¡Delincuentes, a la cárcel!
Hay que denunciar todo intento de agresión sexual o violación; de lo contrario, la víctima se convierte en encubridora misma de su propio verdugo. Es más: no contribuye sino a alentar al agresor en detrimento del resto de la sociedad, a que siga subyugando a este colectivo a su antojo.
tolerancia cero
Los tribunales son, en las sociedades actuales, los primeros y últimos garantes de los derechos fundamentales de los ciudadanos. Por ello deben estar siempre en las mejores condiciones para hacer justicia. En este sentido, las leyes no pueden estar diseñadas para que en la práctica el delito, paradójicamente, sea más rentable para el delincuente que su no comisión, o no tenga prácticamente consecuencias para él. Todos los que aspiramos a una mejor cohesión social, a una sociedad decente en el sentido más amplio del término, hemos pactado hipotecar nuestra propia libertad como garantía de que cumpliremos regularmente con nuestros deberes básicos como ciudadanos, entre los cuales figura el respeto a los derechos legítimos de los demás como primer límite infranqueable. Desde luego, el quebrantamiento de este contrato vital legitima, con razón, nuestra privación de la libertad en los casos en que las leyes imponen esta decisión como justa consecuencia de los daños que hemos causado.
Los intentos de agresión sexual y las violaciones no son sino una execrable manifestación del machismo más rancio, no como mero eslogan sino como cruda realidad. El hecho de pensar que se puede violar o intentar agredir sexualmente a una mujer sin castigo alguno es una de las numerosas secuelas de la cosificación histórica de determinados colectivos en la sociedad, entre ellos, las mujeres. Es añoranza de lo desconocido bien conocido. Cuando no hay cámaras, e incluso muchas veces cuando las hay, el macho dominador ve a su «dominada» como su merecedora víctima: su condición de mujer parece deber predisponerla a todo. Dicho de otra forma, no hay reglas, o, más bien, las reglas son estas: las del delincuente. Los datos acerca de la violencia de género son decisivos para entender esta situación: una de cada tres mujeres, 1200 millones en el mundo, sufre violencia machista o abusos sexuales. En concreto, según datos del 2013 y lamentablemente igual de ilustrativos, en España se produce una agresión sexual cada hora y media. La educación es uno de los pilares en la lucha contra este tipo de machismo, que asocia a la mujer a un simple medio para satisfacer necesidades fisiológicas de la forma más vil posible. Cuando falla la educación, el recurso a leyes penales estrictas es necesario.
Los tribunales deben garantizar de forma efectiva los derechos de las mujeres, así como de todos los ciudadanos, a poder vivir en una sociedad en la que la libertad y la igualdad no peligren por la mera condición sexual. La justicia debe ser el horror de todo delincuente, consciente de que la comisión efectiva de determinados delitos allana el camino de forma segura hacia la cárcel y lo convierte, por ende, en un ser antisocial rechazado por la sociedad. Debe ser el engranaje en el que el agresor se vea atrapado necesariamente al cometer el delito. No puede ser de otra forma. Los tribunales no pueden ser de cartón, y su responsabilidad en garantizar los derechos de los ciudadanos, aplicando leyes estrictas cuando procede, es, desde luego, indiscutible. Por otra parte, la denuncia en estos casos es innegociable. Hay que denunciar todo intento de agresión sexual o violación; de lo contrario, la víctima se convierte en encubridora misma de su propio verdugo. Es más: no contribuye sino a alentar al agresor en detrimento del resto de la sociedad, a que siga subyugando a este colectivo a su antojo. Para los delincuentes solo hay lugar en un sitio, y ese sitio es la cárcel.
Ilustración: Irina Colomer Llamas