¿Quién leería un libro sobre pornografía infantil?
¿Debe la literatura retratar las realidades más oscuras del ser humano?Jose Serralvo ha apostado en su última novela por dibujar el entramado de la miseria del ser humano sin miedo a las tinieblas del alma y de la cruda realidad. Y qué mejor temática que la pedofilia para destripar el chiaroscuro de la moralidad humana.
¿Quién leería una novela sobre pedofilia? ¿Y sobre pornografía infantil? A estas preguntas se podría responder que es un tema que no sea ha novelado a menudo. No sería mentira. Pero seamos honestos: una destacable mayoría devolvería el libro al estante, bien por prejuicio, bien como resultado de un mecanismo humano de autodefensa frente a aquello que nos obliga a cuestionar el por qué de nuestros cimientos morales. No ya a rechazarlos, sino sencillamente a explorar qué implicaciones tendría, individual y socialmente, vivir en coherencia con estos fundamentos morales. Lo dicho: muchos optarán por devolver el libro al estante o cerrar la pestaña en la que tengan abierto este artículo.
¿Debe la literatura retratar las realidades más oscuras del ser humano? Jose Serralvo (Jerez de la Frontera, 1984) ha apostado en su última novela, la segunda ya, por dibujar el entramado de la miseria del ser humano sin miedo a las tinieblas del alma y de la cruda realidad. Y qué mejor temática que la pedofilia para destripar el chiaroscuro de la moralidad humana.
El niño que se desnudó delante de una webcam (Los Libros del Lince, 2015) es un cóctel nabokoviano. "Serralvo parte de la asunción básica de que el lector no es gilipollas", escribe Josep Lapidario en la revista Jot Down. Pero esto no es una crítica literaria. Si quieren leer una sinopsis entren en los hipervínculos. Esto es, como mucho, un relato de impresiones: como novela es una lectura absorbente; como denuncia, como grito de advertencia, es un jarro de agua fría a una sociedad en constante carrera por la actualización de la tecnología pero cuya ética subsiste desactualizada.
"Consciente o inconscientemente, ese jueguecito, al igual que muchos otros a los que me vería sometido a partir de entonces, había sido ideado con el propósito de humillarme. De deshumanizarme. Eso es precisamente la pedofilia: la expresión de la sexualidad de un adulto deshumanizado que contribuye a deshumanizar a un niño", cuenta el protagonista de la historia; un narrador no fiable, según el propio autor.
Detrás de la ficción, cuyo punto de partida es la complejidad de un caso real que revolvió la conciencia de la sociedad estadounidense hace 10 años, se esconde una profunda investigación en torno a la pornografía infantil 2.0. Un mundo que nos horroriza y provoca nuestras reacciones más viscerales, siendo el vociferante rechazo nuestra razón para correr un velo ante las raíces de una situación que destroza la vida de miles de niños cada año.
Porque ello implicaría hablar, en primer lugar, de nuestros hábitos sexuales, concretamente implicaría aceptar que el consumo de pornografía es normal. Hay estudios que sitúan en torno a los diez años la edad en la que los niños entran en contacto con este mundo. Según el estudio que la página web pornográfica PornHub publicó el año pasado, la visualización de estos vídeos en nuestro país tiene mucho de hábito rutinario. Sin centrarse en el ámbito nacional español, la revista Cosmopolitan publicó que uno de cada tres hombres consume pornografía y lo mismo hace una de cada cuatro mujeres. No hacen falta estadísticas para poner de manifiesto que la aceptación social está mucho menos extendida.
También nos obligaría a afrontar las contradicciones de nuestra moral pública. Una moral que condena la trata de personas pero hace oídos sordos a la fortificación fronteriza que facilita estas vías clandestinas de tránsito, poniendo en riesgo la vida humana y la dignidad que originariamente decía proteger.
Una moral que, en nombre de la defensa sagrada de la vida, pone la integridad física y psicológica de las menores embarazadas en manos de la ideología de sus familias, condenándolas en numerosas ocasiones al peligroso, y a veces mortal, aborto clandestino. La misma que, aun habiendo quedado empíricamente demostrado que la legalización de la interrupción voluntaria del embarazo ha reducido en nuestro país este tipo de intervenciones (y, por encima de todo, ha garantizado la salud de las mujeres), pretende imponer los ecos de un sermón milenario.
Una moral, como irónicamente cuenta el narrador de la novela que nos ocupa, que censura (e ilegaliza) el consumo de alcohol por parte de menores, pero hace bien poco por enseñarles a protegerse de su webcam. O de las redes sociales de las que forma parte. O de su teléfono móvil.
En estrecha relación con lo anterior, abordar el problema del abuso de menores (como tantos otros) en todas sus facetas implicaría aceptar que no somos personas íntegras combatiendo seres malvados. "Estos muchachos no sufrieron a manos de una víctima del sistema. Sufrieron a manos de un monstruo. Un monstruo del sistema, de acuerdo. Pero monstruo, al fin y al cabo", razona el protagonista de Serralvo.
Y seguimos prefiriendo negar que la pobreza, el rechazo, la violencia, las desigualdades (de poder, de clase, de raza, de género, de modos de vida, geográficas...) crean monstruos a uno y otro lado. Entenderlos como monstruos de la naturaleza es una opción política, como también lo es asumir que cada una de esas situaciones es inevitable.
Podríamos quedarmos con el titular que vende votos y embriaga conciencias: España es el quinto país del mundo en esclarecer casos de pornografía infantil por vía telemática. La moral pública se felicita a sí misma, los hombres con traje de chaqueta se felicitan por la victoria, de gran rentabilidad simbólica.
Mientras tanto, la pobreza infantil escala a niveles dramáticos, vergonzosos. ¿Perciben ustedes alarma social? Como si niños y adolescentes no encontrasen motivos suficientes en la pobreza y la exclusión social para saltar de los campos de centeno al precipicio... "¡Ustedes, con sus trajes a medida y sus salarios de seis cifras! [...] Tienen las manos manchadas de sangre", espeta en la novela el oficial que persigue a los pedófilos.
La moral pública prefiere seguir maquillando sus tabúes. Sí, gracias a la viralidad de ciertos vídeos (y al eco de ciertos medios de comunicación comprometidos con su difusión), nuestros menores conocen algunos de los peligros de Internet. Pocos, más bien. Usan Facebook, Instagram, Twitter, Snapchat o Skype, y más adelante Badoo, Tinder, Grindr o Wapa. Aunque pocos son conscientes de ello, las apps de geolocalización acumulan información sobre su rutina, sus hobbies o sus gustos.
Se trata de una generación capaz de hacer prácticamente todo a través de su móvil, excepto de protegerse a sí misma. Pero no necesitan guardianes que les encierren en torres y castillos: necesitan maestros que les hablen del mundo en el que les ha tocado vivir. Su ignorancia, su vulnerabilidad, es nuestra incapacidad para afrontar nuestras incoherencias morales, para someternos al escrutinio de nuestra propia conciencia.
No busquen respuestas, porque no las hay. Yo les propongo que lean a Serralvo, allí encontrarán un camino. "Estoy seguro de que, durante las próximas décadas, la red continuará siendo sinónimo y heraldo de progreso", dice su protagonista, no sin cierta ironía. Podemos poner controles parentales en nuestros ordenadores o convertir a las nuevas generaciones en guardianes de su propia seguridad. De nuevo, es una opción política.