¿68 o 155?
Ciento cincuenta y cinco, ciento treinta y cinco, Gürtel, efecto llamada, procés, privilegios, golpe de estado... bombardeo de términos que disparan marcos cognitivos. La disputa por la atención, por la cuota de tiempo que los ciudadanos -convertidos en consumidores de información- prestan a los mensajes es cruenta. Todos los topics estrella de la vida pública española son banderas, banderas que definen campos. No existe Suiza en España, no cabe no alinearse. O con los indepes o con el 155.
La mareante maraña de titulares que se suceden sin tiempo, orden o precisión alguna desorienta, produce incertidumbre y hasta angustia. Nos angustia no saber a dónde vamos y no recibir la siguiente píldora de información de la teleserie que es la vida política en nuestro país. Precisamos intérpretes, chamanes que den certezas como las precisaban nuestros predecesores inermes ante la fuerza aleatoria del viento, la lluvia, el frío o la sequía. Es tiempo de influencers, oráculos modernos que definen la frontera de la tribu, marcan objetivos grupales y levantan la arquitectura estética, simbólica y discursiva de un ‘nosotros’ más demandado cuanto más inextricable parece la realidad al otro lado del muro.
La democracia se vuelve plebiscitaria. Los líderes son estrellas del rock que nos muestran sus casas, cómo desayunan con la familia y cuánto abrazan a su perro. Eso cuando no salen montando a caballo o comiendo en un McDonald. No importan los argumentos, no importan porque no hay posibilidad alguna de que sean discutidos, analizados o refutados; no importan porque incluso aunque fueran discutidos, analizados o refutados las probabilidades de que un programa electoral sea ejecutado son remotas, dependen de la meteorología del agenda setting, la que convierte la sutil diferencia entre un relator, un mediador o un taquígrafo en la tormenta perfecta que vuela por los aires los equilibrios parlamentarios y tumba un gobierno. No hay cálculo racional, hay trayectoria del tiro de cámara.
Un tren directo al precipicio del dextropopulismo, la trumpización de la política, la hegemonización de los valores de quienes tengan el altavoz más alto. Y en el centro los partidos políticos, colaboradores necesarios, Carontes guiando al desastre.
Urge descarrilar el rumbo desquiciado, releer nuestras bases de convivencia, recrear y reconstruir puentes y pilares de nuestra democracia representativa.
Hay que patear el tablero y cambiar el marco: No es el artículo 155, es el 68.
El artículo 68 es el sistema operativo de nuestra democracia, las bases mismas de nuestro modelo de representación:
La circunscripción electoral es la provincia y los miembros de las cortes generales no estarán ligados por mandato imperativo. No se rían, aunque no lo crean lo recogen textualmente el art. 67.2 y el 68.21 de la Constitución respectivamente.
Imaginen a los 61 diputados andaluces contradiciendo a Génova, Ferraz y Princesa (art. 67.2) para reconocer que quizá en torno a los intereses de Andalucía podríamos ponernos de acuerdo siquiera de vez en cuando. No sucede. Jamás sucede.
¿No sucede porque a los diputados no nos eligen los ciudadanos, nos eligen los partidos? Es la respuesta obvia, pero no es una respuesta completa. Incluso si las primarias fueran realmente libres, abiertas y provinciales o autonómicas, sin manoseos de los aparatos o dedazos de los rock-star, incluso en ese caso las dinámicas partidarias acabarían degenerando las metodologías más participativas.
El problema es de otra índole, se trata del reparto del poder. Y es que los diputados y diputadas, los representantes del pueblo nos parecemos demasiado a esa caricatura que nos pinta votando al son de la mano levantada por el jefe de filas.
El poder no reside en diputados y diputadas electos, sino en los grupos parlamentarios. El Grupo Parlamentario es un todopoderoso instrumento en favor y beneficio exclusivo de la unificación de la representación en los partidos políticos.
De un lado se centraliza el poder de representación en este instrumento parlamentario con lógica de circunscripción única estatal, anulando de facto el modelo constitucional de circunscripción provincial. Por otro se concentra el espacio de decisión y actuación en los grupos parlamentarios y sus portavoces frente al modelo constitucional que establecía la organización de las Cámaras en Comisiones parlamentarias, en una lógica sectorial. Los partidos hackearon la Constitución trampeando el art. 68 y el art. 75.
Frente a lógicas territoriales y sectoriales en las que se propicia y fomenta el consenso, se hiperbolizó el espacio de la lógica partidista, que propicia el conflicto.
Si no me creen hagan caso a garganta profunda y sigan al dinero. Si lo hacen no encontraran a los diputados al final del camino, sino a los partidos políticos y sus instrumentos, los grupos parlamentarios. Por eso mientras vemos a los diputados británicos abrir sedes en sus distritos e interlocutar con la prensa local, en España los diputados y diputadas reciben recursos extraordinarios para “residir” en Madrid, pero no para trabajar en las circunscripciones. Son los grupos, es decir, los partidos, y no los diputados y diputadas los que se reparten los más de 9 millones anuales y 235 asistentes.
Todo un vaciado de nuestra democracia. El resultado de esta trampa es conocido: un movimiento de acción-reacción, de la ultraconcentración del poder en los partidos a la centrifugación del mismo a las comunidades territoriales políticamente más conscientes.
Efectivamente, catalanes y vascos lo entendieron pronto y constituyeron sus grupos parlamentarios. Al hacerlo trampeaban la trampa de los partidos y devolvían al territorio su función transversalizadora y catalizadora de consensos. Esa es la razón por la que partidos ideológicamente antagónicos han coincidido a lo largo de estos 40 años en sus posiciones políticas y negociadoras en representación de Euskadi o Cataluña.
Canarias, Valencia y Galicia aprendieron y se aplican a conseguir su representación, Andalucía por el contrario retrocedió desaprendiendo la lección fundamental de la política, identificar los mecanismos de reparto del poder.
No son más que parches, como un mal parche sería aplicar el art. 155. Para enfrentar los problemas que encara nuestra democracia hay que hacer un reset al sistema de representación y volver al modelo que apuntaba nuestra Constitución.
Aplicar el art. 68 devolvería la democracia a lo local, constituiría contrapesos que anulen la concentración de poder de los augures y chamanes modernos, supondría devolver vigencia a los representantes electos, a la rendición de cuentas, a las primarias, a la participación efectiva.
Algunos lo hemos intentado en esta legislatura. Trabajando por mi provincia de elección y por mi tierra, Andalucía, desde el escaño que ahora dejo. Repitiéndome que compartir con Eva García Sempere de IU y Yolanda Díaz de EnMarea, el podium de diputado con más iniciativas parlamentarias de Unidas Podemos tenía que contar. Que nuestra democracia sería más democracia si los diputados realmente representáramos a nuestra circunscripción y que eso se demostraba con el trabajo.
Pero lo cierto es que en tanto en cuanto no sean los españoles y españolas los que obliguen a los partidos políticos a cumplir íntegramente la Constitución, en tanto en cuanto no recuperemos los mecanismos de articulación de la representación en nuestra democracia, nuestro país seguirá su senda centrífuga en lo territorial y de descrédito en lo político institucional. Quienes formamos parte de comunidades políticas sin representación, como los y las andaluzas, no tendremos más remedio que concentrar nuestro voto en organizaciones políticas que nos representen territorial y genuinamente.
El país del lazarillo, hacer trampas a un tramposo, o el país de las plazas, de los ciudadanos conscientes de que no nos representan. Art. 155 o art. 68, esa es la cuestión.