de las tierras agrícolas y el 85% de sus aguas de pesca son total o parcialmente inaccesibles debido a las medidas militares israelíes, más 90% del agua del acuífero de Gaza no es potable y alrededor de un tercio de los artículos de la lista de medicamentos esenciales están agotados, según datos de UNRWA, la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados Palestinos.
Los palestinos aspiran, pese a todo, a tener un estado en Gaza y Cisjordania, con Jerusalén Oriental como capital. Es un reparto que cuenta con el respaldo de la mayor parte de la comunidad internacional, incluyendo Estados Unidos. Sin embargo, cada vez que el tema se trata en alguno de los (eternos e infructuosos) procesos negociadores con Israel surge el mismo dilema: ¿se permitirá que Palestina controle su frontera más al este, con Jordania, o se quedará Israel con el dominio militar del Valle del Jordán? ¿Será Palestina un estado militarizado, plenamente soberano para vigilar y controlar sus fronteras? ¿Habrá continuidad entre los tres territorios que han de conformar el estado, estando como están separados Gaza, Cisjordania y Jerusalén Este?
Jerusalén, la que todos quieren
Los palestinos aspiran a tener en Jerusalén Este la capital de ese futuro estado. Actualmente, desde 1967, la parte árabe de la ciudad triplemente santa -para judíos, musulmanes y cristianos- está ocupada por Israel, que domina por completo cada calle palestina, en las que viven unas 250.000 personas. Dos tercios de la actual Jerusalén son antiguo suelo árabe, indica la ONU. La famosa línea verde que dividía en los mapas los dos lados de la ciudad hoy no es más que una avenida importante cargada de tráfico. No hay mezcolanza de las dos poblaciones más que la que obligan determinados servicios, no es Jerusalén una ciudad porosa ni de convivencia.
Siendo una cuarta parte del censo jerosolimitano, los árabes no reciben más que el 10,8% de la inversión, según datos del exconcejal del izquierdista Meretz Meir Margalit. Entre 6.000 y 8.000 menores no asisten a clase, porque ni hay aulas públicas suficientes para ellos ni llega la ayuda de instituciones solidarias o religiosas. El 67% de la población de Jerusalén Este se encuentra por debajo del umbral de la pobreza, según el Instituto Nacional de Seguridad Social israelí.
Jerusalén sería la capital de dos Estados, Israel y Palestina, en el caso de que las negociaciones ideales avanzaran finalmente, pero el reparto final es una incógnita. Existen no menos de nueve propuestas para el municipio y otras 17 para la Ciudad Vieja, que alberga los santos lugares como la mezquita de Al Aqsa y Cúpula de la Roca, el Muro de las Lamentaciones o el Santo Sepulcro.
Benjamín Netanyahu, que está a punto de ser de nuevo ministro de Israel, endureció en sus mandatos previos su discurso e insistía en que Jerusalén es la capital ”única e indivisible” de su estado. Israel se anexionó Jerusalén Este en 1980 de manera unilateral a través de la Ley de Jerusalén, pero la comunidad internacional interpreta que es Tel Aviv, y no Jerusalén, la capital del país, salvo excepciones como en la era de Donald Trump en la Casa Blanca.
Así siguen las cosas, 75 años después de aquella decisión tomada sobre las moquetas de la ONU en Manhattan. Con un Gobierno israelí a punto de cuajar en el horno de las coaliciones en el que gana cuerpo la ultraderecha, con una Palestina que intenta la unidad nacional pero que no tiene nación que gestionar, con la violencia escalando como no se veía en meses y las soluciones sin llegar. Un conflicto viejo que parece cansar al mundo, porque nadie pelea por su solución.