Miedo a no sentir lo mismo
Hace cuatro años dudábamos si seríamos capaces de superar la derrota, hoy nos preguntamos si estaremos a la altura del triunfo.
Hace cuatro años dudábamos si seríamos capaces de superar el desafío de la derrota, hoy nos preguntamos si estaremos a la altura del triunfo. Por primera vez en la historia la Selección Española encara un gran campeonato sin posibilidad de superación.
Es cierto que conquistamos el torneo continental en 1964 pero aquel gol en blanco y negro de Marcelino quedaba demasiado lejos como para sentirlo como propio. Era la decepción de la final del 84 en el Parque de los Príncipes el recuerdo más vivo y doloroso de una Eurocopa. Así que hace cuatro años afrontamos la cita de Austria y Suiza con la sensación de tener el casillero a cero. No había nada que perder, dolería una eliminación, por supuesto, se nos clavaría en el orgullo y la ilusión, recibiríamos de nuevo la punzada de la frustración y, minutos después, nos comeríamos un kiwi y la vida seguiría. Una vez más.
Sin embargo Torres corrió más que Lahm, y Lehmann resbaló por el césped del Prater para pasar por debajo de El Niño mientras el balón plateado buscaba asustado el cobijo de la madera y la red. Y algo cambió. Ganó la Roja y ganamos los españoles una copa que albergaba un cóctel de justicia, venganza, euforia y revolución. Y dos años después cogimos un avión al precipicio del mundo donde una noche de junio un estadio que parecía una calabaza se transformó en la carroza a la gloria. Y el zapato de cristal era una bota plateada del 39 y el príncipe azul era un albaceteño más bien azul claro y la princesa era de oro macizo. Sí. La Copa del Mundo no tiene abertura, no está hueca como la de Europa, porque es el trofeo supremo del fútbol, no cabe nada más, no existe complemento posible, es la condecoración total.
¿Y ahora qué? Está bien, luchar por una segunda Eurocopa, nunca una selección ha encadenado esta colección capicúa de trofeos: Eurocopa-Mundial-Eurocopa. Podemos encontrar motivación en afirmar nuestra hegemonía, en subirnos de por tercera vez consecutiva al podio del planeta fútbol y, desde allí, hacerle una muesca inédita a la Historia. Pero ¿qué clase de impronta dejaremos en nuestro interior?
El corazón no carbura con el combustible de la perfección, es la superación del desastre un fuel de mucho mayor octanaje que la búsqueda repetida de la sublimación. Porque el cielo no admite una segunda visita. El recuerdo más placentero se aquilata y cristaliza y entonces es imposible revisitarlo con la misma emoción que la primera vez. El propio éxito adultera el ansia de más éxitos. Una incestuosa mezcla de voluntad vencedora nos debilita ante este nuevo torneo en Centroeuropa.
Ahora la Selección Española está huérfana de maldiciones y cataclismos. El Mundial suponía un reto aún mayor que la Eurocopa, quedaba espacio para edificar otra gesta. Hoy, sin embargo, hay demasiada cimentación portentosa a nuestras espaldas, excesivo botín para experimentar una sed incontenible. Así que, jugadores y aficionados, tendremos que hallar el estímulo en un nuevo recipiente. Ya no se trata de una cuenta pendiente, de una vendetta, del vértigo por explorar un territorio sentimental virgen. ¿Es posible, pues, que ganar esta Eurocopa nos llegue a emocionar tanto como la de 2008, como la conquista del Mundial de Sudáfrica?
Probablemente no. Pero lo que sí podemos intuir es que una eliminación o incluso una derrota en la final nos abrasará como nunca. Es, quizá, la huída de un dolor sin precedentes donde reside la renovada energía para competir. Mientras que hasta hace cuatro años jugábamos para ganar hoy lo hacemos para no perder. Porque hiere más la caída que la imposibilidad del ascenso. Ahora no se trata únicamente de seguir poblando la vitrina de trofeos sino de evitar la evaporación de un aura adquirida. Ya nadie nos quitará la estrella sobre el escudo pero ese astro nos compromete doblemente: a no abandonarlo como a una vieja supernova y a convertirlo, poco a poco, en una constelación.