La luz de María
Respecto a su accidente, a la pérdida de su ojo y a la imposibilidad de competir María de Villota me confesó: "Los médicos me dicen que ya me entrará el bajón. Que ahora estoy muy bien, feliz e ilusionada, pero que no es normal y que quizá de repente me venga abajo. Pero el bajón no llega".
Conocí a María de Villota hace cuatro años. Su bólido estaba aparcado en el fondo norte del Estadio Vicente Calderón. Allí presentaba el reto de correr la Superleague Fórmula con el Atlético de Madrid. Llegué por la tarde para cubrir el evento en Cuatro. Tras la presentación oficial sobre el césped en la que intervino Enrique Cerezo y un par de jugadores rojiblancos, yo quise hacerle algunas preguntas. Una breve entrevista que temí impropia ya que los futbolistas y el presidente habían desalojado el estadio y se hacía tarde. María, sin embargo, aceptó con una sonrisa concederme en exclusiva su tiempo. Se nos hizo de noche junto al Manzanares.
Quizá ya había apagado el micrófono pero seguí hablando con ella, fascinado por aquella chica tan amable y luminosa. A pesar de vestir el mono y de apoyarse en el monoplaza, no dejé de hacer esfuerzos por imaginarla conduciendo a cientos de kilómetros por hora, hacía ejercicios por visualizar su melena rubia dentro del casco, por comprender cómo esa simpatía, esa bondad, esa dulzura eran compatibles con la gasolina, el asfalto y la adrenalina.
Desde el primer momento entendí que disfrutaba hablando de sí misma, de su pasión, de su inminente desafío. No estuvo conmigo hasta que encendieron algunas luces interiores del campo y el jefe de prensa comenzó a dar palmaditas sobre su reloj por compromiso. No me dedicó su risa y la historia de su vida profesional obligada por el patrocinador ni por una interesada voluntad de quedar bien en mi reportaje televisivo. María de Villota, en contraposición a los deportistas de élite que había entrevistado hasta el momento (especialmente futbolistas), no tenía prisa.
Volví al trabajo cautivado. Me prometí seguir su trayectoria en el campeonato, estar pendiente de aquella bonita rubia con quien sentí una insólita complicidad. He de confesar que jamás vi ninguna de sus carreras. Sin embargo, siempre que escuché su nombre o volví a percibir su luz en la tele la sentí próxima. Recuerdo que me tocó elaborar para Deportes Cuatro la noticia de su fichaje por la escudería Marussia. Llegó a la redacción un largo bruto de imágenes que, en lugar de desbrozar con urgencia como requiere la tele, visioné pausadamente y con cariño. En aquella presentación estaba más guapa que nunca. Radiante por haber alcanzado la Fórmula 1, el sueño de su vida. Y al escuchar toda su rueda de prensa me descubrí sonriendo cuando ella sonreía.
Luego llegó el accidente. Y la gente se volcó. Me di cuenta de que aquel afecto que había despertado en mí lo sembró en millones de personas que quizá no tuvieron la oportunidad de hablar con ella pero que, simplemente, la escucharon o la vieron alguna vez. Era imposible no enternecerse con María. Era entrañable y honesta, sensible y alegre. Por eso nos conmocionó especialmente su infortunio. Cuando la desgracia se posa en gente como María se hace incomprensible la mecánica del mundo.
Así que pedí cubrir la multitudinaria rueda de prensa tras su recuperación. Ya habíamos visto sus fotos en ¡Hola!, su parche de terciopelo azul, su nuevo corte de pelo platino, su sonrisa inquebrantable. Pero sentado en aquella sala atestada de periodistas temí encontrarme con más secuelas de las mostradas en la revista. ¿Se movería con dificultad? ¿Tendría problemas en el habla? ¿Habría perdido parte de su luz? Y allí apareció sobre el estrado para cegarnos con su optimismo, su sencillez, su fortaleza, su sentido del humor. Si restaba alguien en el planeta por admirar al María, esa cuenta acababa de quedarse a cero.
Quise, de nuevo, entrevistarla. Hablé con su hermana Isa, quien me pidió paciencia. Todavía estaba recuperándose, aún faltaban algunas operaciones más. Así que aguardé unos meses hasta que la propia María abrió la veda a las charlas personalizadas. Y me concedió un rato.
Me citó en su casa. Me reencontré cara a cara con ella tres años después de nuestra larga conversación en el Vicente Calderón. Nos dimos dos besos en la puerta de su urbanización una soleada mañana del pasado noviembre. Cuando me presenté me dijo: "Nos conocemos". No me podía creer que se acordase de mí después de tanto tiempo, de tantísimos periodistas atendidos. Me emocionó.
Optamos por grabar la entrevista en los bonitos jardines circundado su piso. Me habló de su excitación por volver a obtener el carnet de conducir, de su ansia por sentir de nuevo un acelerón, esa convulsión automovilística que había carburado su corazón desde niña. Y respecto a su accidente, a la pérdida de su ojo y a la imposibilidad de competir me confesó: "Los médicos me dicen que ya me entrará el bajón. Que ahora estoy muy bien, feliz e ilusionada, pero que no es normal y que quizá de repente me venga abajo. Pero el bajón no llega".
Tras la charla jugamos un poco con su perro, "mira, tiene un parche como el mío" bromeó señalándole una mancha alrededor del ojo. En la cara de María se velaban las cicatrices pero estaba seductora, afable y sincera como aquella tarde sentada sobre la brillante carrocería de su bólido. No dejó de sonreír en toda la charla, incluso en los momentos en los que le tembló la pupila. Luego nos despedimos de nuevo en la cancela y le di las gracias.
Y ahora nos entra el bajón.