La memoria del 14 de abril
A día de hoy ya sabemos que la democracia española no ha sabido estar a la altura de su herencia republicana. Y mucho menos la modélica Transición que vino a instaurarla. Ello no significa que haya que despreciarla. Pero sí revela la imperiosa necesidad de deconstruir nuestra memoria democrática, de reescribir la historia de nuestras victorias y fracasos, de contarnos la verdad a nosotros mismos.
"El mejor monumento que se puede hacer a quienes lucharon contra la dictadura es un libro de texto y ésa es otra de las tareas pendientes". Las palabras de Emilio Silva, actual presidente de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, en el último número de La Marea, medio que ha dedicado en su edición de abril un dossier a esta asignatura pendiente de la democracia española, no podrían ser más acertadas. La amnesia social, que Philip Schlesinger señaló como elemento clave en la construcción de las identidades nacionales, no es producto de procesos naturales irremediables e irreversibles. La memoria no es energía: se crea. Y, en consecuencia, también puede destruirse.
Hoy, 14 de abril de 2015, se cumplen 84 años de la proclamación de la Segunda República Española. Un proyecto político y económico y social, pero también humano, que fue capaz, a pesar de su corta vida, de desafiar los cimientos anacrónicos en los que se construye la historia de España en el siglo XX. Un ejemplo de democracia dentro y fuera del territorio español. Un prometeico logro en cuanto a derechos y libertades. Un prometedor intento de abarcar este país en su extensa y compleja diversidad: nacional, cultural, social, política... Una República, en definitiva, que, más allá de sus innegables claroscuros, quiso a España libre, ni de Dios ni de nadie. Que ya es mucho decir.
A día de hoy ya sabemos que la democracia española no ha sabido estar a la altura de su herencia republicana. Y mucho menos la modélica Transición que vino a instaurarla. Ello no significa que haya que despreciarla. Pero sí revela la imperiosa necesidad de deconstruir nuestra memoria democrática, de reescribir la historia de nuestras victorias y fracasos, de contarnos la verdad a nosotros mismos, de contársela a nuestros hijos y, quizás, de contársela a nuestros padres.
Esta, creo, es la urgente tarea que corresponde a mi generación y las que siguen. Dicen que entre los jóvenes resurgen las actitudes machistas porque no han tenido que vivir la lucha por la igualdad de género y los derechos de las mujeres. Algo similar ocurre con la democracia. Erradicado el analfabetismo, cuasi-universalizado el acceso a la información, a la opinión y a los recursos para entender el mundo que nos rodea, la participación en la esfera política parece no desprenderse de sus tímidos modales. Participación no entendida como voto a cuatro años, sino como asunción de un rol ciudadano, responsable individual y socialmente, defensor de los valores sobre los que (en teoría) se construye nuestra convivencia: la libertad, la igualdad, la democracia, el Estado social y democrático de Derecho.
Una generación que, sin embargo, sigue padeciendo unos niveles de amnesia peligrosamente altos. It's not your fault, but it's your problem ("No es vuestra culpa, pero sí es vuestro problema"), respondió una antigua profesora de idiomas ante los problemas de la clase para alcanzar el nivel que exigía la planificación curricular del curso. ¿Una educación deficiente? Podría ser. Al menos sí en cuanto a la memoria histórica, que no es sino la historia común sobre la que se construye cada una de nuestras historias vitales.
Creo, no obstante, que las nuevas generaciones no han olvidado la República. Sencillamente pocas veces le han hablado de ella como debiera ser. Según datos recopilados por La Marea, en el 43'6% de familias se hablaría poco sobre la Guerra Civil y nada en el 30'5%. Curioso, en un país que todavía ostenta el trágico título de segundo país del mundo con mayor número de desapariciones forzadas, resultado esto de la guerra que partió España en dos, en tres y en cuatro y a la dictadura que durante tantos años gobernó con el beneplácito de las democracias que durante años (y todavía hoy) han dado lecciones al mundo en desarrollo.
¿Sabían ustedes que, según se dice, la mayoría de los estudiantes que pasan cada día junto al Arco de la Victoria franquista de Moncloa no conoce su origen como alabanza a la entrada de las tropas del dictador en Madrid? ¿No hay sitio en los libros de textos para la multitud de monumentos de oda a la dictadura que permanecen en pie en la actualidad? ¿Y para los símbolos franquistas que todavía ostentan algunas de las hermandades que procesionan en Semana Santa? ¿O para las empresas que hoy copan el IBEX 35 y que utilizaron mano de obra esclava en los campos de concentración los que el régimen mandó a republicanos, comunistas o cualquier otro tipo de disidentes? Por no mencionar ya el escalofriante sinsentido del Valle de los Caídos.
Por desgracia, es probable que la gran mayoría de jóvenes jamás hayan oído hablar de estas patas cojas de la democracia española. Y la lista de agravios memorísticos es demasiado larga para enumerarla sin contribuir a la desmemoria que hemos construido. ¿Por qué no nos han hablado de esto en las clases de Historia, se preguntarán? ¿Por qué son obligatorias en los institutos las visitas a campos de concentración en Alemania y aquí nadie conoce la historia de los campos en los que fueron esclavizados y murieron cientos de españoles y españolas, defensores de la democracia que nos robó la dictadura? ¿Por qué siguen sin aparecer en nuestros libros de texto la historia de los desaparecidos, de las fosas por abrir, de los exiliados y el Gobierno de la República en el exilio o de las cárceles de mujeres del franquismo?
Todas estas preguntas se resumen, en definitiva, en una sola: ¿puede un país constituirse como Estado social y democrático de Derecho habiendo renunciado a conocer su pasado? Las experiencias históricas de otros países del mundo nos indican más bien lo contrario.
"Somos lo que recordamos", ha escrito la historiadora Laura Vicente. En un momento de evidente crisis sistémica al que se enfrenta nuestra democracia, la memoria se erige como elemento clave en la construcción de una comunidad política fiel a los principios que decimos defender. Si hace 84 años la República llegó a nuestro país no fue por gracia divina, sino por la ilusión y el trabajo de todos los ciudadanos que se comprometieron con la democracia, la libertad y la justicia. Si hoy España puede salir del pozo en el que se encuentra, será por el esfuerzo de quienes se comprometan con los valores similares. Construir nuestro futuro sobre la desmemoria solo nos llevará a olvidar la historia que, para bien o para mal, nos hace ser quienes somos.
Que la memoria histórica no sea una bandera exclusiva de la izquierda es necesario, ahora más que nunca. Que la memoria de la República sea un patrimonio de todos los españoles también lo es. ¿Por qué sigue siendo entonces el 14 de abril una efeméride de unos pocos? ¿Por qué no nos une el recuerdo y nos separa el olvido? Será que quizás, en el país que tuvo una Ley de Amnistía por Comisión de la Verdad, no conviene que las nuevas generaciones aprendan a recordar, no vaya a ser que les dé por pedir explicaciones. No vaya a ser que les dé por pedir lo que pedían tantos españoles allá por 1931: justicia, libertad e igualdad. Simple y llanamente.