La desigualdad como amenaza
Junto a consecuencias estrictamente económicas, la ampliación de la desigualdad en modo alguno favorece el fortalecimiento de los sistemas democráticos, la participación e identificación de la mayoría de la población con sus instituciones.
Antes de que la actual crisis emergiera, la desigualdad en la distribución de la renta y de la riqueza se había ampliado notablemente en la mayoría de las economías avanzadas. Así lo han revelado estudios del Banco Mundial y de la OCDE, entre otros. Esta última organización puso de manifiesto en un trabajo de 2011 cómo la tendencia identificada desde finales de los años 70 en EEUU y Reino Unido se fue extendiendo a la práctica totalidad de las economías avanzadas. En algunos países la aplicación de la desigualdad fue simultánea al aumento de la población que entraba en condiciones de pobreza.
Una situación tal no es precisamente el resultado de la elección de la población, sino la consecuencia de políticas económicas que, en el mejor de los casos, no han atendido a principios básicos de igualdad de oportunidades, de distribución. Las políticas fiscales, de forma dominante, no han favorecido la distribución. En realidad, incluso gobiernos socialdemócratas han primado la reducción de impuestos a las empresas y a los perceptores de rentas más elevadas, limitando así la capacidad redistributiva de la política presupuestaria: la inversión en educación, sanidad y otras partidas favorecedoras de las rentas más bajas. Junto a ello, la intensificación de la dinámica competitiva global, las respuestas de los gobiernos en términos de reducciones impositivas y desregulación de sectores esenciales, como el financiero, han contribuido a ampliar esa tendencia.
La desigualdad en las retribuciones salariales según el grado de cualificación se amplió a medida que se intensificaba la propia dinámica de globalización, especialmente en su dimensión financiera. Fue, efectivamente, en la industria de servicios financieros donde se registraron los incrementos en remuneraciones más acusados, de la mano de esa creciente profundidad financiera de las economías. En algunas empresas emblemáticas en cada país la diferencia entre las percepciones de las posiciones de los máximos directivos y los trabajadores peor retribuidos ha llegado a definir brechas sin precedentes, que incluso durante la crisis se han ampliado en no pocos casos.
En la génesis de la crisis la ampliación de la desigualdad ha jugado un papel, estimulando en algunas economías el endeudamiento masivo de las familias con menor renta; pero también la crisis ha contribuido a ensanchar esas diferencias. Las rentas de las familias han descendido, especialmente las menos cualificadas, como consecuencia entre otros aspectos del mayor poder de negociación de los empleadores, en un contexto de aumento del desempleo y reformas en los mercados de trabajo que conceden mayor flexibilidad a las empresas.
Junto a lo anterior, en la mayoría de las economías europeas, la aplicación de políticas presupuestarias basadas en la austeridad a ultranza, han situado a crecientes segmentos de población en una posición menos favorable que al inicio de la crisis. Esas políticas han prolongado la recesión y tampoco recientemente han conseguido restaurar tasas de crecimiento suficientes para generar empleo a un ritmo aceptable, al tiempo que han sacrificado partidas de gasto o inversión más favorables a las rentas más bajas. La complacencia con esas decisiones se ha amparado en no pocos casos en presunciones de sobredimensionamiento del Estado del bienestar y de su carácter de obstáculo en el fortalecimiento de la capacidad competitiva de las economías, que no disponen de respaldo empírico.
El caso de España
España no quedó excluida de esa tendencia vigente en los años previos a la crisis. En realidad, no consiguió aprovechar una de las décadas más brillantes en términos de crecimiento económico para reducir la desigualdad. Su economía, las condiciones de vida de la población, han registrado un deterioro mayor que en otros países europeos tras la emergencia de la crisis. La mayor importancia relativa que disponía el sector de la construcción residencial y de la promoción inmobiliaria, así como el mayor endeudamiento privado, facilitó el rápido e intenso contagio a España. El rápido aumento del desempleo, desde tasas similares a la media europea en 2007 hasta superar el 27%, fue el resultado más explícito del colapso de un sector que llegó a representar más de un 12% del empleo español. Además del aumento del desempleo, la presión a la baja en la renta disponible de las familias encontró apoyos en la erosión de la capacidad de negociación salarial de los empleados.
La aplicación de políticas fiscales restrictivas han contribuido a deprimir aun más la actividad económica y el empleo en las familias de menor renta, además de reducir prestaciones sociales básicas que han deteriorado los niveles de bienestar de las familias de menor renta de forma significativa. La evolución de la riqueza de la familia media española también ha sido tributaria de la depresión en los precios de la vivienda, principal activo de las familias. Consecuencia de todo ello es el aumento de la población que vive en condiciones de pobreza. Con Grecia, en España, uno de cada seis niños vive literalmente en condiciones de pobreza.
Consecuencias macroeconómicas
Que la gente en general perciba que la desigualdad es menor de la real no significa que sus consecuencias no sean poco adversas. La desigualdad no es rentable a medio plazo, como traté de demostrar hace unos años. (Ontiveros 2011 y 2012). Desde luego no lo es desde una perspectiva social, pero tampoco empresarial. Obstaculiza la necesaria cohesión y dificulta el crecimiento económico sostenible. El Fondo Monetario Internacional (FMI 2011) ha demostrado la correlación positiva entre mayor igualdad en la distribución de la renta y la sostenibilidad del crecimiento económico. Desde luego por el lógico sostenimiento del consumo, del aumento del ahorro susceptible de asignarse a inversión empresarial, y por el aumento de las bases impositivas. En el caso de EEUU, el estudio concluye que un 10% de reducción en la desigualdad aumenta la duración del crecimiento económico en un 50%.
Junto a esas consecuencias estrictamente económicas, la ampliación de la desigualdad en modo alguno favorece el fortalecimiento de los sistemas democráticos, la participación e identificación de la mayoría de la población con sus instituciones. No sorprende, por tanto que el Global Risk Reportdel World Economic Forum destaque la desigualdad como uno de los riesgos globales más importantes de 2013. Por ello, el de Oxfam es un propósito tan razonable como necesario para garantizar cohesión y sostenibilidad del crecimiento económico. No cabe el fatalismo: ni la dinámica de globalización ha de generar ampliaciones de la desigualdad, ni exige que los gobiernos dejen de ser activos en la persecución de objetivos de distribución.